Hugh Thomas - La guerra civil española. 1ª edición

THE SPANISH CIVEL WAR


Autor: Hugh Thomas.
Editor: Penguin Books/Eyre and Spottiswoode.
Lugar y fecha: Harmondsworth, Md, 1965.
Número de páginas: 911, de 18 X 11 centímetro


CONTENIDO

1. Las ediciones.

En 1961, un joven y prácticamente desconocido autor de dos oscuras novelas cosmopolitas, reflejo justo de su base educativa en Cambridge y la Sorbona y de sus tímidas experiencias en la función pública, en la política y en la cátedra, publicaba un libro que estaba destinado a convertirse nada menos que en ordenador y casi dictador de la confusa opinión mundial de los años 60 sobre la perennemente vital guerra de España. Es indiscutible el mérito del novel historiador inglés, que vio rápidamente traducida su obra al español, francés, italiano y alemán. Destacamos, entre todas las ediciones, estas tres:

a) Edición original. The Spanish Civil War, London, Eyre and Spottiswoode, 1961.

b) Edición española. La guerra civil española. París, Ruedo Ibérico, 1962 (en adelante, GCE).

c) Edición inglesa popular. Penguin Books, 1965 (en adelante, SCW).


2. Sumario.

Tras un índice de mapas, una página de agradecimiento, dos prólogos y varias notas, discurre el contenido del libro que sigue un orden aproximadamente cronológico, en el que se implican los acontecimientos militares, políticos e internacionales de la guerra. Los capítulos se agrupan en libros cuyos títulos son: Los orígenes de la guerra; levantamiento y revolución; implicaciones europeas; el sitio de Madrid; la guerra en el Norte; la guerra de desgaste; el final de la guerra; epílogo.

La obra termina con tres apéndices: la economía española, las bajas de la guerra, y la intervención extranjera. Se cierra con una bibliografía y un índice alfabético.

3. Nota previa.

Al aparecer la primera edición de esta obra aún no existía el BOLETÍN DE ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA. El lanzamiento reciente de la edición "Penguin" nos ha movido a emprender este comentario.


JUICIO

1. Las modificaciones para la edición "Penguin".

Es evidente que Hugh Thomas tiene una intención objetiva inicial en su obra, pero es también evidente que esa intención no se traduce en un clima histórico. H. T. escribe desde el lado republicano. Es partidario nato de la República, aunque no por sectarismo; quizá por simpatía irrefrenable que se le desborda, por ejemplo, cuando antes del asalto definitivo de las tropas nacionales al ejército derrotado en el Ebro, escribe Worse was to follow , o cuando comenta la detención del avance nacional en la batalla de Aragón y el Mediterráneo: Valence was saved . A veces, la simpatía va un poco lejos, como cuando se trata de justificar por "falta de precedentes" nada menos que la orden de asesinato en masa, dictada por Giral desde la emisora de Chamartín.

La edición "Penguin" contiene varias modificaciones importantes respecto de las anteriores. Hay numerosos testimonios del profesor Bosch Gimpera. Se incorporan los hallazgos del importante libro de Stanley Payne (1) y se presta mayor atención a los orígenes de anarquistas y comunistas. Se deja sentir notablemente la influencia historiográfica, evidentemente hostil a la España nacional, de H. R. Southworth, que ha revisado a fondo la obra, ha corregido alguna grave equivocación bibliográfica (naturalmente no citada en El mito de la Cruzada de Franco) (2) y ha inducido a Thomas a la retractación de sus opiniones previas sobre la autenticidad de los documentos acerca de la trama comunista para el verano de 1936.


2. Thomas como historiador.

Desde el punto de vista historiográfíco, el defecto capital -y decisivo- de H. T. es su aceptación ciega de las fuentes. Este defecto -siempre grave- alcanza proporciones de increíble candidez cuando se observa en el historiador de una guerra civil que opera sobre testimonios calientes y -a priori- esencialmente partidistas. Alguna vez rompe H. T. su silencio valorativo y juzga el peso de una fuente histórica, como en el caso de Jellinek que es sólo una rarísima excepción, si es que la superficial valoración de H. T. puede en este caso denominarse "juicio".

