Libro blanco sobre las cárceles franquistas

A modo de introducción:
Reflexión sobre las prisiones: Lucha de clases o lucha de presos


I


Estas reflexiones previas al Libro blanco sobre las cárceles franquistas son en buena medida una glosa crítica del excelente trabajo de Michel Foucault, Surveiller et punir (Editions du Seuil, París, 1975), cuyos análisis sirven en muchas ocasiones de hilo conductor al pensamiento de los autores de estas

líneas al tratar de cerner la realidad del universo penitenciario franquista. Y ello plantea a la lectura del presente libro un límite del que somos conscientes: por un lado describe hasta dónde han resultado posibles las cárceles franquistas y por otro intenta reflexionar sobre lo que las cárceles significan en el sistema capitalista, faltando en cambio una consideración de qué debería ser un sistema punitivo en un proyecto de sociedad no capitalista. Esto debería ser objeto de otros trabajos y de meditación urgente por la oposición política con vocación socialista que, como se ve a lo largo de los documentos citados en las páginas siguientes, aún no ha sentado las bases de una doctrina punitiva y penitenciaria que sea la contrarréplica a la práctica represiva del franquismo en particular y del capitalismo en general.

El sistema carcelario, como cualquier otra institución de un Estado burgués, presenta a simple vista contradicciones cuyo análisis y descubrimiento de sí son en verdad aparentes o reales, sería el primer trabajo que debería realizar cualquiera que se interese por el asunto así como por las posibilidades de actuación revolucionaria en ese campo.

La primera de estas contradicciones estaría inscrita en el ámbito comercial que constituye el fundamento de la organización social capitalista, en el sentido de que al ser el objetivo principal del capitalismo la consecución de la ganancia máxima posible, resulta de difícil explicación la existencia y funcionamiento de un sistema carcelario económicamente no rentable, y lo lógico, dentro de la lógica capitalista, sería la supresión pura y simple de aquellos individuos que "atenten contra la organización social", en lugar de su mantenimiento -encerrados-improductivos durante largos periodos.

Esta primera contradicción no es más que aparente, o, para ser más precisos, se puede localizar históricamente, por un lado, igual que se puede localizar geográfica e históricamente la conservación de los jubilados (antiguos trabajadores, productores de plusvalías), a pesar también de su no rentabilidad, o de las personas incapacitadas para el trabajo. Se puede afirmar, exagerando apenas la realidad, que el sistema capitalista conserva con vida a todas estas clases de sujetos por distintos motivos que, en su etapa actual, le pueden compensar de la falta de ganancias que de su existencia se deriva: los jubilados, los enfermos, etc., constituyen en términos generales el subproletariado de una sociedad capitalista avanzada; se les mantiene a nivel de subsistencia y su función no es la de reproducción pura y simple de fuerza de trabajo, sino que consiste en servir de coartada frente a los verdaderos reproductores de fuerza de trabajo: los obreros productivos. Sirven para demostrar a éstos que el capitalismo no explota a los trabajadores hasta su total agotamiento, como antes; hoy en día la esperanza estadística de vida de un trabajador puede ser en Europa de 65 a 70 años (qué clase de vida es harina de otro costal) y se crea así, junto con otros muchos condicionamientos sicológicos que no es ahora momento para enumerar, una actitud de aceptación del papel que a cada cual le ha tocado "en suerte" en la sociedad. Claro está que este mantenimiento en vida de los jubilados, los enfermos mentales o físicos incapaces de trabajar, las mujeres madres de familia una vez cumplido su ciclo reproductor, etc., va acompañado de una depreciación a nivel ideológico de la importancia de su existencia. Las mujeres, los viejos y los enfermos tienen su lugar reservado en los distintos ghettos que les corresponden, con el exudatorio de los inmigrantes, los extranjeros, para aliviar al menos en parte las tensiones sicológicas que este hecho, incrustado ya en la ideología dominante, ocasiona.

Con respecto al caso español y con relación a esta primera contradicción que nos ha planteado el sistema carcelario, hay que añadir que durante la mayor parte del franquismo, y desde luego con total evidencia en sus principios, lo económico no ha estado en relación directa con la productividad, sino con la lucha de clases, cuya agudización fue el origen de la guerra de 1936 y de la instalación de la dictadura franquista, con la consiguiente represión. En efecto, las destrucciones de instrumentos de producción y fuerza de trabajo de la guerra y la posguerra también parecen estar en contradicción con la lógica del beneficio capitalista. La sublevación de 1936 estaba planeada en un principio como un pronunciamiento que en tres días iba a acabar con el Frente Popular. Pero también es cierto que gracias a esa guerra bautizada cruzada o guerra civil el capitalismo español ha tenido 40 años a su disposición para llevar a cabo todas las transformaciones que su lógica requería. Una vez puestos a la tarea, se hace bien y a fondo, y ya que el escarmiento de Asturias no bastó, se hace uno mayor a nivel de todo el Estado y pueden resultar rentables los 300 000 a 400 000 fusilados entre 1936 y 1944 o los millones de horas de trabajo perdidas en la construcción del monumento faraónico del valle de Cuelgamuros. Al fin y al cabo, el capitalismo, también el más avanzado, no encaja punto por punto en los moldes racionales de los teóricos de la economía.

La segunda contradicción evidente que muestra el sistema carcelario sería su oposición a la eficiencia que se supone rige en el capitalismo, en tanto que éste consigue la realización de un producto mayor del que utiliza como medio de producción, ya que si las prisiones se crearon con la finalidad de acabar con toda actividad delictiva y cualquier observador puede notar que, habiendo pasado ya mucho tiempo, desde la aparición de las cárceles, ese tipo de actividades no sólo no ha disminuido sino todo lo contrario, eso quiere decir que o bien las prisiones no son el método idóneo para lograrlo o bien tienen otros objetivos no declarados, que habría que saber cuáles son y por qué se ocultan. Sobre este asunto, y con respecto al franquismo, volveremos algo más adelante.

Por último, podemos decir que con el establecimiento de su sistema penitenciario el capitalismo ha afirmado que su pretensión consistía en "objetivar" el sistema represivo, poniendo en pie un entramado de sanciones cuya aplicación no depende de la arbitrariedad de una persona, investida de mayor o menor autoridad, sino de unas reglas fijas que todo lo contemplan y juzgan con imparcialidad.

Sobre la objetividad, cientifismo e imparcialidad de una clase social determinada y de la ideología que segrega se han escrito ya demasiadas páginas como para que vayamos ahora a insistir en ello: la burguesía construye su propia ideología, acomoda la realidad y la visión de ella a sus propias necesidades y esto ocurre también, naturalmente, con el sistema carcelario en la práctica y en las teorizaciones que sobre él se hacen.

