Éditions Ruedo ibérico

Francisco Carrasquer

Los bomberos del posibilismo
Apostillas a un editorial


Lo que sigue me lo suscita el editorial de Cuadernos de Ruedo ibérico, número 46-48. En ese trabajo -y su cabal complemento «Carta abierta...» de Felipe Orero que cierra el fascículo- está ya dicho todo, en sustancia, para mí. Pero voy a intentar poner algún letrero de «¡atención!» y sacarle más punta (que a lo mejor sólo es mía) a algunos extremos. Porque ocurre que leemos menos cada día, o más de prisa y mal. Espero con mis señales llamar más la atención sobre ese editorial, tal vez poco abalizado, escrito sin énfasis y, desde luego, sin gesticulaciones ni aspavientos.

Dice el escrito de referencia, para empezar, lo que yo mismo vengo sintiendo hace ya tiempo: que la oposición española no parece haber tenido demasiado empeño en tomar posiciones por su cuenta y riesgo. Se la ha visto siempre ir a remolque, cuando no inmovilizada por cuerpos extraños asimilables como cuñas, que igual han podido llamarse Gil Robles en Ginebra que Calvo Serer en París, o el don Juan de Estoril que la yunta de bueyes Fraga-Areilza detrás del carro del Euromercado tirado como es sabido por multinacionales y demás colonizadores europeos o de allende el charco. Recuerdo aún con horror haber oído a políticos de la oposición cómo especulaban en torno a las veleidades del príncipe, entretanto «rey puesto».

¿Cómo se puede, ni por un momento, proyectar un gramo de política democrática con algo semejante? Todo bien pensado y pesado, creo que habremos de concluir que, en última instancia, el mal de nuestra oposición «maniobrera» (y, de rechazo, la salvación ininterrumpida del franquismo y lo que cuelga), no ha sido otro que el posibilismo, esa lepra de nuestra intelectualidad y ese alucinógeno de nuestros políticos.

Algo tan evidente como es el hecho de que en España no haya habido política desde 1939, en vez de condicionar de arriba abajo la estrategia y las actitudes de nuestra oposición, diríase que ha pasado por alto. No creo que a estas alturas haga falta demostrar que en España sólo ha habido «administración pública de un negocio privado», en vez de política. Por lo tanto, la oposición española no era un término político frente al otro término político de toda oposición, llámese gobierno, Estado, establishment o régimen. Esa oposición no era ni es, o no debería haber sido ni debe ser, más que un vector político tendiendo a llenar un vacío. No hay, por tanto, lugar a «aperturas» ni a «rupturas», sino a ser o no ser, a estar o no estar, a llenar historia o seguir no siendo. ¿Quiere alguien decirme cómo se puede ser posibilista con un vacío? De ahí que la oposición española no lo sea en rigor, o no sea sino una posición por tomar, pero sin la más remota posibilidad de hacer dialéctica con el hueco que está llamada a ocupar. Luego, en este caso no sería ilícito negar al adversario, prescindir de él en absoluto, puesto que no hay tal adversario político, sino un amo por las buenas al margen de toda licitud y juego legislativo-jurídico, contra el cual la llamada oposición no puede ser más que la conciencia del esclavo hegeliano que gime o agoniza bajo las patas o entre las garras del criminal domeñador. O sea que ni la idea de beligerancia tiene aquí sentido. La lucha en tal caso sólo puede ser de vida o muerte, de simple afirmación frente a la negación simple, sin la más vaga posibilidad de admitir pactos ni deliberaciones, puesto que no hay «otra parte» que haga contrato. En buena lógica, era de esperar que al morir Franco y caer la máscara con sus efectos de ilusionismo mágico, se desplomara la tramoya del sistema por su propio vacío. Pero los herederos de Franco se cuidaron muy bien de disimular el vacuum con veladas promesas, misteriosos contactos y paladinas declaraciones de «relleno» democrático. ¿Qué otra cosa podía esperarse de los albaceas de tan pingüe patrimonio a la deriva sino hacerse con el legado? ¡Pero la oposición, no! De la oposición no podía esperarse en buena lógica que hiciera el juego a esos falsos legatarios, mangoneadores de la prevaricación hecha Estado. Al vacío de golpe revelado tenía que haber sucedido por la fuerza de las cosas el lleno de la voluntad popular. Y no necesariamente en tromba, sino por la ley de los vasos comunicantes. Una simple cuestión de nivel en el fluido de la historia. Pero ahora resulta que la misma oposición ha puesto un tapón al vaso popular, que es como haberle vendado los ojos al pueblo. Lo que no empecé que sea ahora cuando precisamente se corra el peligro de la tromba, porque no se da curso a la presión y las válvulas de escape no dan abasto, así que cualquier día va a reventar todo. (Unos pocos momentos -y a poder ser simultáneos- como el de Vitoria, y ya estará.) Eso habrán conseguido los mismos que tanto miedo tenían al reventón. Y no por el reventón en sí, que a lo mejor les iba bien lo de «a río revuelto ganancia de pescadores», sino porque ya no sería tan segura la caída de la breva. La gente de aparato tiene un pánico cerval sólo a la idea de que un día no obedezcan los mandos y, teniendo que hacer caso omiso de botones o consignas de circuito reflejo, estén obligados a salir a la calle a ganarse el mayor cacho posible de poder. Porque de eso se trata, en esos contubernios de la oposición politiquera: de poder. No de eliminarlo o reducirlo al máximo, sino de apropiárselo. Para ellos sigue siendo el pueblo el que pone las manos entrelazadas sobre las que poner el pie y auparse; y hasta el otro pie sobre la cabeza, si conviene.

