Herbert Rutledge Southworth - La destrucción de Guernica

Pierre Vilar

Presentación


Valores de una vuelta ingenua a la crítica concreta

Cuando preguntan (y es algo que ocurre cada vez con más frecuencia) no tanto cómo se escribe la historia que cómo se pretende hacer historia (1), me entran ganas de responder, un poco por divertirme, pero con la esperanza de aclarar: después de todo, ¿hay tanta diferencia entre hacer historia y hacer pintura? La historia tiene sus clásicos y sus barrocos, sus impresionistas y sus abstractos, sus cubistas y sus fauves, sus pompiers y sus pintores de cámara, sus pintores de domingo y sus hombres de taller. Y en historia como en pintura, sólo el talento distingue a aquellos que en unos trazos revelan un mundo de aquellos que jamás revelarán nada. Pero existen los temperamentos, las formaciones y los hombres. En el umbral de una obra de Herbert Southworth, si quiero decir por qué me encanta su manera de historiador, ¿cómo hacerme entender mejor que evocando a los pintores que llaman naifs?

No se me interprete mal. Se trata, a mis ojos, del mayor de los elogios. Sin la menor sombra de esnobismo, antes de que fuese una moda, no sólo he amado, he admirado a los pintores naifs, por el papel purificador que han jugado en el embrollo moderno. Hablo, desde luego, de los verdaderos naifs, aquellos cuyas pinceladas son todas sinceridad, cuyos retoques son escrúpulo, cuya insistencia necesidad; las apariencias de duda, búsqueda de la certeza.

Se me dirá, ya lo sé, que esta búsqueda es una quimera, y que la historia es construcción, igual que ningún cuadro es fotografía. Pero toda búsqueda apasionada de una verdad concreta hace surgir, justamente, la crítica espontánea de las falsas construcciones como falsos colores, de las composiciones pintadas con truco como puestas de sol de tarjeta postal. El verdadero naíf no ha tenido nunca la ambición de ir directamente a lo real. Por contra, parte de las imágenes que los malos pintores y los malos fotógrafos han impuesto a lo vulgar, y, porque no acepta esas imágenes, se acerca -y nos acerca- a la inaccesible verdad. Así hace Southworth con respecto al acontecimiento, procediendo a la crítica de su imagen.

La vuelta del acontecimiento

¡El acontecimiento! Se ha hablado muy mal de él. Y yo no reniego en nada mi adhesión a la crítica eficaz, antigua ya de tres cuartos de siglo, alzada contra una historia reducida al acontecimiento, tal como la había concebido el positivismo.

Pero -paradoja desvelada recientemente por Pierre Nora (2) -el tiempo de esa crítica ha coincidido, por el acceso a la información de masas crecientes, con una metamorfosis del acontecimiento, con una dimensión nueva del acontecimiento, capaz de volverse monstruoso. Y ello sin esperar a la fascinación del televisor, sencillamente desde que la prensa pudo tocar, de inmediato y de manera consciente, al pobre antiguo rebato de la noticia contante y sonante. Pues inmediatamente, con respecto a cada acontecimiento, se ha planteado el problema político de si hay que ocultarlo a hacerlo resonar.

Me asombra el poder aquí, para hacer la recensión de los temas del Gernika de Southworth, recoger casi palabra por palabra la enumeración de Nora a propósito del caso Dreyfus: rumores iniciales, explotación del silencio, parálisis insistente de la información oficial, compromisos adivinados en las esferas del poder, grandes principios afrentados, dicotomía del mundo en buenos y malos, suspenso alimentado por falsos documentos y confidencias en cadena, llamada a la opinión mediante carta abierta y manifiestos, función mediadora de los intelectuales entre la masa y el acontecimiento.