Basta con examinar una estadística de detenidos: quiénes son, por qué infracciones se les condena, a qué penas, cómo y quiénes las cumplen, para advertir el carácter de clase de la justicia y de las prisiones. Algo de eso se intenta hacer en este libro, centrándose en los presos por motivaciones políticas, y los resultados son concluyentes: la clase obrera, los campesinos y parte de las clases medias, junto con las nacionalidades "periféricas" perdieron la guerra y han padecido permanentemente el sistema carcelario franquista.

Y lo han padecido como tales clases y además sus miembros uno a uno: las sentencias no se han aplicado conforme a una falsilla en la que encajasen los "delitos" previstos con claridad; las leyes, además de terribles, eran lo suficientemente ambiguas como para que en su aplicación interviniera toda la arbitrariedad imaginable. Dos ejemplos, que se dan en el libro, pueden servirnos para aclarar esto: los anarquistas eran considerados, en las primeras leyes represivas, comunistas y como a tales se les condenaba. Cierto que al hacerlo los franquistas no marraban el blanco y que tenían sus motivos para actuar así. Pero ¿dónde queda la objetividad y el racionalismo burgueses de la clasificación de un Linneo ante la amalgama de comunistas, anarquistas, republicanos, masones y autonomistas, condenados todos ellos por marxistas ?

A otros detenidos se les imponían más años de cárcel porque su padre, o su madre, o su tío también eran de la cáscara amarga. Tampoco esto era muy racional ni muy burgués, si recordamos que los burgueses se habían alzado contra los privilegios de la sangre, la monarquía y la realeza. Pero era así y también era justo desde una perspectiva de clase con visión de futuro que a las mujeres de los detenidos se les hiciera beber aceite de ricino, se les cortara el pelo al cero y tuvieran que dedicarse a una actividad tan descaradamente improductiva e irracional como la prostitución. También era correcto que los hijos de los fusilados fuesen a parar a los reformatorios donde se les sometería a un tratamiento cuya finalidad confesada, con palabras más o menos edulcoradas, era conseguir una fuerza de trabajo, unos obreros y campesinos, domesticada, sometida, humillada hasta no dejar un resquicio a la conciencia de clase ni a su dignidad como personas, si es que existe tal cosa.

Para finalizar por ahora con esta dificultad de la objetividad de la justicia burguesa también se puede recordar -y no a título de anécdota- que en el campo de los Almendros o en el estadio Metropolitano de Madrid, donde estaban reagrupados los detenidos republicanos, aparecían comisiones de ciudades, pueblos y barrios que iban a escoger sus presos, a seleccionar a los que se iban a llevar para acabar con ellos en el escenario en que habían desarrollado sus actividades políticas (ellos o sus padres o sus abuelos), o por el camino si éste era largo y en la camioneta había poco sitio o no se podían aguantar las ganas hasta llegar allí.

En este sentido sí que la guerra fue, además, civil: dentro del aplastamiento generalizado de los proletarios y de sus aliados hubo cierta latitud -por las leyes de los grandes números, el resultado final apenas sufrió variaciones con respecto a lo previsto- para que cada cual hiciese de su capa un sayo y del vecino un rojo, o del primo hermano que se había llevado más vides en el reparto de la herencia del abuelo, o del abogado con más clientes, o del médico con más fama.

Las operaciones de limpieza de la retaguardia durante la guerra y de desalojo de las cárceles pudieron resultar así precisamente eso, una limpieza a fondo y en buena medida caso a caso, como si España se hubiese convertido en una metrópoli con sus millones de ratas infestando el subsuelo y los encargados de la campaña de erradicación de tales animales llevaran antes de poner manos a la obra años y años estudiándolos y los conocieran uno a uno, los tuvieran cuidadosamente clasificados, cada uno con su etiqueta y una vez en acción no dejaran un solo rincón sin mirar.

Después de haber planteado estas contradicciones, que a nosotros nos resultan más aparentes que reales, del sistema carcelario dentro del capitalismo, cabría preguntarse, y ya hemos ido apuntando respuestas a ello, por los motivos que han llevado al Estado burgués a crear este instrumento de represión así como por los servicios que presta al capitalismo.

El sistema carcelario, como técnica punitiva, dentro del modo de producción capitalista cumple una función bien determinada, que no es otra que la de "trabajar" al individuo según las necesidades que imponen las condiciones económicas imperantes, transformarlo con el fin de volverlo más apto al sistema de trabajo industrial, al tiempo que más dócil a la estructura social en que debe moverse.

Esta interpretación del sistema carcelario, avanzada por Rusche y Kirchheimer (Punishment and Social Structures, 1939), expresa el desenvolvimiento de los diferentes sistemas de castigo en función de los modos de producción dominantes en cada una de las formaciones sociales, y así se podría hablar de apropiación de las personas como fuente suplementaria de mano de obra en el modo de producción esclavista; del castigo corporal en la etapa feudal; de sometimiento a un régimen de trabajos forzados y del establecimiento de sistemas correctivos en las economías mercantil y capitalista.

Y por otro lado, y ésta sería la explicación ideológica de los hechos, adobada en el caso del franquismo, con elementos religiosos católicos cuya principal función ha sido borrar huellas y dar pistas falsas a quienes pretendían ver claro, la prisión aparece en el capitalismo cumpliendo no sólo una tarea económica punitiva, en tanto que suministradora de mano de obra sumisa y adaptada al proceso productivo; también desempeña una función de salvaguarda del progreso y la civilización burgueses (y católicos, insistimos, en el caso del Estado español). Es decir, a la prisión se la presenta como el único medio posible, una vez traspasados ciertos límites, para acabar con los actos antisociales, ya que los otros medios empleados hasta entonces no habían conseguido acabar con las infracciones, siendo, además, "inhumanos", "salvajes", "bárbaros".

Por eso, aparte los fusilamientos, la prisión aparece en la ideología propiciada desde el poder como el único medio posible de distribuir una justicia humana, cristiana e igualitaria, y la pretendida normalización de penas y la supuesta desaparición de los castigos humillantes o corporales representan esa igualdad de la justicia y ese cristianismo de las penas dentro del marco de la sociedad europea, civilizada, cristiana creada por el Estado burgués y católico.