En cambio, no tiene fundamento el reproche -recogido y hecho suyo por Malagón y un poco por Madariaga- de la indiferencia de H. T. ante su tema. Al contrario, en toda la obra late una solemne y respetuosa actitud ante el drama que evidencia la emoción contenida, pero permanente, del historiador. Algunas intuiciones, como la inevitabilidad de la guerra, son admirables; pero lo más admirable de H. T. como historiador es su rápida captación de hechos tan complejos y extraños y su tremendo poder de síntesis para unificar científicamente testimonios, documentos y hechos de tan diversas y poco fidedignas procedencias. Esta realización, en un joven historiador extranjero e inexperto, es verdaderamente asombrosa.

Y no es extraño que esté colmada de defectos de enfoque y de detalle. La Legión Cóndor aparece y desaparece por arte de magia al final de la campaña del Norte; el episodio de Guernica se desorbita, como es usual, a pesar de que se admite la posibilidad mínima de 100 muertos; datos sobre el número de generales en el Ejército llegan casi a triplicarse. Los asesinatos ilegales, cuyo final se proclama en agosto de 1936, siguen en masa bastante más tarde. La versión de H. T. sobre los asesinatos de sacerdotes pasará a las antologías como ejemplo de candidez.

Quizá más grave es el clima de sensacionalismo y superficialidad netamente reporteril que se mezcla continuamente con la seria preocupación histórica, como cuando se atribuye sangre gitana a Calvo Sotelo, o se admite, sin perfilar mucho el mito de los señoritos de Falange.

La cumbre del sensacionalismo grotesco la alcanza H. T. en su pretendido feudo de las operaciones militares: la penetración del avance nacional hubiese, sin duda, llegado a Alcañiz si no lo hubiera impedido un carro atravesado en un puente.

Un auténtico historiador tiene que poner cuidado extremo en la localización temporal, espacial y política de los hechos. Sobre todo cuando estudia épocas en que un error de meses o de matices puede ser decisivo. En la obra de H. T. abundan, por desgracia, los ejemplos en que se descuida hasta tal punto alguna de esas tres coordenadas que el resultado es un monstruo histórico. Veamos, como simple referencia, un caso en que se desprecian las tres:

"Dentro de España un reciente grupo fascista de Burgos, llamado Partido Nacionalista, dirigido por el doctor Albiñana...".

El grupo de Albiñana no era ni reciente (su creación data de 1930, bastante antes de la aparición del fascismo en España) ni fascista (optó por unificarse con el Requeté) ni de Burgos (fue creado en un mitin en el Teatro de la Comedia de Madrid, y su principal actividad se desarrolló en Barcelona).

Una de las características del historiador es su espíritu crítico ante los tópicos. H. T. hace al revés: se extasía ante los tópicos; no deja que se le escape ni uno. Resultaría interminable la lista: la represión de Asturias en el 34, el terror callejero como intención primaria de Falange, la "tortuosidad" de Mola, la categoría fantasmagórica del alzamiento marxista, la consideración de Bernanos (novelista, artista, católico e hiperemocional) como fuente definitiva, el cuento del cura pistolero, la lenta estrangulación del garrote vil (H. T. ignora que el efecto del garrote es mucho más rápido que el de la británica horca), la "inocencia" de la represión republicana fuera de los primeros momentos, la visión idealizada del socialismo español. Como es natural, la adoración del tópico llega en H. T. casi hasta el fanatismo cuando el tópico se ha convertido ya en estereotipo pseudohistórico por el goteo continuo de la propaganda. Estamos hablando de la represión, tanto bélica -ya hemos aludido a Guernica- como política. Como ejemplo de éste último caso afirma H. T. que durante el avance del Ejército de África, uno de los principales acontecimientos en las localidades liberadas era el desenterramiento de los republicanos fallecidos para ser fusilados "in cadavere". Con este disparate demuestra H. T., una vez más, que su fama de experto en operaciones militares es un tópico más. Es difícil ver al Ejército de África entretenido en desenterrar muertos, cuando en una ciudad como Torrijos, durante más de una semana, la guarnición fue de dos legionarios, a pesar de que el Generalísimo utilizaba con frecuencia el aeródromo cercano de Val de Santo Domingo.

En cambio, se minusvalora sistemáticamente la represión republicana: en las checas se cometían "algunos actos realmente bestiales". Se cita la matanza de la Cárcel Modelo, pero no se alude para nada al cuidadoso planeamiento del asesinato, con responsabilidad del Gobierno e intervención directa de Koltsov (3).