De manera que el prestarse al jueguecito del reyezuelo por un lado, y del conchavamiento Fraga-Luns-Kissinger por otro, nos ha llevado a esta situación de un pueblo -el español- que ha perdido el tren político por haber tomado sus «vanguardias» una vía muerta de politiquería.

Esto por lo que concierne a la oposición como un todo visible. Pero lo triste es que nuestros revolucionarios -punta de lanza de esas vanguardias- tendrían que haber aprendido de una maldita vez que nuestro pueblo está secularmente escamado de maniobrerismos caciquiles, que no se fía de pactos compromisos ni componendas arbitradas a sus espaldas, cuando no a sus costas. Una cabeza verdaderamente clara en política, dada nuestra situación -horra de opinión pública y teniendo que partir de cero en lo que a garantías constitucionales y mecanismos democráticos se refiere-, tendría que haberse abstenido de hacer política de superestructura para concentrarse sobre las infraestructuras de una política latente, es decir: debería haber movilizado todo lo movilizable en el dominio social de las previsiones colectivas y dentro de los más concretos marcos de vida común: el barrio, el municipio, la región y la nacionalidad irredenta; a todos los niveles de la clase, profesión, edad y sexo, y sin ponerse etiquetas ni proclamarse campeones, en nombre del partido que fuese, de una unidad camufladora del propio hegemonismo. El pueblo se moviliza desde el tajo, desde el barrio, desde su injusta condición de productor explotado y desde su miseria de consumidor engatusado.

