Luis Quintanilla - Los rehenes del Alcázar de Toledo

LOS REHENES DEL ALCÁZAR DE TOLEDO


Autor: Quintanilla, Luis.
Editorial: Ruedo Ibérico.
Lugar y fecha: París, 1967.
Paginas: 232, de 11,5 X 21,5 cm.


CONTENIDO

Este libro se escribe en 1964, en un forzado descanso entre las actividades profesionales -pictóricas- del autor. El impulso para escribirle se debe a la lectura de uno de los libros de H. R. Southworth. El Alcázar de Toledo es pieza clave de la falsa propaganda franquista.

Tras esta somera introducción, el autor monta una regresión histórica y personal para centrar el tema. Luis Quintanilla (en adelante L. Q.) empieza a formarse en el París de 1912, en plena "belle époque". Vuelve a España en el verano de 1915. Recorre Castilla en excursiones pictóricas que le evidencian las enfermedades sociales de España. Interviene (como recadero) en la huelga revolucionaria de 1917, en Valladolid. Repaso negativo a la Dictadura, aunque la liquidación de la guerra en Marruecos es prueba de que "algo bueno hizo el general dictador". Ingresa en el Partido Socialista en 1929, decora la Casa del Pueblo de Madrid. En su estudio, próximo a la Ciudad Universitaria, Largo Caballero decide la colaboración con los republicanos en 1930. Al lado de Largo vota el 12 de abril. "Alfonso de Borbón puso la corona en medio de la calle para que la diesen una patada" (pág. 10). Acompaña a Juan Negrín para poner orden ante Palacio, sitiado por las masas, y, por su indicación, se planta en la fachada "la bandera del permanganato".

Pasan los tiempos felices de la República, y, ante la amenaza de Gobierno reaccionario, los socialistas "acuerdan recurrir a la violencia si el partido de Gil Robles, que no había reconocido a la República, formaba parte del gobierno" (pág. 13). Llega el verano de 1934: "en mi estudio se contrató la adquisición de armas de guerra que tenían los portugueses". L. Q. se encarga de distribuirlas por Madrid. La policía descubre el 6 de octubre, en su estudio, a parte del comité revolucionario; L. Q. pasa ocho meses en la cárcel. Allí tiene tiempo de recordar su primer encuentro con el general Franco, quien le invitó a tomar café en 1927.

L. Q. defiende la revolución de octubre de 1934, muy conveniente para preparar la contrasublevación de 1936. En la primavera de este último año, los señoritos fascistas recorren desmandados las calles ante la pasividad del Gobierno, que se limita a declarar que es beligerante.

En esa misma primavera de 1936, L. Q. se ocupa en decorar el monumento a Pablo Iglesias en el Parque del Oeste madrileño. Los asesinatos de Castillo y Calvo Sotelo se equiparan; el último era "un diputado que pronunciaba discursos de corte fascista".

Un diálogo con el comandante Huidobro -después muerto en el Cuartel de la Montaña-da ocasión a L. Q. para verter sus teorías antimilitaristas y anti-Franco. Los ascensos de África se ganaban en función de los moros muertos en combate. Herriot vino a proponer a Azaña un pacto militar; Azaña se asustó. Los militares no deseaban otra cosa que mandar.

La muerte de Calvo Sotelo nada tuvo que ver con la aceleración del Movimiento, que era "una preparación revolucionaria apoyada por Mussolini y Hitler".

L. Q. había llegado a Italia para estudiar pintura mural en el otoño de 1922, a raíz del asesinato de Mateotti. Cuadro impresionista sobre los orígenes de los fascismos italiano y español. El falangismo era un movimiento de señoritos inspirados en Mussolini y en Ortega.

El "eximio historiador" y embajador americano Bowers da testimonio sobre la realidad de la vida en las Embajadas durante el asedio de Madrid.

Al final de la mañana del 17 de julio, L. Q. se entera de la sublevación de África. Comenta la situación con el comandante "que había estado entrenando durante un par de meses a los jóvenes socialistas" (pág. 35). Se duda de la actitud de la Guardia Civil, compuesta por hombres que "lo mismo acribillaban a balazos a su madre" (pág. 35), que "cometían cualquier otra barbaridad". L. Q. pasa el 18 de julio buscando armas para las J.S.U.; el 19 recorre los cuarteles "sublevados". El 20 participa, cubierto por un sargento de Asalto en el ataque contra el Cuartel de la Montaña. Tras el éxito, queda nombrado "responsable". Entre sus nuevas funciones están el suministro de armas a los milicianos enviados por las sindicales y el suministro de comida a los comunistas del Quinto Regimiento.