Interrumpimos aquí nuestra lista de tópicos. Lástima que, en vez de recrearse en ellos, no les hubiese aplicado H. T. la misma acerada crítica que utiliza, parece que muy en serio, para demostrar que, en opinión de los nacionales de Avila, su ciudad fue salvada por la intervención personal de Santa Teresa, que bajó a asustar a la columna Mangada. Ignora H. T. que la famosa columna era tan propensa a toda clase de sustos naturales, que no necesitaba para nada los sobrenaturales.

Quizá la aportación más original y más documentada de H. T. esté en el tratamiento que da a las implicaciones internacionales de la guerra. Tampoco estamos aquí de acuerdo con Malagón: no creemos que el propósito consciente de H. T. sea absolver a Inglaterra de sus posibles culpas en el tratamiento del problema español o del problema europeo del momento. Sin embargo, a pesar del acceso directo que H. T. ha tenido a diversos archivos extranjeros, su tratamiento del "european embroilment" no está exento de censura. Todo el asunto está tratado con poca claridad: hay demasiada acumulación de datos y demasiado poco trazado de líneas maestras que hoy ya empiezan a estar claras. No se aprovechan debidamente las obras clave de Allison Peers, Toynbee, Cattell y Bolloten. No hay un estudio sistemático -fácil ya- de la postura de Anthony Eden. Se resalta lo episódico, no la medula política en la actitud del Gobierno frentepopulista francés. No es extraño que la intervención rusa esté tratada balbucientemente, si H. T. ha dejado de ver el tremendo peso del ambiente -ya que no del Partido- comunista en los primeros meses de 1936 en España.


3. Thomas y sus interpretaciones de España.

Hemos aludido a lo difícil que resulta para un extranjero la comprensión de cualquier país, dificultad que se acrecienta cuando el país tiene unas características tan complicadas como el nuestro.

Si empezamos por el marco geográfico y etnográfico, no puede decirse que la protección natural de Gijón sean "las montañas leonesas". Nueva concesión al sensacionalismo: el vértigo que sentían los nacionales al bajar hacia la costa asturiana era nada menos que "un arma de guerra".

En las Islas Canarias hay factorías de elaboración de productos petrolíferos, pero jamás hubo "native supply".

Tampoco es exacto que los alaveses sean mitad navarros, mitad vascos. Pasemos a las instituciones. H. T. muestra una notable incomprensión de la Iglesia católica en general, y de la española en concreto. Su capítulo IV es tan negativo como ingenuo: véase el emocionante cuadro de los niños de las escuelas "rezando la mayor parte del tiempo", para no citar más que el dato más ridículo.

No puede exigirse a H. T. precisión canónica, pero tampoco puede inventarse que "el Papa declaró oficialmente que todos los sacerdotes asesinados eran mártires".

La interpretación que hace H. T. de las ideas sobre justicia social de los teólogos españoles en el Siglo de Oro, "una apariencia precomercial más cercana al escolasticismo que precursora del socialismo", es vacía, aunque no deje de tener mérito ese reconocimiento de la existencia de tales ideas. La apariencia de esas ideas no tiene que ver nada con una situación precomercial; son naturalmente cercanas al escolasticismo -que no es tanto un contenido como un método-, porque sus autores son escolásticos; pero suponen no una simple "anticipación del socialismo", sino, incluso, la base para ese primer experimento serio del socialismo integral que fueron numerosos establecimientos misionales en Sudamérica.

Una institución española que -en parte por culpa nuestra- tiene siempre interpretaciones de pandereta, es la Guardia Civil. H. T. no es excepción en el concierto de tópicos sobre el tema: como única confirmación aduce nada menos que a Ramón Sender.

Al pasar a la historia contemporánea se agudizan los desenfoques interpretativos de H. T. La exposición del problema del campo es superficial y tópica, en contraste con el serio intento de Brenan, a quien se cita. También es muy flojo el tratamiento de la insurrección del 10 de agosto. Luces y sombras alternan en la descripción de las reacciones derechistas durante la República. La contraposición identificadora de anarquistas y carlistas -antes y después de H. T. se ha repetido mucho- tiene un alto porcentaje de incomprensión y sensacionalismo que en ocasiones incide en lo grotesco. A H. T. se le ha escapado por completo el aspecto, al menos estéticamente, fascinante, del descenso carlista desde las montañas navarras, captado incluso por escritores hoy hostiles, como Dionisio Ridruejo.