Siguiendo con el desenvolvimiento del sistema punitivo en el Estado burgués, se puede afirmar que se van poniendo en funcionamiento toda una serie de mecanismos ideológicos cuya finalidad es presentar la sociedad capitalista como algo totalmente diferenciado de la estructura social imperante hasta su advenimiento. Y así se puede apreciar cómo al principio las doctrinas del humanismo y del igualitarismo se presentan como prioritarias, y el principio de que "todos somos iguales" y que, por lo tanto, "todos tenemos los mismos derechos" aparece como el punto fundamental de ruptura con relación a la legislación del Antiguo Régimen. Este principio será el que informe la tarea legislativa del periodo progresista de la segunda República en España. Y contra este principio -muy relativamente puesto en práctica, también hay que decirlo- también se alzarán los sublevados de 1936, que han llevado a la práctica un desarrollo capitalista atípico, si por típico entendemos, como cierta dogmática marxista, el discurrir de la historia en Inglaterra o Francia, pero pasamos por alto otros paradigmas de capitalismo como Prusia o Japón, modelos posiblemente más comparables al caso del Estado español.

No creemos que haga falta examinar la falsedad de esos principios y aplicarles la regla de oro de su verificación en la práctica. También se ha escrito mucho sobre el carácter formal de las libertades burguesas y también los hechos son tozudos, según la cita ya tópica, y basta con saber que se promulgó un indulto pensado exclusivamente para los ladrones de Matesa, que el coronel Eymar despachaba directamente con Franco o que éste, durante la guerra había ordenado que no se le presentase ningún recurso de gracia hasta que se hubiese cumplido la sentencia -de muerte- correspondiente, para advertir el carácter de clase y totalitario que han tenido los castigos en España durante el franquismo.

También podríamos decir que la regla de oro del franquismo no ha sido ciertamente la de "a delitos iguales, iguales penas", sino, más bien, la imposición de una pena mayor cuanta mayor peligrosidad individual o colectiva futura se pudiese calcular que el individuo o la organización juzgados podían tener.

Y además, los presos políticos han sido siempre prioritarios en el pensamiento y la práctica de los legisladores: el Código civil, el penal, el mercantil apenas han sido modificados. Pero buena parte de la actividad legislativa del franquismo ha sido un tejer y entretejer de leyes y disposiciones pensadas exclusivamente para reprimir la oposición política, cualquiera que fuese y cualquier aspecto o actividad en que se desarrollase.

Todo este montaje institucional, el nivel más integrado a la práctica ideológica, está, naturalmente, supeditado en su base a las concepciones económicas del Estado burgués. En primer lugar, porque al considerar a la propiedad privada como el pilar del modo de producción capitalista, toda acción que tienda a destruir o a apropiarse ese bien debe castigarse ejemplarmente. Al mismo tiempo, y debido a la lógica del proceso productivo, que requiere un mercado de trabajo abundante y libre, se hace necesario que esa ejemplaridad no diezme excesivamente la fuerza de trabajo necesaria para conseguir los objetivos de reproducción del sistema y de acumulación de capital.

Esta sería la perspectiva actual del Estado español, tras 40 años de franquismo. Estado atípico también en el sentido de haber dado un parón e incluso una marcha atrás al proceso de desarrollo del capitalismo durante cierto tiempo. Pero, insistimos, parón y retroceso más aparente que real, más ideológico que en el proceso productivo.

Y así se ha visto cómo, con efectos retroactivos -que es también uno de los pilares de la represión específica franquista- se han impuesto mayores penas por haber llevado a cabo una expropiación en virtud de una legalidad vigente -la republicana- que por haber cometido un robo, aun de más entidad, en contra de toda legalidad. Mayores penas han recaído sobre quienes tomaron parte en una condena a muerte según una legalidad establecida, o en un asesinato "apolítico", que sobre quienes llevaron a cabo un asesinato "normal" en fechas coetáneas.

Y la cárcel, ya lo hemos dicho, bajo el franquismo, en medida monstruosa hasta 1945, y aún de manera importante hasta los primeros años 50, sí que ha diezmado las fuerzas de trabajo, igual que el exilio, muy posiblemente porque por detrás de la irracionalidad no "burguesa", de la falta de eficacia en el aprovechamiento de los recursos disponibles, corría la verdadera racionalidad de la burguesía española en esos momentos: el castigo tenía que ser, de verdad, ejemplar; la acumulación de capital sería primitiva, poco compleja, los productos elaborados llevarían poco valor añadido, pero todo ello compensaba, merecía la pena: se iba a tener, si no un Reich de mil años, sí una dictadura de más de 40 años de paz y negocios fáciles.

Una vez recordado cómo el sistema legislativo burgués es un sistema de clase y cómo su utilización es exclusivamente en provecho de esa misma clase que lo ha creado, podemos analizar en qué medida el elemento represivo por excelencia, la prisión, no le basta a la burguesía y debe recurrir a otros elementos, de apoyo o complemento podríamos decir, en su práctica represiva.

Cuando se dice que, dejando a un lado los progresos técnicos que pueden ser significativos o simples mejoras de técnicas ya en servicio anteriormente, los diversos instrumentos represivos se han utilizado indistintamente a lo largo de la historia o que se han utilizado complementariamente, no se está descubriendo más que un ya surcado mediterráneo. Pero lo que sí resulta de importancia en un estudio de la política represiva es ver cómo las técnicas utilizadas han ido evolucionando a medida que se transformaba la estructura económica y social, consiguiéndose, puede decirse, una completa integración entre el estado de desarrollo del proceso productivo y los medios necesarios para apoyar dicho proceso.

Y es en función de esta integración (práctica punitiva-práctica productiva) como se pueden considerar tres niveles representativos de la técnica carcelaria: Un primer nivel, y el más primitivo, pero no por ello menos utilizado actualmente, en el que se utiliza toda la tipología represiva corporal, sirviéndose de medios tales como la tortura, el trabajo forzado, la privación de alimentos, etc. A lo largo de este libro se dan datos suficientes para comprender la extensión que este aspecto de la represión ha tenido en el sistema carcelario franquista, y no sólo en las cárceles, sino también en las comisarías, campos de concentración o checas falangistas, pues otra característica de la dictadura española ha sido que las prisiones no han sido algo aislado de las demás instituciones represivas, como puede ocurrir en un Estado burgués arquetípico en el que los funcionarios de la policía, en teoría, no tienen derecho a inmiscuirse en las labores de los funcionarios de prisiones.

En el Estado franquista, del mismo modo que no hay en absoluto distinción de poderes y el ejecutivo es también legislativo, judicial y todo lo que se quiera -lo que quiera-, el Ejército y las fuerzas policiales han podido controlar cuando les interesaba las cárceles, haciendo y deshaciendo a su antojo, llevando a cabo excarcelaciones, interrotorios y torturas en el interior de las prisiones, o administrando directamente centros de interrogatorio y encarcelamiento, a favor de estados de excepción o sin ellos.