Cuando los facciosos llegaron a Badajoz -dice-, cometieron el asesinato de seis mil personas, muchas de ellas en la plaza de toros, ante selectos invitados de la ciudad. L.Q. interviene en los frentes; dirige el contraataque en Peguerinos.

En la página 62 del libro se empieza a tratar del tema del Alcázar, "siendo hasta ahora los fascistas de uno y otro país casi los únicos narradores y comentaristas del episodio" (pág. 64). Se revisa la bibliografía sobre el tema, a la vez que se da una nota infamante contra Manuel Aznar.

A primeros de agosto mandaba las fuerzas el comandante Ulíbarri (sic). L. Q. vio en Toledo una lista que comprendía los nombres de los 500 rehenes encerrados por los rebeldes en la fortaleza.

El coronel Moscardó era un militar degradado por la República y, por tanto, despechado. L. Q. hace una cuidada reseña de las que, según él, fueron las seis únicas conferencias telefónicas celebradas desde el Alcázar entre los días 20 y 22 de julio. En la noche de esta última fecha quedó cortado -definitivamente- el teléfono del Alcázar.

En larga conversación con el coronel Soto, Director de la Fábrica de Armas y fiel a la República. L. Q. se entera de los pormenores de la rebelión en Toledo. El mando de las fuerzas republicanas de la plaza estuvo confiado a Riquelme, Del Rosal (que se cansó y se marchó) y Ulíbarri (sic).

Mientras tanto, Felipe Pretel, tesorero de la U.G.T., fue nombrado "corresponsable" de la Montaña. L. Q. es nombrado también jefe asistente del asedio, con el encargo específico del amunicionamiento artillero.

Las monjas de Santa Úrsula fraternizaban con L. Q. y sus oficiales; el narrador tenía también una hermana monja de la Esperanza. Aparece en escena un personaje importante: el capitán Carrero, jefe de la batería del 155, que se instala en la dehesa de Pinedo y que desmantela concienzudamente el Alcázar desde el 18 ó 19 de agosto. La batería estaba incompleta: tres cañones. El general Riquelme dejó instalada en San Servando una batería de 75 milímetros, y posteriormente se instaló en el campamento de Alijares otra de 105 milímetros. L. Q. tiene que valerse de diversas artes para obtener granadas en los parques de Madrid; por cada camión ofrece un dibujo. Se citan profusamente tres textos nacionales: "El Alcázar", el Diario del capitán Enríquez de Salamanca y el del coronel Moscardó.

Se dan los nombres de todos los responsables de la mina que estuvo a punto de terminar con el Alcázar: el ingeniero Lusinger, el teniente coronel Hernández Sarabia, el ministro Just, que la propuso en Consejo, el topógrafo Egido y, sobre todos, su realizador, el comandante De los Mozos. Este utilizó la rivalidad "deportiva" de los dos equipos de la C.N.T. y de la U.G.T. para la perforación de las dos galerías.

El turismo de guerra se orientaba a Toledo; de él nacieron las falsedades de Malraux y de Kolstov (sic.). "Casi todo lo que narra (K.) del asedio del Alcázar es fantasía novelesca" (pág. 133).

El 8 de septiembre fue la infructuosa visita del comandante Rojo, seguida el 11 por la del canónigo Camarasa. L. Q. busca a un sacerdote y encuentra al Magistral de Madrid en la Comandancia de Milicias sita en Ríos Rosas; el canónigo es pariente de la explosiva amiga del jefe de Milicias comunista, comandante Barceló. Según L. Q. la misión de Camarasa era exclusivamente solucionar el problema de los rehenes.

Narra L. Q. la triste historia posterior del canónigo. Salió de España en el otoño de 1936. Tenía cincuenta y siete años cuando fue a Bruselas y contó sus cuitas al embajador Ossorio y Gallardo. El 21 de marzo de 1937 publica en L'Echo de Paris un artículo contra Ossorio y los "curas rojos", tratando de congraciarse con Franco. Deambula por Francia en guerra, se siente odiado por Moscardó, escribe un libro furiosamente profranquista, Mi intervención en El Alcázar, cuyo original poseen L. Q. y la censura española; muere tristemente el 8 de abril de 1946 en el Hospital de Burdeos, tras entregar sus papeles al sacerdote Mendiola.

El 12 de septiembre de 1936 se reanuda el bombardeo del Alcázar. El 13 fracasa el intento mediador del embajador Núñez Morgado. El 14 Barceló se encarga del asedio, como comandante militar de Toledo. El nuevo jefe celebra un consejo de guerra la víspera del estallido de la primera mina (17 septiembre). L. Q. asiste a este Consejo. Se establece el plan de ataque por dos sectores con fuerzas regulares, de Asalto y de Milicias. Dos mil hombres en total.