4. Necesidad del espíritu monográfico en un historiador general.

Dos de las alabanzas más unánimes sobre H. T. recaen sobre su tratamiento de dos temas fundamentales de la guerra civil: el desarrollo de las operaciones militares y el análisis de la intervención comunista, interior y exterior. Por desgracia, no participamos de ese entusiasmo crítico. Un historiador general no puede ser impresionista: su construcción global tiene que cimentarse con un auténtico espíritu monográfico en los temas clave, como son los dos citados. H. T. ha sustituido en ellos la hondura monográfica con la superficialidad intermedia entre el reportaje y el manual de texto. Ya hemos citado ejemplos ocasionales en los dos campos, y ahora nos limitamos a subrayar las líneas generales con casos significativos.

En lo militar se le han escapado por completo las proporciones escénicas de las grandes batallas. Sus movimientos descriptivos, a veces minuciosos, son desangelados: los defectuosos mapas de la edición Penguin no sirven de demasiada ayuda. No puede comprenderse la batalla de Brunete sin una descripción sobria de la fantasmal llanada madrileña surcada de barrancos descolgados del Guadarrama y desesperadamente tendida, en medio del calor brutal de julio, hacia un abanico roto de horizontes y carreteras; en cambio, la valoración de la batalla no está mal concebida y equilibrada, aunque un autor inglés no debería haber omitido la cita, aquí básica, de la opinión militar de Tom Wintringham.

H. T. nombra a la caballería en la batalla del Alfambra y pondera lo fulminante del éxito; pero omite la descripción topográfica global, imprescindible no sólo para captar el fabuloso efecto escénico de "la última carga de la guerra moderna", sino para comprender la decisiva intervención de la artillería de montaña, intervención que H. T. ignora por completo.

El escenario de la batalla del Jarama ha sido descrito magistralmente en algunos relatos e incluso novelas de la guerra, precisamente por autores ingleses. La descripción de H. T. es lejana y fría; se omite la referencia, también esencial, de la intervención de la aviación nacional. Precisamente en esta batalla ganó García Morato -al que H. T. no nombra aquí- su título nobiliario. Los últimos días de Madrid no pueden comprenderse sin un estudio previo del desarrollo de las operaciones militares tan minucioso como el realizado por el Teniente Coronel Martínez Bande, al lado del cual la descripción de H. T. resulta desvaída y casi incongruente. Recomendamos sinceramente a H. T. el estudio exhaustivo de las obras de este experto en las revistas Ejército y Revista de Historia Militar: quizá con ello mejore notablemente su futura edición de SCW.

La intervención comunista en la guerra de España, tanto desde Rusia como mediante la actuación del compacto Partido Comunista Español, orquestado por la extraña comparsa de emisarios extranjeros del Komintern, es un tema apasionante que está muy lejos de quedar esclarecido, a pesar de los serios estudios monográficos de Cattell y Bolloten, entre otras muchas contribuciones de valor variable. Thomas tampoco está excesivamente brillante en este terreno, como ya hemos indicado y vamos a confirmar.

En la página 147 de la edición Penguin se describe la actitud del P. C. En el mes anterior a julio de 1936 como moderada y "próxima a los socialistas de Prieto"; en la página 172 se les señala como posibles instigadores del asesinato de Calvo Sotelo.

He aquí una clara contradicción que entona con el inestable tratamiento de un problema básico: la preparación de una revolución proletaria para el verano de 1936. H. T. había admitido en sus primeras ediciones la autenticidad de los famosos documentos comunistas. En la edición Penguin se confiesa convencido por Southworth de la falsedad de esos documentos. El mismo capítulo en que se hace esta retractación es muy aleccionador. Por una parte se cita al famoso discurso de Largo Caballero, entonces en plena luna de miel con el comunismo, en Cádiz, ante cuyas frases se comprende perfectamente la inmediata afirmación de H. T. de que, para preparar la inmediata dictadura del proletariado "all sorts of plots and plans to achieve this were now prepared".

Thomas, en cambio, admite la autenticidad probable del documento anarquista redactado por Isaac Puente, tan revelador como los discutidos. La conclusión de H. T. que toma el documento de Peirats, es perfecta:

"La importancia de este documento radica en el hecho de que, dos meses después, sus principios fueron realizados en varios miles de poblaciones españolas".