En este sentido, la obra de Southworth, que una mirada distraída podría confundir con una clásica crítica del testimonio, aparecerá sin duda, en una futura historia de la historiografía, como una de las primeras, y de las mejores, respuestas a la lúcida llamada de Pierre Nora:

Hoy, cuando toda la historiografía ha conquistado su modernidad sobre la desaparición del acontecimiento, la negación de su importancia y su disolución, nos vuelve el acontecimiento -otro acontecimiento- y con él, quizás, la posibilidad misma de una historia puramente contemporánea (3).

Estamos, con Southworth, en plena contemporaneidad. Aún no han pasado 40 años desde que fue destruida Guernica. 6 000 personas al menos, 10 000 quizás, sufrieron esa destrucción en su propia carne, en sus bienes, en cualquier caso en varias horas de angustia. Y sin embargo, todavía en las universidades de los Estados Unidos se pone hoy en duda la evidencia, porque una oficina de prensa de estado mayor, la tarde del 27 de abril de 1937, con 24 horas de retraso, y confundiendo las fechas, se atrevió a desmentir el acontecimiento. No se trata de que el acontecimiento se convierta en problema (un problema de crítica), sino de que el problema sustituye al acontecimiento: ¿Por qué, cómo, a partir de un hecho local, pero ampliamente vivido, vemos constituirse, hincharse, deshincharse, deformarse y renacer, dos imágenes contradictorias, defendidas con pasión en el mundo entero? Porque hay acontecimientos-símbolos.

Aparición del acontecimiento-símbolo

Acontecimiento-símbolo: así aparece, desde el primer día, la destrucción de Guernica, por el simple hecho de un eco inesperado.

Pues Durango había sufrido antes de Guernica. Había habido pueblos arrasados. Y se había protestado, contado los muertos. Y el mundo apenas si se había conmovido. Nadie había pensado en negar. Y, después de Guernica, los representantes de Alemania, de Italia y de Portugal en el Comité de No Intervención proclamaron sin la menor dificultad, e hicieron proclamar a sus compañeros, que el bombardeo de las ciudades abiertas, por lamentable que resultara, no era la primera atrocidad de nueve meses de guerra. Pero lo que no dijeron, y no podían decir, es por qué habían exigido (y cómo habían podido conseguirlo) que no se pronunciase nunca la palabra Guernica, excepto en una ocasión, no sólo en la moción votada, sino tampoco en la propia discusión. Southworth narra con todo detalle ese asombroso episodio de historia diplomática (4). En unos días, el nombre de Guernica quemaba más que las llamas de su incendio.

Y ése es el primer rasgo del acontecimiento-símbolo. Si implica grandes responsabilidades humanas, y una vez desencadenada la controversia por abajo, lo inconfesable, arriba, ya no puede confesarse, ni la confesión puede exigirse sin una ruptura dramática. La inquietud, a partir de entonces, no halla otra salida que el cinismo; y la prudencia, la cobardía.¿Podía un comité de no intervención nombrar un lugar atacado por los alemanes y parcialmente ocupado por los Flechas Negras? Este preludio de Munich, visto desde el lado del poder, aterra por su sencillez.

Es menos sencillo establecer cómo se había pasado de las intenciones al acontecimiento, del acontecimiento a la información, de la información a los mitos y a los silencios. Por ese laberinto, donde no faltan ni las construcciones lógicas de la imaginación colectiva ni los puntos luminosos ni los pasillos sin salida, se ofrece Herbert Southworth a guiarnos. No nos oculta ninguna zona de duda, ningún hueco de la documentación, ningún lugar donde la hipótesis reemplace a la certeza. No fustiga más que las proposiciones construidas contra la evidencia, al servicio de la mentira inicial que, esta vez, no se puede negar.

El problema difícil reside en los orígenes del acontecimiento: intenciones, decisiones, lugares donde se elaboraron. Charles Morazé mostró en una ocasión cómo toda prueba material de una decisión tiene tantas más posibilidades de ser sustraída de los archivos cuanto más importante sea su significación política. ¿Cómo iba a ocurrir de diferente manera con las decisiones militares? ¿Podemos imaginarnos a un mando que conserve una instrucción cuya existencia niega, dirigida a un cuerpo que se supone que no existe? Es cierto que pronto se dejó de negar el bombardeo y que se minimizó encontrándole una justificación táctica. La orden, a partir de entonces, ya podía exhibirse. Sólo se han mostrado informes postfabricados (5). La búsqueda del documento objetivo, en el origen del acontecimiento, es muy a menudo ilusoria.