Este primer nivel da paso, pero no es preciso que sea sucesivamente, puede ser simultáneo, a un segundo, en el que mediante la aplicación de las ciencias del comportamiento humano -utilizadas con más o menos aproximación, más o menos intuitiva o racionalmente, con más o menos brusquedad o sutileza-, modos culturales, educativos, religiosos, estructura de autoridad, etc., se ha pretendido conseguir la dependencia completa del individuo dentro de la estructura productiva.

A este respecto, cabría hacer, con respecto al franquismo, la salvedad ya antes apuntada: En lo que se refiere a los presos políticos sobre todo, pero también en el trato dado a los delincuentes de derecho común, y a pesar de todas las declaraciones que se hayan podido hacer, la represión franquista no ha pretendido reeducar, sino quebrar a los detenidos. Y la inutilidad de las técnicas de condicionamiento empleadas -la religión, las ceremonias patrióticas, la exaltación del trabajo "redentor", etc.- es algo sabido por los detentadores del poder y sus portavoces. El franquismo ha puesto en práctica una dosis considerable de venganza; no pretendía únicamente neutralizar y, cuando se consiguiese, hacer que los detenidos asimilasen la ideología y posición dentro de la sociedad que se les había asignado. Tenía además que vengarse, y no de un modo abstracto únicamente; no sólo contra todos los rojos por ser portadores de la simiente del mal, estar contaminados de todas las infecciones que quien no forma parte de los dominantes puede atrapar, sino también vengarse sobre los enemigos uno a uno, en su condición de personas que habían hecho, o podían haber hecho, tales o cuales cosas. Una anécdota, esta vez sí, puede ayudarnos a entender el clima sicológico que esto suponía: Había en los años cuarenta un detenido político a quien cada vez que le sacaban a interrogar le hacían sufrir peores tratos que a sus compañeros de cuerda, a pesar de que apenas había realizado actividades políticas, y en todo caso menores que sus compañeros. El motivo de que se le hicieran padecer tantas vejaciones y tan desmedidas es que se apellidaba, cuidado, Rojo Izquierdo. También esto andaba lejos de la racionalidad y de la eficacia, pero la venganza, la ejemplaridad y la vesania, además de la incultura más bárbara, podían dar lugar a situaciones así, tragicómicas, pero no absurdas.

De ahí que el sistema represivo franquista tenga muchos rasgos en común con el nazi, pero que no se pueda decir que han sido idénticos: lo que en el nazismo fue planificación racional, explotación hasta el fin de una mano de obra a la que se extraía toda la plusvalía posible, y aun después del final, con el tratamiento industrial del oro de las dentaduras postizas o los cabellos de los cadáveres e incluso explotación artesana cuando se utilizaban los trozos de piel tatuados para la confección de pantallas o para encuadernar libros, en el franquismo no pasó de ser una tentación, pues ni la estructura industrial ni el menguado imperio falangista precisaban en realidad del "espacio vital" ni de las conquistas a que se lanzaron los industriales alemanes con el partido nazi a su frente.

Por último, y como tercer nivel de complementariedad del sistema carcelario, deberíamos referirnos a las prácticas infrahumanas, que pretenden la formación de un individuo nuevo, sumiso y productivo, según las exigencias de la sociedad capitalista. Tampoco este nivel, que podríamos denominar sicológico, es una novedad total: buena parte de las técnicas de interrogatorio utilizadas por la Inquisición o por la policía soviética desde los años 30 pretendían eso mismo: convencer al atormentado de su culpabilidad, hacer que interiorizase las acusaciones de que era objeto. Cierto que últimamente se han hecho progresos en este sentido (1), y también en el Estado español -véase, por ejemplo, el trato aplicado a Eva Forest y sus compañeros de sumario o a Garmendia-, y a ello han contribuido los avances de la siquiatría al servicio del poder, haciendo inútiles, por ejemplo, las lobotomías que antes se aplicaban con tanta profusión, pues los nuevos compuestos químicos llevan a cabo igual tarea con limpieza y economía de medios. Pero a este respecto tampoco del franquismo se puede decir que haya estado a la vanguardia. Las prédicas de individuos como Giménez Caballero o el jesuita Pérez del Pulgar estaban a la misma altura que los editoriales de la revista Redención, de lectura obligatoria para los penados. Y si el franquismo consiguió que algunos lumpenintelectuales encarcelados, como J.A. Cabezas, por ejemplo, "redimiesen" su pena con sus colaboraciones a la voz de su amo, ello no ocurrió más que en contadas ocasiones y se puede asegurar que a este nivel a que nos referimos el franquismo, o, mejor, los franquistas que lo intentaron, han fracasado miserablemente: los presos políticos que han sobrevivido han seguido siendo en su inmensa mayoría antifranquistas, activos o no, ése es otro asunto y tiene otras causas, pero antifranquistas hasta la médula.

Y los franquistas han sido conscientes de ello -aparte desde luego de los empecinados que se dedicaban a hacer estadísticas de almas de fusilados que irían al cielo o se condenarían. Dentro de las prisiones han tenido que separar a los presos comunes de los políticos, y a éstos entre sí según sus afinidades políticas; han tenido que hacer frente a todas las luchas de los presos y han ido cediendo terreno, hasta dar por sentado en la práctica que eran irrecuperables, negándoles, por ejemplo, por ese motivo el beneficio de la libertad condicional.

En cada uno de estos tres niveles apuntados del proceso represivo se han utilizado diferentes instrumentos complementarios, cuyo denominador común ha sido la condición de explotado de la persona sobre quien se aplicaban.

Entre los instrumentos "materiales" habría que considerar en primer lugar a la prisión, en tanto que utensilio que sirviéndose de la privación de libertad del individuo, de su aislamiento, de su soledad, busca recuperarlo para la sociedad. También habría que considerar dentro de este grupo a toda la serie de experiencias punitivas corporales encaminadas tanto a lograr el doblegamiento de la persona (torturas) como el "enderezamiento del cuerpo y del espíritu" humanos (los trabajos forzados, por ejemplo).