Thomas, lo mismo que muchos tratadistas de este momento histórico, desenfoca por completo la cuestión. Ante la proyectada insurrección frentepopulista, las discusiones sobre autenticidad de panfletos son bizantinas. ¿Como pueden exigirse pruebas documentales después de los miles de paginas de la Prensa extremista de la época, de la que el discurso de Largo Caballero recién citado es sólo una muestra? Los historiadores que en este momento sufren tan curioso ataque de documentalismo se vuelven deliberadamente de espaldas al ambiente real de esos meses increíbles. El levantamiento extremista estaba en todas las miradas y en todas las esquinas. Era una auténtica certeza comunitaria. No necesitaba ningún documento, como no lo ha necesitado ninguna convulsión histórica. El análisis de este ambiente, fácilmente accesible por testimonios directos orales y escritos, es una tarea inexcusable del historiador de los orígenes de nuestra guerra. El mismo Thomas, aunque casi inconscientemente, lo ha vislumbrado, como acabamos de ver por sus citas.

Dos temas importantes más, que deberían haber sido tratados con seriedad monográfica y quedan desfigurados por la más superficial de las negligencias: H. T. quizá conozca sólo a la masonería a través de las manifestaciones inglesas de la secta: esa sería su única -y discutible- justificación al afirmar, hablando de España, que "el papel político de los masones no puede ser considerado de importancia".

Todo el tratamiento de H. T. acerca de los antecedentes de la guerra adolece de una falta de perspectiva que sólo puede compararse con su casi absoluta ignorancia de la sociología política española, tanto general como de grupos. Otro ejemplo que, como siempre, es un simple símbolo: la sublevación republicana de Cuatro Vientos fue un pronunciamiento romántico, mucho más próximo a la farsa que a la política. Así lo ha visto -y reflejado magistralmente- uno de sus medio involuntarios autores: Ignacio Hidalgo de Cisneros. Nos imaginamos el desconcierto del estos días fallecido jefe de la Aviación republicana cuando oyera decir a Thomas que Ramón Franco tuvo que ser convencido a duras penas de que no arrojase bombas sobre Palacio, cuando, en realidad, él mismo, que no estaba decidido a lanzarlas, se invento la noble excusa de los niños para evitarlo...


5. Hugh Thomas y la España nacional.

Sin embargo, el fallo más importante del novel historiador británico está en su casi absoluta incomprensión de la España nacional, a la que, con todo, se asoma una y otra vez con curiosidad casi hambrienta.

Su casi permanente defecto en no cuadrar sintéticamente los materiales heterogéneos de que dispone le lleva a un juicio peyorativo e infundado de la capacidad militar del Generalísimo, cuya dirección táctica y estratégica de la guerra sólo puede ser valorada por un experto, nivel que, como hemos visto, Thomas dista mucho de alcanzar en el terreno militar. En cambio, rinde noblemente tributo a la capacidad diplomática y política de Franco.

El entusiasmo casi místico que unificó hasta lo increíble el esfuerzo de guerra de la España nacional se interpreta fríamente como "entusiasmo burgués". Las páginas 615, 616 y 617 de la edición Penguin son una muestra típica del combinado de aciertos y despropósitos con que Thomas describe los difíciles ambientes de la guerra española. Afirma, por ejemplo, que los movimientos juveniles del Requeté y la Falange no se fusionaron nunca, cuando lo hicieron al día siguiente del Decreto de Unificación; en cambio, su descripción de la estabilidad económica, de la normalidad ciudadana y del empuje industrial de la zona está perfectamente logrado. Esto no le impide afirmar que los falangistas tenían obligación de comulgar, que la carta colectiva de los obispos españoles fue nada menos que la "consecuencia teológica de la caída de Bilbao", ciudad, por cierto, en la que la multitud que acudió a recibir a los nacionales fue de "doscientas personas". Invitamos a H. T. a que consulte cualquier archivo fotográfico de la guerra de España para que él mismo decida el múltiplo real de esa cifra.