Southworth no propone, pues, sobre ese punto, más que conjeturas. Razonables y en manera alguna favorables a las versiones dramatizadas. Mola, para apresurar la caída de Bilbao, y para evitar que el enemigo no hiciese de él otro Madrid, necesitaba (su campaña lo prueba y él blandía la amenaza) bombardeos intensivos de las comunicaciones vascas. Su instrumento era la Legión Cóndor. Esta le estaba subordinada, y por lo tanto él era su responsable. Técnicamente, era autónoma. ¿Medía Mola su capacidad de destrucción? ¿La conocía la propia Legión? A decir verdad, la experimentaba. Entregándose, contra Guernica, a un bombardeo de más de tres horas, alternando bombas explosivas, bombas incendiarias y ametrallamientos contra el terreno, no destruía, en las cercanías de la ciudad, ni el puente ni la fábrica de municiones: detalle incómodo para la justificación táctica. Y dejó intacta la Casa de Juntas y el árbol de Guernica: detalle incómodo para la versión simbólica, sobre todo para aquella que querría hacer del incendio una provocación montada desde tierra (desde el aire, uno se puede equivocar).

Así -otra lección para el historiador- el acontecimiento concreto no se pliega ni a la lógica de las intenciones confesadas ni a la de las intenciones atribuidas. El acontecimiento no ilumina por sí mismo el proyecto que utiliza.

Basta, en cambio, con que sea lo bastante grande, y toque puntos suficientemente sensibles para que, repercutido por la información de masas, desencadene el efecto sicológico a un nivel imprevisto (acordémonos de Charonne). Los responsables tienen entonces que negar, tergiversar, invertir los papeles. Con respecto a Guernica, aún se esfuerzan en hacerlo. Pero, finalmente, para que en 1937 surgiese la oleada de indignación, y para que pudiese crearse en contra de ella el equívoco, fue preciso que el acontecimiento adquiriese una amplitud que le sobrepasara, por su sentido en las estructuras de grupo y las estructuras de clase, en su cobertura ideológica, y en la terrible coyuntura de aquella primavera. Y es posible incluso, desde entonces, medir la continuidad de los conflictos, y su intensidad variable, en las suavizaciones y momentos sucesivos de rigidez de la versión franquista del hecho de Guernica. Uno de los grandes méritos de Herbert Southworth será el haber abordado este tema: las relaciones, ante nosotros, entre una historia oficial y un drama político, entre la renacida agudeza del problema vasco y la mala conciencia conservada de un acontecimiento.

Guernica: complejidad del símbolo y lógica de las imágenes

Pero el hecho de Guernica sobrepasa a España. Atentado contra un eminente lugar nacional, es también, a nivel mundial, revelación de un peligro. Es a la vez Reims y Hiroshima. Ambos símbolos se completan sin confundirse.

Guernica: ciudad sagrada de los vascos, dice la Guía Azul. La palabra sagrada puede sorprender; no es impropia cuando se trata de una comunidad que está anclada en lo inmemorial y que aún siente lo religioso. La palabra sagrado aparece en el Gernikako arbola, himno de filiación carlista, pero que todo vasco ha tarareado y que se ha impuesto popularmente. Desde luego, hay gran distancia de las libertades juradas bajo el árbol de Guernica por los señores de Vizcaya a la libertad nacional en el sentido moderno de las palabras; no obstante, el simbolismo de Guernica, precisamente porque fue revivificado por el siglo XIX, ha participado de su ideología; y la pareja comunidad-libertad ha conservado su carga afectiva; la prueba de ello es que en 1970 aún se muere en nombre suyo: Euskadi ta Askatasuna. En una guerra conducida en nombre de las libertades vascas, la palabra Gernika tocaba pues a lo más profundo. Haber tachado de hipocresía, sospechado de teatralización, a las lágrimas de quienes dijeron a los periodistas Guernica está ardiendo, o el tono religioso del presidente Aguirre al apelar a la conciencia del mundo, resulta más absurdo que desagradable. Sobre los vascos, la operación Guernica tuvo un efecto doloroso y contradictorio; quebró su moral al mismo tiempo que les comprometía hasta el fin.