Próximas a este nivel, y como elementos de apoyo de él, existen toda una serie de formas de opresión y represión que no tienen otro fundamento que la inserción en los presos de los mecanismos de poder; la autoridad, la jerarquía, la sumisión, la propiedad privada, el trabajo, la honradez, etc., son algunas de las características de ese poder. Y en función de esa misma lógica de poder, los presos -fundamentalmente los de derecho común bajo el franquismo, esto es muy importante recordarlo- se ven sometidos a un conjunto de prácticas cuya finalidad es la aniquilación del individuo como tal y la creación de una masa uniforme, no diferenciada, obediente, que es lo que constituye a ese respecto la sociedad burguesa y que no tiene otro fin que la reproducción de las fuerzas de opresión y dominación. (2)

El poder, dentro de la propia prisión, y no bastándole el sometimiento físico, hace uso de otra serie de instrumentos que podríamos llamar "sociales" por cuanto que intentan reproducir dentro de la vida cerrada del preso el modo de vida de la sociedad exterior que le ha reprimido. Y así, en la institución penitenciaria se han establecido sistemas de aprendizaje cultural similares a los de la vida exterior: un sistema educativo en el que la autoridad y el castigo quedan reflejados en la figura del profesor y en los exámenes, y en el que la jerarquía y la obediencia son realidades concretas. Un sistema de integración cultural en el que el éxito individual es la recompensa social y con ello la posibilidad de integrarse en uno de los niveles superiores de la estructura social. Un sistema, en definitiva, que procura fabricar individuos económicamente rentables porque socialmente sumisos.

Este modelo de integración sociocultural también se realiza a través del trabajo penitenciario, apareciendo dicho trabajo como medio para "regenerar al individuo y darle un oficio con el que pueda ganarse la vida y lograr su reinserción en la sociedad". Lo evidente, fraseologías aparte, es que el aprendizaje de un oficio y su práctica en los talleres privados que han montado instalaciones al amparo de los muros de las prisiones, obliga al preso, en esas condiciones, a aceptar también la primera condición del trabajo productivo de la sociedad burguesa: admitir una relación de producción basada en la explotación. Así, el trabajo penitenciario recupera una mano de obra que, si no, no se utilizaría; reproduce en parte un proletariado marginado, reproduciendo también unas relaciones de poder en principio rechazadas.

La cárcel franquista ha reproducido, en este sentido, exagerándolo, pero según y cómo no mucho, el modo de vida de la sociedad exterior. Queremos decir pura y simplemente que en España ha habido durante más de 40 años una dictadura y que una cárcel no se ha diferenciado -no se diferencia aún, con matizaciones- gran cosa de un cuartel, un convento, un colegio, una fábrica, una oficina, un tajo, una mina o una familia. La hipertrofia de la jerarquización y del principio de autoridad que conlleva la dictadura no ha afectado sólo, ni quizás siempre en mayor medida, a los reclusos, sino a toda la sociedad, una sociedad regida por caciques, curas, militares, falangistas y padres de familia. La sociedad franquista no ha estado sometida a la racionalidad burguesa arquetípica del laissez faire, laissez passer; no se han respetado en ella ni real ni formalmente los derechos humanos elaborados por los respetables revolucionarios franceses del siglo XVIII, y el trabajo penitenciario franquista se ha gastado en buena parte en obras suntuarias -Cuelgamuros, obras de la dirección general de Regiones devastadas, etc.- tras las que asomaba la tentación, ya aludida, del trabajo esclavista hasta el exterminio del obrero.

Por último, y dentro de ese mismo contexto, se han puesto en práctica -muy selectivamente, en casos muy elegidos- otros métodos de sumisión sicológicos, como la utilización del aislamiento sensorial, las cámaras incoloras e insonorizadas, las drogas, las reclusiones en manicomios o asilos, etc., que buscan vaciar estructuralmente al individuo y sustituir el vacío producido por estructuras mentales más acordes con el poder dominante. En este terreno, y como ya hemos afirmado, los franquistas sabían de antemano que partían vencidos, y tuvieron que recurrir a métodos como autorizar a escribir a sus familiares unas últimas líneas únicamente a aquellos condenados a muerte que se prestaran a confesar y comulgar (en Burgos, años 1941 y 1942, por ejemplo), rellenando así sus estadísticas de bienaventurados celestiales, pero gracias únicamente a este y otros ardides jesuíticos que lo único que demostraban eran su impotencia.

Por eso cuando, rara vez, se ha utilizado en las cárceles franquistas este tipo de torturas científicas, se ha hecho con el fin no de recuperar al detenido, sino de conseguir pura y simplemente su aniquilamiento, aun cuando se le conserve en vida.


II


Hasta ahora hemos estado ocupándonos de la institución penitenciaria y de las funciones que cumple. Llegados aquí podemos plantearnos cuestiones tales como, ¿quién es el preso? ¿Qué formas de infracciones representa cada uno de los presos? ¿Cuál es la función de la represión y del preso en la sociedad burguesa? Etc.

A la luz de la historia podría interpretarse que el origen del preso no es otro que el propio poder de dominación, y también podría suponerse que uno de los elementos que sustentan ese poder es la propiedad. Y así, el preso, como sujeto activo de un acto antisocial (antidominaoión de clase), será todo aquel que atente contra la estructura representativa de ese poder o contra la base en que aquél se apoya. De esta relación, posiblemente, se deriva la diferenciación entre ilegalismo y delincuencia, considerándose como ilegal toda infracción que vaya dirigida a destruir los elementos estructurales de ese poder: económicos, políticos e ideológicos. Y, por otro lado, sería delincuencia toda forma que asuma la función destructora de la base misma del poder, articulando al mismo tiempo los dos modos de comportamiento antisocial, es decir, uno político (que pone en duda el poder) y otro moral (que ataca a las formas representativas de ese poder: honor, honradez, decencia...).

Ante esta duplicidad de infracciones, es evidente que debía construirse una tipificación de los castigos que se adaptase a ella, pues cada una de las infracciones requería una pena que, según el contexto jurídico y político en que se desarrollara, debía ser distinta, resultando claro que los ilegalismos y la delincuencia soportan grados distintos de represión según la estructura juridicopolítica del poder, ya que a medida que el Estado va asimilando ciertos ilegalismos, estructurando su participación en el poder o instrumentalizando su no participación, la delincuencia pasa a ser el centro de toda represión, y, en las democracias burguesas, al permitirse la actuación social de ciertos individuos considerados anteriormente como socialmente peligrosos, y por lo tanto ilegales (caso de los comunistas o anarquistas en Europa occidental, por ejemplo); es decir, al permitirse una libertad burguesa, todos aquellos individuos que no acepten el orden establecido, o no acepten los canales por los que se permite impugnar ese orden, son durísimamente reprimidos, y se les asimila, además, a los delincuentes, asunto sobre el que no insistiremos en lo que se refiere a su aplicación en el franquismo (que ha negado pertinazmente la existencia de presos políticos, recurriendo a todas las añagazas estadísticas o de lenguaje imaginables), pero que se da igualmente, y cada vez con más extensión e insistencia en las democracias burguesas, hasta el punto de que en los últimos años los más caracterizados ideólogos del liberalismo han comenzado a mostrar su preocupación por lo que denominan una involución de la permisividad antes existente en Francia, Inglaterra y Alemania, como casos más caracterizados de esa evolución hacia atrás.(3)