La habitual concesión al tópico de interpretar el famoso "viva la muerte" como un grito necrófilo (4) contrasta con la admiración de Thomas por la unanimidad nacional para el esfuerzo de guerra; por eso se nos hace más difícil comprender la burda descripción del ambiente de la España nacional en el capítulo XIX, si bien nos tranquiliza (y nos preocupa a la vez) la confesión que hace Thomas sobre sus fuentes para este capítulo: "For the above and the following see Bahamonde, Ruiz Vilaplana, Bernanos, passim", citas que no son nunca contrapesadas significativamente ni por la utilización decisiva de autores nacionales ni por el recurso a interpretaciones nacionales de la zona roja, a pesar de que Thomas conoce, por ejemplo, la obra de Diego Sevilla Andrés, citada en su bibliografía. Resulta evidente, sin embargo, que el historiador va siendo lentamente conquistado por el espíritu y la realidad de la España nacional; lo evidencia, por ejemplo, el tardío, aunque exacto, reconocimiento de la importancia de la Aviación nacional en la guerra, después de que su actividad fundamental había sido sistemáticamente ignorada. Lo mismo sucede con el entusiasmo popular: los "doscientos" simpatizantes de Bilbao se convierten en "muchedumbres que gritan ¡han pasado!".

Un momento político tan importante como el de la transferencia de poderes al General Franco es desvirtuado por H. T. con una burda crónica negra, incluso con alusiones históricas de terrible mal gusto.

El esfuerzo de guerra de la España nacional, que globalmente hemos visto reconocido por H. T., tuvo aspectos para él desconocidos. Las columnas de África no llegaban a los 5.000 hombres cuando avistaron Madrid: para Thomas eran "solamente 20.000". El círculo íntimo de los colaboradores del Generalísimo en la guerra, modelo de simplicidad y eficacia, es deformado por Thomas hasta convertirse en un enjambre de eclesiásticos rodeados de lejos por falangistas envidiosos.

La cifra de veinte mil agrada a Thomas: los voluntarios portugueses, que nunca llegaron a nutrir una bandera de 700 hombres, son también veinte mil.

El tratamiento dado por Thomas a la España republicana tampoco es demasiado feliz, a pesar de que, en este caso, la opinión del historiador no está deformada por la antipatía. En vez de acumular nuestras fichas, preferimos dejar el análisis a la crítica de Salvador de Madariaga, a la que después nos referiremos:

"Pero dado que Mr. Thomas ha escrito indudablemente un libro que ofrece permanecer como tratado clásico sobre el tema durante muchos años, resulta más aún imperativo que hubiera intentado corregir las considerables manchas de su gran realización.

Las faltas menos importantes entre ellas consisten en errores de pronunciación de nombres españoles. Hay mayor número de ellos de lo que se podía haber esperado de tan excelente obra, y no pueden adjudicarse a meros errores de imprenta, pues se repiten en diversas ocasiones. Macía, por Maciá, es un ejemplo que, claro está, lleva consigo diferencias en pronunciación. Quiero añadir la forma especial en que Mr. Thomas emplea la palabra "separatista"; con una libertad que la mayoría de los así descritos no hubieran apreciado.

La segunda serie de errores es más sustancial, ya que se refiere a hechos. Así ocurre con el pie de la fotografía de la página 262, referente al establecimiento de relaciones diplomáticas con Rusia, que está mal de arriba a abajo. La nota de la página 270 sobre López Oliván acerca del Embajador de la República en Londres no está conforme con los hechos.

Finalmente, no hay duda con respecto a su honradez y objetividad, pero quizá Mr. Thomas haya puesto mucha confianza en uno o dos testigos vivos, cuya objetividad quizá no sea igual a la suya; y de resultas de esta confianza mal situada, las acciones, tareas y caracteres de cierto número de actores de la "tragedia española", se encuentran desenfocados. Negrín se beneficia; Casares Quiroga, Largo Caballero, Azaña, Casado y sobre todos Besteiro, el más noble de todos ellos, no están presentados en sus verdaderos colores.

Pero aún, debido a esta confianza mal otorgada a fuentes comunistas o filocomunistas, cierto número de sucesos no están plenamente tratados, como deberían haberlo estado. La primera campaña planeada contra los rebeldes en Extremadura, está presentada como escenario desfavorable con mucho relieve dado a opiniones de los comunistas, que la sabotearon; y el plan de Rojo contra Motril, que en opinión de algunos testigos difícilmente eliminables, pudiera haber salvado a Cataluña y fue vetado por los comunistas, está sencillamente mencionado de forma ligera, mostrando de nuevo la forma comunista de ver las cosas. Nada se dice tampoco sobre las detalladas y concretas acusaciones de Gorkin, de acuerdo con las cuales el frente de Cataluña cedió por las posiciones comunistas bajo órdenes de Moscú, a pesar de que se habla mucho de fallos anarquistas en momentos semejantes. La forma de tratar Mr. Thomas las negociaciones financieras de Negrín con el partido comunista francés es incongruente; se hubiera podido decir mucho sobre este aspecto de las cosas, y esta consideración de Negrín pudiera haber resultado acorde como consecuencia.