A las siete y cuarto de la mañana del 18 de septiembre explota la doble mina. La nube dura veinte minutos. El asalto, intermitente y desorganizado, empieza una hora más tarde. L. Q. trata de encontrar un boquete para entrar en el Alcázar. Cae herido Barceló y L. Q. se encarga interinamente del mando del asalto hasta que se lo endosa al comandante Torres. L. Q. echa la culpa del fracaso a los milicianos indisciplinados.

En la desbandada de Talavera las fuerzas de contención venidas de Madrid diezman a los milicianos, que huyen del frente antes de que alcancen Navalcarnero (pág.203).

Se consagran tres líneas a la segunda mina y al último ataque del 27 de septiembre, con el ejército de África a las puertas de Toledo. Melancólico relato de la liberación y de la huida.

El final fuerte del libro es el análisis del episodio del teléfono: la conversación de Moscardó con su hijo Luis. L. Q. niega simplemente esta conversación, apoyado sobre todo en el testimonio del general Riquelme y en contrapruebas de evidencia externa. Asensio y Quintanilla "engañaron" a Matthews quien luego se desdijo y aceptó la historia del teléfono. No es cierto que el Alcázar estuviese al final del asedio "Sin novedad".


JUICIO

El curioso testimonio de Luis Quintanilla (ningún parentesco con el aristócrata y también ilustre pintor, conocido por su título antes de heredar el condado de Romanones) no puede entenderse más que a la sombra protectora del conocido polemista Herbert R. Southworth. Quintanilla firma la obra y ha aportado sin duda a ella muchos de sus recuerdos, bastantes de sus confusiones y numerosos ejemplos de su estilo literario, menos elegante que sus pinceles. Pero el nervio de la obra, su argumentación base, sus escarceos dialécticos un poco ya pasados de moda son de Southworth; nos bastaría la evidencia interna si no contásemos, además, con la confirmación expresa de L. Q. y de otras varias personas.

Este enfoque es esencial para comprender el verdadero valor del libro; en un elevado porcentaje se trata de propaganda. Southworth no ha podido llevar aquí a sus últimas consecuencias su conocida tesis de que en el Alcázar de Toledo "no pasó nada"; la obra va firmada por una persona que fue jefe adjunto de los asaltantes -en el momento decisivo jefe efectivo-, y L. Q. no puede afirmar que L. Q. estuvo perdiendo el tiempo en los dos meses mas importantes de la guerra española. Pero L. Q. sacrifica -¿con gusto?- su dudosa reputación militar cuando minimiza hasta la saciedad la importancia del Alcázar y cuando presenta al episodio toledano como pura farsa de la propaganda franquista. Con esta posición, L. Q. no se da cuenta de que ha sido envuelto por H. R. Southworth; el conocido pintor no debió abandonar jamás sus útiles profesionales para adentrarse en los difíciles e inexplorados campos de la historia política. Su actuación en ellos queda tan en entredicho como sus andanzas militares, desde el cuartel de la Montaña a Peguerinos, pasando por Toledo.

Sin embargo como habrá advertido el lector de nuestro resumen, el breve libro de Quintanilla (difícil de leer por sus reiteraciones, por su falta de capítulos, por su tejer y destejer cronológico) contiene, dispersos, muchos datos que el historiador recibe con gratitud. Se precisan actitudes hasta ahora oscurecidas por la propaganda acerca de los propósitos revolucionarios del socialismo ibérico; se dan abundantes nombres y datos sobre temas inconexos pero importantes; se confirman posiciones históricas y se perfilan otras varias. Es, por tanto, un libro útil, no sólo en su principal campo -la historia de la propaganda- sino incluso en su terreno secundario y velado: la historia de los hechos.

L. Q. no es un historiador, ni siquiera aficionado; afortunadamente insiste repetidas veces en su verdadera profesionalidad. Así puede permitirse describir la época de la quema de conventos como la "feliz primavera republicana del año 1931" (pág 11). La metodología histórica no es descollante; no hay notas, no hay referencias serias, no hay, ya hemos visto, ni siquiera capítulos ni índices. El diálogo ficticio, que se critica en la Historia de la Cruzada (y con toda razón) es empleado por L. Q. en ocasiones importantes: las conversaciones con el comandante Huidobro y el coronel Soto, de las que no se aduce la menor prueba. Las fuentes principales de L. Q. son las nacionales; para paliar esta exclusividad tan poco agradable acude a testimonios paralelos como el del "falangista" anónimo capturado en el período carcelario del Cuartel de la Montaña y otros recursos infantiles de parecido valor.