En principio, esta simbiosis entre el poder y ciertos ilegalismos asimilados permite reprimir más enérgicamente aquellos ilegalismos residuales no englobados en la actividad del poder; tal es el motivo de que dentro de la sociedad capitalista haya sido práctica común confundir a la colectividad sobre las verdaderas actividades de muchos o parte de los infractores, para de ese modo poderlos reprimir más fácilmente, al tiempo que el coste social de su actividad resultase mínimo. Un caso muy representativo de esta forma de actuar por parte de los franquistas fue el tratamiento dado a los militantes anarquistas que en la posguerra fueron elementos importantes de la resistencia armada a la dictadura, y a los que la prensa franquista tachaba de delincuentes, con la intención de dificultar o impedir la atracción que pudiesen ejercer y de lograr que sus esfuerzos resultasen estériles tanto económica como políticamente. Esta realidad la expone claramente uno de ellos cuando escribe: "todos, desde luego fueron acusados de bandidos mientras el opresor dominaba; luego los que triunfaron, de bandidos se convirtieron en héroes". (4) Que es una manera de decir que la historia la escriben siempre, o mayoritariamente, los vencedores.

Este era un ejemplo, pero ya hemos dicho antes cómo el franquismo ha tachado siempre de "rojos" a sus opositores y apenas si ha matizado entre ellos, en lo que se refiere a la propaganda y tratamiento publicitario de los castigos. Quizás, apurando mucho, y a nivel de conversación, se puede decir que también había los "rojillos", denominación específica de los demócratacristianos, socialistas moderados, etc., con relaciones familiares, profesionales o de amistad suficientes para evitarles la asimilación a la delincuencia o a los rojos de verdad, los fusilables.

Y en cuanto a que la propiedad sería la base del poder de dominación, que sería a su vez el origen del preso, en el franquismo, para comprender correctamente su desenvolvimiento y su origen, debemos considerar esta propiedad como social, como poder de clase, no individualizada. Los presos políticos, y en parte también los de derecho común, habían atentado contra la propiedad en general, contra el derecho a la propiedad por parte de las clases poseedoras, y por eso se les castigaba, y por eso el franquismo, además de inventarse esa tipología de rojos y rojillos, sin más matizaciones, tuvo que idear delitos a posteriori, fusilar por haber sido concejal en el año 31, por ejemplo, o por haber dirigido un coro de obreros o por ser la esposa de un gobernador civil republicano.

Tanto el ilegalismo como la delincuencia, las dos formas de actos antisociales, han sido estructurados institucionalmente para la consecución de la propia reproducción del poder. Muchos de los ilegalismos, a través del proceso de asimilación institucional, pasan a formar parte íntegra del poder, e incluso a apoyarlo, pues el poder, gracias a la existencia de ciertos ilegalismos canalizados -legalizados, si se nos permite la expresión-, impide o estorba la aparición de verdaderos procesos revolucionarios, hipotecando en el futuro gran parte de la combatividad popular. Este es el tipo de reflexiones que se han hecho, y de acciones que pretenden llevar a cabo los "reformistas" de la monarquía, con sus amnistías a medias y sus pasos atrás y adelante en su apertura de la espita de la represión.

Pero, por otro lado, la delincuencia también ha cumplido y cumple un papel importante en el proceso reproductivo del sistema capitalista, y ésa es la causa de que siga existiendo cierta delincuencia a pesar de ser, aparentemente, contraria a la lógica burguesa. En primer lugar y como ya se ha dicho, la población penitenciaria puede sostener al capitalismo en tanto que individuos potencialmente productivos, después, eso sí, de haber sido "corregidos" por el sistema carcelario. En segundo lugar, la propia delincuencia puede servir a menudo como sistema de control y vigilancia sobre otras formas de delincuencia marginales que pudieran resultar estructuralmente peligrosas para el Estado. Del mismo modo, esos delincuentes asimilados pueden servir para reprimir ciertas formas de ilegalismos, cumpliendo funciones semejantes a las de los cuerpos represivos institucionalizados. Este sería el fundamento de la actitud que con respecto a los presos de derecho común mantienen los presos políticos en España; actitud hasta cierto punto disculpable en cuanto parte de los detenidos de derecho común cumplen esas funciones parapoliciales y en cuanto que los presos políticos deben segregar necesariamente unas defensas más agresivas que en su vida en el exterior, pero que no por ello deja de ser un comportamiento sobre el que deberían reflexionar para superarlo, comprendiendo qué y quiénes son los presos de derecho común y buscando formas de acercamiento a ellos, cosa posible -como muestran varios casos que en este libro se citan-, tan posible como fue lo contrario en las cárceles franquistas, en especial durante los años 40, en que la delincuencia común, numéricamente, era minoría en las cárceles del Estado español.

En tercer lugar, hay que decir que la delincuencia de los explotados es la base de apoyo de la delincuencia de la clase dominante, y que por ello resulta decisiva para la reproducción del aparato estatal: el tráfico de armas y de drogas, la prostitución, la evasión de capitales, etc., no sólo se llevan a cabo bajo el control de la clase dominante, y por lo tanto bajo los auspicios del Estado -en España además buena parte de estas actividades se han podido localizar con mucha concreción en la camarilla de El Pardo-, sino que, además, frecuentemente es ese mismo Estado quien participa activamente en la explotación de esas formas delictivas.

Vistas estas circunstancias, podemos plantearnos ahora de nuevo las preguntas que nos hacíamos al principio, y quizás consigamos esclarecer aquellas aparentes contradicciones que se nos presentaban con respecto a la prisión. Nos habíamos preguntado si la prisión, como sistema de control de las infracciones (en sus dos aspectos: ilegalismo y delincuencia), era o no económicamente rentable; si era un sistema que había cumplido o no los objetivos para los que se había creado; y, por último, si ha sido y es un elemento de apoyo y de reproducción del capitalismo y de su ideología.

A la luz de lo hasta ahora expuesto, parece que todas estas preguntas tendrían una respuesta afirmativa: la prisión como institución burguesa no pretende acabar con las infracciones, sino fomentarlas como base de sometimiento social. Tal es la principal realización de las cárceles, y a lo largo de su historia la prisión no ha hecho disminuir las infracciones, sino todo lo contrario (provoca reincidencia, aísla socialmente al individuo, a menudo arrastra a la familia de éste a la delincuencia, etc.). Si a esto añadimos las ventajas productivas (proletariza una mano de obra no despreciable por su número, facilita la formación de una fuerza de trabajo, le enseña a aceptar la lógica burguesa de producción, etc.), las ventajas de tipo social (aporta a la sociedad una masa de individuos socialmente sumisos, los mentaliza para desenvolverse dentro de unas estructuras de opresión -jerarquía, autoridad, obediencia, etc.), y las ventajas que podemos llamar de consolidación y reproducción (apoya la delincuencia de las clases dominantes, facilita la represión de otros ilegalismos no asimilados, etc.), vemos que el balance de las prisiones no es, en modo alguno, despreciable para las clases dominantes.