Estas son manchas que, una cuidadosa revisión de texto, podría eliminar. Es completamente natural que se hayan producido, porque el tema en sí difícil, apto para la confusión por la complejidad de los hechos, la multiplicidad de sus informaciones laterales y tanto por la falta como por la superabundancia de fuentes. La forma en que Mr. Thomas ha vencido todos estos obstáculos, le acreditan como historiador. Su labor necesita muy pequeña tarea ordenadora para hacerle llegar a las más altas normas de la exactitud histórica."

(vienen aquí recensiones diversas que, creemos, no hacen más que alargar inútilmente esta crítica. Lo mismo pasa con las Notas que, en su inmensa mayoría, se refieren a páginas o de la edición inglesa o de la edición en español. Reproducimos sin embargo las que nos parece aportan algo al comentario)


7. Conclusión.

Se ha dicho que, a pesar del interés de los mejores escritores contemporáneos sobre la guerra de España, el hecho de que Hugh Thomas sea, hoy por hoy, su historiador clásico, dice muy poco sobre la consistencia y el valor científico del conjunto de las historias. Compartimos en gran medida esta opinión. También se compara frecuentemente la obra de Thomas con un gran fresco sobre la guerra. Es posible: pero se trata de una pintura impresionista, con un valor desde luego más pictórico que histórico, algo así como, dentro de la pintura sin metáforas, sucede con los brochazos picassianos sobre Guernica.

Al terminar esta crítica no tememos arriesgar una profecía que por otra parte esperamos haber dejado bien fundada: el libro de Thomas es hoy una obra de referencia porque acierta a hilvanar -mal- las piezas de un puzzle que pocos entienden; poco a poco pasará por la etapa intermedia del "que sais-je" hasta que las monografías serias que ahora alborean -y no estamos hablando ni de Roux ni de Jackson, por desgracia-, empiecen a fundamentar síntesis responsables. Entonces "The Spanish Civil War" quedará en el estante de las anécdotas atrevidas, como le ha sucedido ya a su predecesor sobre la guerra de España en la serie de los Penguin Special: el otrora famoso y hoy polvoriento "Searchlight on Spain" de Su Gracia la Duquesa de Atholl. M. P.


NOTAS

1. St. Payne, Falange, Stanford Univ. Press, 1961

2. El libro de Florindo de Miguel, Un cura en zona roja aparece en la edición de Ruedo Ibérico (p. 547) como "Florimundo de Miguel, Una cuña en zona roja. Es más bien una cuña en la bibliografía de Thomas, a la que por lo demás podrían hacerse muy serios reparos. Frente a deslices bibliográficos como el citado, que evidencian, no una simple errata, sino un falseamiento de la base bibliográfica, ¿qué pensar de la pretenciosa frase del autor: "Tampoco es esta una lista completa de todos los libros que he consultado" (p. 529)? Es evidente: la lista incluye, al menos, uno que Thomas no ha consultado. H. R. Southworth ha corrido el celo sobre esta "gaffe" en su revisión de la edición Penguin: sin duda para que no pueda aplicarse al texto de Thomas la "regla de Southworth": una errata grave en la bibliografía equivale a una restricción de crédito histórico.

3. La misma editorial que ha publicado la edición española de "The Spanish Civil War", tiene en sus fondos el "Diario de la guerra de España", de M. Koltsov, en el que, con insistencia trágica aporta una y otra vez la prueba de su crimen y del crimen del Gobierno republicano.

3. No es extraño que H. T. no comprenda el "Viva la muerte" si tampoco lo comprende Madariaga. Pero un historiador debería conocer el testimonio de Kazantzakis y, sobre todo, el de Pemán, presente en el famoso acto de Salamanca. Es igualmente inadmisible y poco delicado el error de atribuir a Millán Astray aún más mutilaciones de las que sufría.


In Boletín de Orientación Bibliográfica número 37-38, enero-febrero de 1966, pp. 9-19