L. Q. se esfuerza en aparecer como muy bien informado; se entera de la sublevación de África "al final de la mañana" del 17 de julio (pág. 35), cuando esa sublevación, por tanto, aún no se había producido. Dice emprender su alegato alcazareño (que no empieza hasta la página sesenta y pico) porque hasta él los "únicos narradores y comentaristas del episodio" son "los fascistas de uno y otro país". No queda claro quiénes sean esos países; pero cabe preguntarse a qué país fascista pertenecen Vilanova Fuentes (citado por L. Q.), Cecil Eby (a quien no se menciona ni una sola vez), André Malraux, Mijail Koltsov (cuyo nombre se escribe mal una y otra vez), Geoffrey McNeill Moss (tampoco citado) y otros muchos "narradores y comentaristas" de varios campos que se ocuparon profundamente del Alcázar de Toledo.

El equívoco fundamental de la obra consiste en confundir los rehenes con las familias de los defensores. El argumento más impresionante de L. Q. es la famosa lista de rehenes que dice haber visto en Toledo y de la que no es capaz de recordar un solo nombre. L. Q. reconoce que los rehenes salieron de la fortaleza. ¿Dónde están? ¿Cómo es posible que sigan todos ellos sin la menor excepción, en silencio?

El "plato fuerte" del libro consiste en repetir y "perfeccionar" la argumención de Southworth sobre el teléfono del Alcázar. Parece mentira tanta insistencia sobre un tema que, salvo detalles accesorios e insignificantes quedó zanjado hace muchísimos años. "Hay una escuela de historiadores que practica la conjetura", dice L. Q. (pág. 228). Hay otra escuela -por suerte simplemente integrada por "amateurs" que escriben en horas de forzado descanso- que practica la dialéctica escolástica sobre la trama de los hechos históricos. La historia no se rehace con silogismos, sobre todo cuando éstos tienen cuatro o más pies.

Es inútil la insistencia de L. Q. -y de su hábil mentor, que en este libro ha dejado escapar varios graves fallos bibliográficos, quizá para disimular su aportación básica- en la "poca importancia" del episodio del Alcázar. El Alcázar de Toledo jugó un papel decisivo en la guerra española, tanto en lo militar como en lo político. Su liberación fue el pedestal del nuevo Jefe del Estado, es decir, de la nueva unidad nacional. La importancia espiritual, no estratégica, del Alcázar acaba de ser puesta de relieve, por ejemplo, por el historiador británico Brian Crozier en su reciente biografía Franco. Ante sus ruinas consiguió Eileen 0'Brien uno de los éxitos diplomáticos más considerables de la historia europeo-americana; episodio esencial que todavía no ha encontrado ni su historiador ni su poeta. El doble oficio ha sido, en cambio, desempeñado a la perfección por Cecil Eby respecto a los heroicos anarquistas que no se resignaron a la derrota e improvisaron otro pequeño Alcázar a la sombra del auténtico; justo es señalar este hecho final de la gesta toledana cuando L. Q. se ensaña con los "incontrolables", como llama él a los idealistas incomprendidos -quizá incomprensibles- milicianos de la C.N.T.-F.A.I.

Dice Quintanilla: "Soy uno más entre la ya inmensa mayoría de los españoles que desean se cicatricen del todo las heridas que aún quedan" (pág. 232). Excelente deseo, pero pésimo camino. Claro que sería muy fuerte pedir al jefe de las fuerzas atacantes que tenga una visión equilibrada del conjunto de la historia; ese ideal tampoco lo consiguió Moscardó, aunque el sufrimiento coronado por la victoria incita naturalmente a la generosidad. Hace tiempo que "esa inmensa mayoría de españoles" ha renunciado a recibir testimonios serenos de los protagonistas. La historia está siendo elaborada por la generación que no hizo la guerra; difícil generación para los silogismos y las unilateralidades. El Alcázar está ahí: "monumento a la determinación humana de sobrevivir", como ha predicho Eby para el día en que se calmen las pasiones. Ya se estan calmando. En Toledo hay un Alcázar reconstruido y sólo los muy expertos reconocen bajo las rodadas de Pinedo los viejos emplazamientos de las baterías que Quintanilla mantuvo en forma bajo los reflectores. Nadie piensa en revanchas ni en revisiones dialécticas. Las piedras y las rodadas -y el aire eterno del Tajo- son ya Historia. El resto es silencio.


In Boletín de Orientación Bibliográfica número 60, diciembre de 1967, pp. 27-31