Lo que sí es muy importante dentro del sistema represivo es que las infracciones aparecen en función de la estrechez del margen de actuación social que ha determinado el Estado, lo que quiere decir que ese margen puede ser modificado por el mismo Estado en beneficio de uno u otro tipo de infracción, en la medida en que lo requieran los intereses de clase (de ahí las sanciones con efecto retroactivo impuestas por el franquismo o la aleatoriedad de su imposición según el sujeto a juzgar, la situación política del momento, interior y exterior, etc.).

Lo que ocurre es que, paralelamente, el Estado burgués ha ido reduciendo los márgenes de libre actuación de los individuos, con el pretexto de normalizar toda actuación social en beneficio de la colectividad. Toda la población se encuentra sometida a un control institucional, a una disciplina reglamentada, restringida a un estrecho campo de actúacion.

Todo está legislado, controlado, observado, sometido a normas, y por lo tanto cuando el individuo no cumple fielmente tales condiciones se le somete a un castigo: el Estado permisivo, situación hacia la que tiende el Estado español, pretende castigar todo lo que no permite, y no como antes todo lo que prohíbe. Reglamenta, ordena, encauza y pone en funcionamiento poderosos mecanismos de violación sicológica para que sus súbditos crean que viven en una sociedad donde se respetan escrupulosamente los derechos humanos proclamados por la burguesía en su momento de ascenso a por la toma del poder.

Esta situación es decisiva a la hora de plantear cualquier tipo de actuación política en el marco de la prisión: desde el momento en que los ilegalismos y la delincuencia, por voluntad de la clase dominante, no tienen líneas de demarcación muy precisas; desde el momento en que las infracciones sólo pueden diferenciarse de los actos legales por la práctica burguesa, las luchas y reivindicaciones de la población reclusa pueden ser comunes a todos los presos. Las luchas reivindicativas pueden ser planteadas por los presos en tanto que elementos reprimidos de la sociedad burguesa, sin diferenciar su carácter de detenidos políticos o de derecho común.

Naturalmente esta posibilidad -esta práctica política necesaria- topa con las reticencias de la mayoría de los detenidos políticos y de sus organizaciones. La aberrante discriminación que algunos de estos grupos hacen entre la población carcelaria, es una muestra más de esos ilegalismos asimilados a que antes nos referimos, cuando sólo pretenden defender a los presos encarcelados por motivos políticos y, ni siquiera en la teoría, ni siquiera para el futuro que ellos pretenden ordenar, hacen entrar en sus cálculos a los presos de derecho común. Esta actitud significa que, en cierta medida, aceptan la práctica represiva del Estado burgués y que, puede que inadvertidamente, pero en tal caso sería por falta de reflexión sobre ello, en ningún momento se plantean la delincuencia como infracción contra los intereses de las clases dominantes, sino contra la sociedad, lo cual significa aceptar la ideología burguesa que asimila sociedad a intereses de clase burgueses.

Cuando sólo se reivindica "libertad para los presos políticos" y no se dice nada más, se está aceptando la legalidad burguesa con todas sus connotaciones: explotación, dominación, represión. Cuando no se plantea ni siquiera una revisión de los motivos por los cuales están en prisión los delincuentes, es que se pretende reproducir el sistema tal y como es en sus bases, aunque se hagan retoques en sus manifestaciones externas. Y a la izquierda política del Estado español aún le queda mucho tiempo por reflexionar y mucho camino que andar para librarse de esa tendencia que la convertiría en el ala reformista de la clase en el poder.


III


Este Libro blanco sobre las cárceles franquistas aporta una visión, inevitablemente incompleta, pero de conjunto, de la evolución del universo penal español durante las casi cuatro décadas de dictadura franquista, es decir, desde la inmediata posguerra (1939) hasta nuestros días (finales de 1976).

Visión incompleta, pues mucha documentación necesaria para conseguir un panorama cabal de la realidad no ha podido manejarla el grupo de personas que ha realizado la investigación. En el curso de ella, se ha llegado a la conclusión de que incluso parte de esa documentación es inexistente, como ocurre, por dar un caso, con las estadísticas fiables. Las dadas por los organismos oficiales competentes son siempre incompletas, fragmentarias, circunstanciales; están destinadas a lograr unos objetivos que en ningún caso guardaban una relación directa con la verdad aritmética. Las cifras aportadas por quienes desde la oposición antifranquista han denunciado este aspecto de la represión son inevitablemente incompletas. Y lo mismo ocurre con las estadísticas establecidas por los organismos internacionales que tanto han hecho por denunciar los crímenes del franquismo. A este respecto, hemos intentado confrontar cifras, casi siempre contradictorias, criticando las fuentes y desvelando, apoyados en datos no cifrados, las intenciones de cada una de ellas.

Otra de las carencias observadas concierne a los testimonios directos de presos u observadores en ciertos periodos, en ocasiones considerable -y desoladoramente- largos. Tal es el caso de la década de los cincuenta. Esta carencia tiene, creemos, una explicación histórica: la mutación que por esas fechas ocurre tanto con respecto al número de presos como con relación a su origen político. Pero esta explicación, por fundamentada que esté en el análisis de las fuentes puramente carcelarias así como en el estudio del contexto político general, no colma el vacío ni arroja luz suficiente, muy a nuestro pesar, sobre la práctica penal de esos años, que así resultan, como en otros sentidos, considerablemente opacos, y que hemos tratado de aclarar mediante una consulta amplia de los órganos de prensa de la oposición, tanto interior como exilada, consulta que no ha podido ser tan a fondo como hubiésemos deseado por limitaciones de tiempo, por un lado, y por lo incompleto de las colecciones, la dispersión de las mismas, la inaccesibilidad pura y simple de otras.

El equipo investigador se ha esforzado también por obtener testimonios personales redactados especialmente para esta obra. Dadas las características del desarrollo del trabajo, no se podía aspirar a obtener series de testimonios sistemáticos ni lo bastante numerosos como para que consintieran una elaboración cuantitativa de ellos.

En efecto, este libro no podía ser meramente una recopilación de cifras e informes sobre las cárceles en el Estado español. No expresa una neutralidad -ni siquiera estadística- inexistente. Más que libro blanco cabría llamarlo Libro negro sobre este aspecto central de la represión franquista, aunque su título, pensamos, se justifica plenamente porque está construido primordialmente con documentos originales sobre el tema, muchos de ellos inéditos, parcial o íntegramente transcritos.