¿Se buscaba tal efecto? ¿Se podía acusar, como lo hizo Aguirre, a los alemanes al servicio de los españoles rebeldes de haber querido, a través de su santuario, alcanzar al alma vasca en tanto que tal? Es difícil imaginárselos distinguiendo por sí mismos el significado de este objetivo, o recibiendo, con toda claridad, instrucciones al respecto. ¿Que, empero, se pudo creer que el atentado era deliberado? Todo lo indicaba: el vocabulario y la práctica terrorista de los generales, el unitarismo apasionado de su doctrina, la denuncia del separatismo por la Falange como pecado imperdonable. El acontecimiento parecía responder demasiado a un odio público como para que la verosimilitud estuviese del lado del crimen, y no del accidente.

Así, no podía bastarle al gobierno franquista, ante un bombardeo cuyas dimensiones conmovieron al mundo, y cuyo objetivo podía herir al sector carlista de sus partidarios (se hizo todo lo posible para que ese sector reasumiera el símbolo) (6), con pronunciar su yo no lo quise. Prefirió decir: no lo he hecho. Pero, en su justificación, se equivocó en 24 horas. En su campo, su credibilidad apenas disminuyó por eso. Una lección más: una adhesión existencial tiene necesidad de coherencia; los rojos habían prendido fuego en su retirada a Irún, Eibar (e incluso a Moscú, en 1812; se utilizó este argumento); por lo tanto, habían prendido fuego a Guernica. Los que no deseaban indignarse -embajadas, ministerios, prensa moderada- se apresuraron, en el extranjero, a conceder el beneficio de la duda. Los más preocupados por probarlo, por demostrarlo, fueron los círculos católicos anglosajones, a los que Southworth dedica una atención bien merecida. Molestos por el acontecimiento, discriminan a los hombres: buenos contra malos. Dios contra el Diablo. ¿Pero quién está más cerca de Dios que el pueblo vasco? Aparece una quiebra en la lógica del mito. ¿Cómo creer que entre el enemigo de Dios hay víctimas que rezan, sacerdotes que bendicen, o incluso que el canónigo Onaindía, testigo que clama su angustia, es verdaderamente canónigo? El ensañamiento en desmentir, en descalificar a los testigos, asombra por su violencia. Por arriba, la campaña es organizada; por abajo, la sinceridad probable; un soldado de 1914 puede ignorar de buena fe una técnica aérea nueva, un buen sacerdote juzgar impensable que a los aviadores les guste ametrallar a los fugitivos y a los rebaños de corderos. Piensan con su bando. Y no han vivido aún 1940.

Los que lo han vivido saben a qué atenerse. Yo me retiré de Villers-en-Argonne, que ardía tras un bombardeo incendiario. ¡ No fui yo el que lo incendió! Y un español de un regimiento de trabajadores, que venía del frente, me dijo: Ahora os toca a vosotros. De esta prefiguración del gran conflicto por el conflicto español, fue Guernica lo que desencadenó la toma de conciencia. Masiva en Inglaterra, menor en Francia, y Southworth explica por qué: en Francia, información bloqueada voluntariamente, en Inglaterra, interés tradicional por Bilbao, con una red periodística más densa. Añadamos: atención fijada menos en el suelo que en el cielo; desde el 28 de abril, lúcidamente, la prensa inglesa profetizó Coventry.