¿Por qué le tendrán tanto miedo los «líderes» al pueblo? Siempre se me asocia a este propósito el terror de los mojigatos frente al albedrío del apetito sexual, temiendo que se desintegre la persona que de él abusa; así el pueblo con su libertad, como si la libertad provocase necesariamente la desintegración de la sociedad, como si abandonado el pueblo a sí mismo no pudiese más que entre-matarse o qué sé yo qué horrores. Esos no pueden ser líderes, sino burócratas, mandarines que, en el mejor de los casos, se ignoran. Porque si se es demócrata, y más si se pregona que se está al servicio del pueblo, lo menos que se puede pedir es que se respete al mismo a que se sirve. Y no es respetarlo ponerse en su lugar fraudulentamente, sin habérselo él pedido, representarlo sin su consentimiento previo y expreso. Robar representaciones no es menos criminal que robar en el peso o en las tarifas, y explotar a los demás por delegación ilícita o usurpada -incluso aunque no se siga provecho material, sino de vanidad o ambición personal- es tan injusto y delictivo como lucrarse con el sudor del trabajo ajeno, como quedarse con la plusvalía del productor y demás exacciones capitalistas. No pocas veces se hace uno cruces preguntándose cómo se atreven esos politicastros de café a erigirse en cuadros de un sector popular, de un grupo de población, o de un pueblo entero, ya antes de que ese sector, grupo o comunidad popular los haya requerido ni poco ni mucho para esas mismas funciones que se arrogan por derecho propio. ¿Con qué atribuciones trazan líneas políticas y elaboran programas de organización nacional -por no hablar ya de constituciones- unos partidos sin base, manipulados por cuatro gatos que, verosímilmente, no conocen los problemas fundamentales planteados por el sindicato, el municipio, la región o la nacionalidad en ciernes? Así no me extraña que partidos tradicionalmente centralistas como el PSOE y el PCE se encuentren ahora con la criada respondona de que sus partidarios socialistas / comunistas catalanes, vascos, gallegos, aragoneses, andaluces, etc. no estén dispuestos a prolongar la situación del gordiano nudo madrileño y se haya éste deshecho sólo, sin necesidad de recurrir siquiera a la manera alejandrina.

Contra previas hipotecas de acción amonesta, ya hacia el final, el editorial que aquí glosamos muy por las puntas. Es éste de la hipoteca uno de los grandes peligros -si no el más grande- de toda campaña política, ¿cuánto más, pues, de toda revolución? «La articulación de la unidad de acción debe limitarse al alcance» (consecución quiere decirse aquí, creo) «de un objetivo concreto perfectamente delimitado, destinado a abrir el camino hacia los propios objetivos globales, pero» (subrayamos nosotros) «sin hipotecar éstos ni expresa ni tácitamente, ni gracias al subterfugio de cláusulas huecas o ambiguas. Al lado de la reivindicación parcial deben afirmarse siempre las reivindicaciones globales. Las alianzas deben ser hechas para hacer y no para renunciar a hacer».

He aquí una frase, esta última, que hay que retener y que por eso nos hemos permitido subrayar. Con esta especie de aforismo sale muy aclarado el doble concepto de revolución y democracia, porque es una base de partida tan positiva para el revolucionario como para el demócrata (¿no es lo uno y lo otro lo mismo, en el fondo?). En sociedad, todo lo que se coarta sin necesidad se paga caro, tarde o temprano. Hay en esto como una justicia inmanente que podemos constatar en todo, si no nos llaman a engaño efímeros resultados contradictorios pero a la larga y en el fondo indefectiblemente falsos. Y todo sale de esa ley de oro según la cual la justicia crece con la libertad y viceversa. Impedir la acción espontánea de un grupo social no puede ser más que obra de la reacción. Quizá se aclare más lo que pienso sobre este particular con esta fórmula: unidad sólo en cuanto praxis solidaria, si no, a cuanta más variedad mayor riqueza. Claro que con unidad todo es más fácil. Y con dictadura también, sobre todo para el dictador. Pero lo más fácil y eficaz suele ser también lo más injusto e inhumano. Si fuese por facilidad, lo propio sería volver al trogloditismo, al mazazo y al arrastre por la mata de pelo de la hembra que se resiste; o más atrás: al cainismo, a matar a Abel y quedarse con sus ovejas; o aún más atrás: a la selva y al fondo del mar en que el pez gordo se come al más chico. Y sálvese quien pueda.