Algunos testimonios y documentos, por proceder de presos de ideología diferente, resultan contradictorios en su enfoque o conclusiones, sobre todo en lo que a vida política dentro de las cárceles se refiere. El que su reproducción se haga a menudo de modo fragmentario obedece al deseo de facilitar la lectura del conjunto, evitando un exceso fastidioso de repeticiones, pero en ningún caso a una censura ideológica.

El equipo investigador -quien firma con el seudónimo de Ángel Suárez y el grupo de trabajo que se agrupa bajo el apelativo de Colectivo 36- se ha limitado a la búsqueda de documentos, a su crítica y a tratar de proporcionar al conjunto una arquitectura que lo hiciera inteligible, convencidos desde el principio de sus limitaciones en los aspectos citados y sabedores de que no podrían hacer obra definitiva. Los defectos del libro les son imputables. Los aciertos hay que atribuírselos a quienes redactaron lo esencial de la materia elaborada -presos y antiguos presos-, a los grupos de ayuda a los presos y de lucha contra la represión, y en este sentido, que no es falsa modestia, sino la pura verdad, cabe hacer una mención especial al colectivo que firma Grupo de Solidaridad, de Barcelona, y a la organización Amnesty International. Como en otros libros propiciados por Ruedo ibérico, A. Suárez y el Colectivo 36 han hecho un trabajo de modestos pioneros, impulsados por la urgencia de proporcionar al movimiento tanto del interior de la cárcel como de la sociedad española un instrumento, por imperfecto que sea, utilizable en las acciones necesarias para derribar los muros que separan en ghettos aislados las luchas contra la represión de las luchas políticas generales contra la dictadura, contra el régimen no menos coercitivo contra sus opositores que sucederá al franquismo puro. En definitiva, una puerta abierta a la crítica radical del sistema penitenciario, pues las prácticas represivas se ejercen en todos los regímenes burgueses, democráticos o no, y se diferencian únicamente por el nivel de sofisticación y complejidad de las técnicas utilizadas. La represión la ejerce el poder, las clases dominantes, y en absoluto una persona individual, aunque ésta sea el medio ejecutor de aquéllas. Sólo en la medida en que ese poder pueda ser controlado por la colectividad, la represión dejará de ejercerse sobre el proletariado. Sólo en la medida en que el poder burgués sea controlado por la colectividad y deje de ser burgués, la prisión dejará de ser un instrumento de integración capitalista, porque mientras la burguesía controle el poder habrá presos "comunes".

Y a este respecto, este libro da también testimonio de un fracaso: la incapacidad de la oposición antifranquista ayer, democrática hoy, para responder unitariamente, indiscriminadamente y de manera permanente a la represión del régimen contra sus opositores, contra todos aquellos que desde ángulos diversos y con métodos diferentes impugnan el sistema social vigente en España.

Los principales autores de este libro son los propios presos, los presos de cada una de las etapas del régimen franquista, los presos de después de Franco. Y mayoritariamente se expresan los presos políticos. La propia naturaleza del régimen franquista ha alzado barreras que reforzaron la tradicional discriminación, asentada en valores y pautas de conducta profundamente enraizados en la sociedad española como en las demás, del preso común por el político, imbuido éste de su pertenencia a una élite, a un grupo social "superior". Sólo en casos esporádicos a lo largo del periodo franquista, y con mayor -aunque no muy grande- frecuencia en los últimos años, se han producido hechos que muestran una evolución a este respecto, que se traduce en el paulatino y generalizado abandono del sentimiento de ser individual y socialmente superiores los presos políticos. Y ello ante la presión unificadora que supone no ya el ser sino el saberse consecuencias y víctimas unos y otros de un mismo sistema social alienante.

Este libro revela también lo lentos que son los progresos en este camino y la necesidad que hay de cambiar la tradicional escala de valores, no sólo en el universo cerrado de las prisiones, sino en la calle, en la opinión pública general, y para empezar en los propios grupos políticos cuya lucha "aprovisiona" las cárceles de presos políticos, como ya han empezado a comprenderlo los grupos políticos de oposición en otros países del área capitalista. Pues mientras haya presos "comunes" habrá también presos "políticos".(5)

Equipo Ruedo ibérico


Notas

1. Véase Klaus Croissant: A propos du procès Baader-Meinhof Fraction Armée Rouge. La torture dans les prisons en RFA, Christian Bourgois, París, 1975. También: Derniers textes d'Ulrike Meinhof, suplemento a Rouge, París, 1976.

2. Véase Wilhelm Reich: La psychologie de masse du fascisme, Payot, París, 1974. Las diversas ediciones en castellano que circulan son incompletas y omiten capítulos esenciales para lo que ahora estamos tratando. También, del mismo autor: Ecoute, petit homme!, Payot, París, 1975.

3. Véase el artículo de Claude Julien en Le Monde Diplomatique de diciembre de 1975; Le Monde Diplomatique, mayo de 1976, sobre las libertades públicas en Inglaterra, así como la polémica que a lo largo del primer semestre de 1976 se ha desarrollado en la prensa europea, con motivo de las leyes sobre el empleo de funcionarios de la República Federal Alemana.

4. A. Téllez: La guerrilla urbana: Facerías, Ruedo ibérico. París, 1974.

5. A este respecto, y con ocasión del indulto juancarlista del 30 de Julio de 1976, la única manifestación en la prensa española que conocemos que haya expresado puntos de vista semejantes a los mantenidos en la presente obra, ha sido el artículo de Fernando Savater "El motín de Carabanchel: los otros presos políticos" publicado en el n° 706 de la revista Triunfo. Savater escribe lo siguiente: "¡Qué repugnante sería una reconciliación nacional de la gente "de bien", de las personas "decentes de izquierdas y derechas, que sanciona como inevitable, natural o "común" la prisión de tantas víctimas de la política que se trata de combatir! Subleva la acusatoria rapidez con la que quienes no sueñan más que con darse nuevos amos y desean descargar cuanto antes su raquítica erección revolucionaria han saludado como satisfactoria la doblemente insuficiente amnistía real, que por un lado olvida a numerosos luchadores contra el franquismo de los llamados habitualmente "políticos" y por otro a todos los otros presos políticos, los impresentables, a los que ningún partido ni grupo respalda, los que no tienen otro emblema que su oprobio ni otra fuerza que la de su universal marginación." Veáse también las dos cartas contradictorias publicadas a raíz de este artículo en el n° 711 de la misma revista (11 de septiembre de 1976)