Es cierto que la lógica política supera enseguida a la información concreta: Prieto, Péri, Pertinax, los laboristas ingleses designan a un responsable: Goering. Verdad simplificada. Pero ese esquema sirve hoy en día para absolver al mando franquista. Es un modo erróneo de plantear el problema. Southworth muestra que nada apoya la hipótesis de una orden de Berlín. Goering, en Nurenberg, al parecer había dicho a unos encuestadores oficiosos (en el proceso público no se planteará la cuestión): ¿Guernica? ¡Teníamos que llevar a cabo nuestras experimentaciones! Eso sólo confirma una evidencia: la Legión Cóndor estaba experimentando. No lo olvidemos: bajo órdenes españolas, en una guerra civil. El aspecto accidental resulta de la intensidad del bombardeo, de la violencia del incendio, del hecho de que sólo fuese alcanzada la ciudad habitada, y no el objetivo militar ni el lugar simbólico. ¿Que hubo descontento, reproches? Es probable. ¿Escenas violentas, sanciones? Han sido imaginadas, más que constatadas. Pero tenemos los telegramas que ponen a punto la versión común que hay que sostener, y la negativa a una encuesta internacional. Las palabras finales son quizás las que dice Jaime del Burgo: ¡Nos han hecho un flaco servicio! ¡Pero, a fin de cuentas, un servicio que se había solicitado!

Hay, pues, algo de artificio (o de cálculo) al oponer, como se ha hecho recientemente, dos mitologías de Guernica, una basada en una visión idílica, convencional, de la ciudad vasca, y en una exageración de la catástrofe, otra sobre una mentira concebida apresuradamente, a causa de la propia inocencia de los responsables. Existen mitos, ciertamente, por ambas partes, en el sentido de que prevalece, en los dos bandos, una lógica existencial. ¿Pero resulta indiferente que una de las imágenes esté construida sobre una mentira consciente, y la otra sobre una realidad, percibida como símbolo y como síntoma: símbolo del pueblo vasco destrozado, síntoma de una enfermedad que dará Coventry y Dresde, Hiroshima y Hanoi? Es de buen tono, desde hace algún tiempo, quebrar el discurso y desmitificar las dos memorias dejadas por el conflicto español. Sin Picasso, dicen algunos, Guernica no sería Guernica. Pero Picasso respondió por adelantado. ¿Es usted el que ha hecho Guernica? le pregunta un oficial alemán. No, han sido ustedes. La frase, según Vicente Talón, forma también parte del mito. Poco importa su autenticidad. Demixtifica la desmitificación.

Porque existen numerosas formas de tratar un mito. Una consiste en construir otro nuevo. Otras no se interesan más que por el hecho sicosociológico, es decir, la aceptación del mito como señal de pertenencia a un grupo, a una clase, que segregan una ideología. Y puede que sea esencial para el historiador. Pero éste no puede ignorar, en el nacimiento de esta aceptación, las sugerencias, las proposiciones iniciales. H. Southworth se ha especializado en buscar, con respecto a los episodios más discutidos de la cruzada franquista, la organización de los silencios y de los desmentidos, de las afirmaciones, de las transmisiones, de las repeticiones, que imponen dudas y negaciones, creencias y certezas. Ha llevado el problema del mito al terreno de la información, de la información dirigida, de la desinformación.

La información: mecanismos y misterios

H. Southworth concede una importancia primordial a la primera noticia, a la primera manera de presentarse del acontecimiento, o de la afirmación imaginaria; luego sigue paso a paso, en el orden cronológico estricto, la transmisión, los desmentidos, las deformaciones, los círculos alcanzados por cada una de las formas de la noticia. Crítica clásica, pero rara vez llevada tan lejos como en Guernika. La comparación hace aparecer la debilidad del tratamiento de los mismos datos en otros trabajos. Sorprendido al principio, el lector descubre rápidamente que si Franco y Mola, Goering o Sperrle no pueden ser olvidados en el origen del drama, un Bolín, un Steer, un Onaindía, un Botto, son personajes históricos tan importantes como aquéllos, pues de ellos dependió la repercusión del acontecimiento, es decir su nueva dimensión.