Pero, volviendo a nuestro caso, quiero poner en marco estas tres frases que siguen a la anteriormente transcrita: «La revolución no puede construirse sobre el engaño de propios ni extraños. Al enemigo político, al enemigo de clase hay que exigirle lo que no puede conceder sin dejar de ser, y no rogarle que ceda las defensas avanzadas que está dispuesto a abandonar en una retirada estratégica. Para los dominados, exigir lo imposible es siempre el camino más corto para conseguir aquello que, según las normas de los dominantes, es posible en cada momento.» Más claro el agua. La revolución no puede andarse con tapujos, secreteos, disimulaciones o señuelos, que con ocultamiento no hay libertad ni justicia posibles. La revolución es un acto político puro que ha de ir preparado de una toma de posición tajante, sin contemplaciones ni arrogancias, con la naturalidad de un parto -del que no se sabe qué saldrá, pero del que se está seguro que, si sale bien, saldrá algo nuevo. Con lo que a renglón seguido va escrito quiere decir, pues, la redacción de Cuadernos de Ruedo ibérico que el enemigo político no es un rival o contrincante de la revolución, sino un enemigo radicalmente incompatible, que «repugna» -como dicen los filósofos- en absoluto. No hay nada en común entre capitalismo y revolución socialista, son incohabitables, y si uno u otro tiene algo del otro o del uno, dejan de ser lo que son propiamente; con la salvedad de que esto le es imposible a la revolución, si bien el capitalismo puede ser más o menos capitalista, dado que a lo viejo aún se le puede rejuvenecer (o simular que se le rejuvenece), y siempre se puede hablar de más o menos viejo; pero lo nuevo no tiene grados, aspectos, matices o porcentajes: o es nuevo o no es.

La última frase trasladada es quizá la qué más hermenéutica necesita, por sus aires de paradoja. No obstante, casa perfectamente con lo anterior. Porque «exigir lo imposible» es pedirle al enemigo que se retire, más aún: que se niegue, se anule, se suicide o se ponga a tiro para acabar con él. Por eso es imposible, si es verdad lo que afirma Spinoza de que todo ser tiende a seguir siendo. El otro término de la paradoja- «para conseguir aquello que según las normas de los dominantes es posible en cada momento», está relacionado, si no me equivoco con frases como «mala conciencia burguesa», «filisteísmo pequeño-burgues», «libertad... de morir de hambre», etc. O sea, que lo posible sólo lo es de palabra, o sobre el papel, únicamente para apaciguar los remordimientos de conciencia -en caso de que los haya-, y «sauver la face» de la moral establecida que no puede negarse sin cinismo, porque esa «faz-fachada» entra en juego a pleno rendimiento. De ahí, pues (otra vez), la exigencia de aquella radical y absoluta negación de lo posible dentro del sistema, porque toda posibilidad es añagaza, y lo único que cabe exigir es lo contrario: lo imposible. Con lo que volvemos a lo del principio y nos mordemos la cola: el posibilismo es contrarrevolucionario. Y que no se nos venga con reproches de maximalismo, utopismo o idealismo. Palabras, palabras para pontificar. Nunca ha sido nada de eso constatar un hecho. Y uno de los más constatados es que con esas etiquetas lo que se quiere es enmascarar la realidad, darle largas al chupar del bote que sea y al seguir representando comedias de revolución en vez de hacerla o concebirla tal como es.

El pueblo español tiene derecho a ver claro y para eso, a que le hablen claro los que quieren gobernarlo. La falta de toma de posiciones de la oposición española y su actitud maniobrera sin base, ha escamoteado un momento histórico que podía haber sido crucial. Quizá aún sea tiempo de rectificar el mal paso... si los ávidos de poder tienen paciencia y se quedan firmes con una tesitura inequívoca por la que el pueblo los conozca. Sólo eso.

Entretanto, ya pierden el trasero y todo lo perdible los partidos de mayor licencia por codearse con los sátrapas herederos de El Pardo, desde que se ha anunciado la legalización de los partidos políticos en España. Excepto el comunista, los separatistas y el anarquista -¿desde cuándo ha sido algo anarquista partido?-, es decir, excepto lo que en buena ley no puede casar con la actual monarquía sucedánea e híbrida de restos de fascismo, restos de integrismo y restos de neocapitalismo colonizado. Y no puede casar ni el PCE mal que les pese a los Carrillos maniobreros, infiltrantes y posibilistas. Esperemos que la tendencia revolucionaria federalista, tanto en la corriente marxista de ahora como en la libertaria de siempre, vaya engrosando las filas de una política con porvenir, de un porvenir verdaderamente político, quiero decir: necesitado de una revolución y de la revolución que España necesita hacer de una vez y del todo.

In Cuadernos de Ruedo ibérico nº 51/53, mayo-octubre 1976