Si el problema planteado es sobre todo el de esta repercusión, ¿no resulta esencial saber, para aclarar ese problema, que Bolín, autor del absurdo desmentido, estaba unido a Franco antes de la insurrección; que Steer, reportero apasionado y aventurero, tenía en cambio plena confianza por parte del Times; que el canónigo Onaindía no fue escuchado más que por círculos franceses restringidos; que Botto, que obtuvo la difusión por Havas del desmentido de Bolín, era un personaje venal, que acabó en Radio París despreciado por todo el mundo; o también que el capitán Aguilera, que guiaba, en el frente franquista, a los periodistas extranjeros, se lamentaba ante ellos de que hubiese pasado ya la época en que la peste podía diezmar, gracias a la ausencia de alcantarillados, a un pueblo cada vez más numeroso? Ese mundo de la información merece pues ser revelado, puesto que se ha convertido en un gran agente histórico.

Las relaciones entre información y poder no son menos importantes. Southworth muestra cómo el ministerio francés de Asuntos exteriores controlaba, mediante la agencia Havas, la filtración de las noticias, pero también cómo esa filtración, en el mismo interior de la agencia, se hacía según los deseos de tal o tal otro manipulador. Y queda el hecho de que se observó, en altos funcionarios y en el mismo Yvon Delbos, el alivio sentido cuando el despacho de Havas hizo dudar de la versión inglesa de Guernica. Y ello a pesar de la acogida triunfal que reservó Berlín al despacho.

Deberíamos preguntarnos, empero, si los ministerios sólo tenían como informadores a las agencias de prensa. Pero el embajador francés, el embajador británico, los dos apasionadamente franquistas, según su propia confesión, residían en Hendaya, ¡y se informaban en Irún! Sir Anthony Eden, no tan tajante en sus preferencias, poseía el informe Stevenson, del consulado de Bilbao, que no dejaba ninguna duda en cuanto a Guernica. Lo guardó en un cajón, por miedo a dar rienda suelta a la oposición laborista, y comprometer la no intervención. Eso también hay que saberlo.

Finalmente, en cuanto a la utilización actual de los archivos, resulta a la vez desolador y divertido saber por Southworth que los archivos franceses guardan celosamente el secreto de la documentación del Comité de No Intervención, que cualquiera puede consultar en Londres, o que un servicio histórico español anunciaba recientemente como revelación sensacional la existencia de un informe inédito sobre Guernica... publicado en inglés en 1937. Es verdad que no se habían atrevido nunca a imprimirlo en español. Para no ver sus contradicciones había que ser un buen partidario católico inglés o americano, sólidamente enraizado en su visión de España. Southworth lo sabía desde hace mucho.

Southworth o la objetividad apasionada

Southworth, con su Gernika va a hacer encolerizarse a muchos. Ya, aquéllos a quienes no trata con circunspección, le han denunciado a menudo como propagandista anti-español. Pocos extranjeros, sin embargo habrán amado a España tanto como él. Simplemente, cree que la mejor manera de amar a un país es intentar comprenderlo en su historia.

¿Es posible ser objetivo en una historia muy contemporánea? Hace ya mucho que he expresado mi opinión a ese respecto. El historiador está por entero en su obra; y toda su época está presente en él. Las diferencias residen en las actitudes. Hay la actitud falta de honradez: llamarse objetivo, cuando uno se sabe partidario. Existe la actitud ciega: creerse objetivo cuando se es partidario. Se da la actitud clara: decir cuál es su elección, pero creer firmemente que un sólido análisis es la mejor manera de confirmarla. Resulta peyorativo decir que una obra de historia es un alegato. Ahora bien, el buen alegato de un buen abogado, y por una buena causa, puede ser un modelo para el historiador.

Pero Southworth, con un estilo muy personal, ha adoptado una solución que al mismo tiempo le garantiza y le expone. Se ha guardado de ser un propagandista. Ha escogido ser un polemista, lo que frecuentemente encuentra menos indulgencia. No ha ocultado nunca su bando, el de la España republicana. No se ha dado como tarea defenderla o exaltarla. Ha atacado las tesis de sus enemigos. No las tesis ideológicas, que conoce y cuyas bases comprende. Las afirmaciones de hecho, las presentaciones de los acontecimientos, los silencios organizados, las deformaciones sistemáticas. Si se rebela, si se apasiona, no es contra la ceguera partidista, sino contra la mentira que la nutre. Southworth cree en las virtudes de la información, pero conoce sus trampas. Y, cuando han pasado treinta o cuarenta años, no admite que se haga pasar por historia un arreglo entre semi-verdades y semi-mentiras.

No es, además, un historiador aficionado, historiador de domingo. Empezó en el templo mundial de la bibliografía, en la biblioteca del Congreso de Washington. Y ha seguido siendo, por vocación, coleccionista y bibliógrafo. Ha reunido una de las mayores colecciones privadas de documentos sobre el conflicto español, en la actualidad en la Universidad de California (La Jolla, San Diego). Tiene una experiencia práctica de los medios de la información periodística, lo que les falta a la mayoría de los historiadores. De todo ello resulta una obra cuyo origen es bibliográfico y crítico y que ahora desemboca en una visión nueva del acontecimiento tal como lo transforma la información, es decir en la gran historia.

Quisiera terminar esta presentación diciendo por qué he apreciado especialmente el trabajo de Herbert Southworth sobre Guernica, y por qué he deseado para él una sanción universitaria.

En el Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Moscú, en 1970, oí (en un autocar de excursionistas, ciertamente, no en sesión pública) cómo un universitario español proclamaba en voz alta, para que lo oyesen todos, que investigaciones recientes de historiadores, en particular en América, establecían por fin de forma definitiva que Guernica había sido quemada por los dinamiteros rojos, por los milicianos que huían.

Confieso que en 1939 yo había creído esa versión limitada a las obras de Bardèche y Brasillach. En lo cual me equivocaba. Me encerraba en mi campo. Ignoraba el poder del desmentido sobre todos aquéllos a quienes un acontecimiento entorpece la visión que quieren tener de las cosas. Y héteme aquí que en 1970, y en una reunión de historiadores, me hallaba ante otra forma de terrorismo informativo: las últimas investigaciones prueban... Me prometí a mí mismo informarme.

No me habría atrevido nunca a pensar que iba a encontrarme tan pronto ante un análisis exhaustivo, irrefutable, del fenómeno acontecimiento-información, que nos lleva, a propósito de Guernica, desde el primer despacho de Steer al último libro de Talón y al redescubrimiento de Bolín por Mr. Jeffrey Hart, del Dartmouth College. Ahora sé que, sobre cualquier hecho español, hay dos memorias. Lo que no quiere decir que la mentira tenga tanto peso como la verdad.


Notas

1. Así, la obra Colectiva Faire de l'histoire (Gallimard, 3 vol., 1974), parece responder al Comment on écrit l'histoire de Paul Veyne (Seuil, 1971). Pero no opone a una concepción evidentemente superada más que una solución consistente en un estallido, un desmigajamiento que deja sin definir el concepto de historia.

2. Faire de l'histoire (op. cit.. I, p. 210-217): La vuelta del acontecimiento.

3. Ibid., in fine.

4. Véase, en este libro, p. 245: La controversia secreta de los diplomáticos.

5. Vicente Talón: Arde Guernica., ed. 1973: Comunicado de la aviación nacional del 28 de abril de 1937, reproducción fotográfica.

6. Se reservó a los requetés navarros el honor de entrar los primeros en Guernica, y de montar guardia en torno al árbol-símbolo, así como de coger, del viejo tronco, maderas con que fabricar crucifijos para finalidades significativas.