Éditions Ruedo ibérico
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Prólogo


El autor de este libro, publicado en inglés en 1972, ha pedido a Ruedo ibérico que en esta edición figure un prólogo para los lectores españoles. Con el acuerdo del autor. Ruedo ibérico me ha pedido que lo redacte. En un país de fuerte tradición sindicalista como España y en un momento en la historia del capitalismo en que la lucha de la burguesía contra los sindicatos, con el fin de mantener la tasa de ganancia, ocupa ya un lugar central en la vida económica y política de países como Italia e Inglaterra y seguramente la va a ocupar en otros, es oportuno disponer de este estudio de Jon Amsden. El lector encontrará en él una descripción detallada del funcionamiento de un «jurado de empresa» y de la negociación de un convenio colectivo en una fábrica de cemento catalana. A partir de esta descripción, Amsden realiza un análisis de la lucha económica diaria de la clase obrera española en el marco de la organización corporativista que le fue impuesta tras su derrota en la guerra civil, y estudia las posibles vías por las que puede encaminarse el sindicalismo obrero español que poco a poco va desembarazándose de esta camisa de fuerza.

Amsden examina las posibles estrategias: la participación o no participación en las elecciones en la Organización sindical corporativista y en la negociación colectiva (provocando en este último caso la aplicación de una decisión arbitral obligatoria y por tanto el enfrentamiento directo entre los obreros y el Estado).

Ha sido otra vez un extranjero, como viene ocurriendo desde hace tiempo (de lo cual es testimonio la lista de autores de la colección «España contemporánea» de Ruedo ibérico) quien ha tenido la independencia de criterio y la fuerza moral necesarias para abordar un tema que los universitarios españoles consideran excesivamente espinoso. Lo mejor de lo publicado en España sobre el tema son los libros de José María Maravall, escritos sin embargo bajo la doble presión de la censura y de la autocensura. (1)

La lucha obrera en España en la época franquista ha estado dirigida contra el sistema corporativista. Con el tiempo, esta lucha sorda, difícil, poco espectacular, de todos estos años, tal vez va a atraer tanta atención y no menos admiración del resto del mundo que la celebrada explosión revolucionaria de 1936. En efecto, habría que estar ciego a la realidad del capitalismo mundial para pensar que la ordenación corporativista de la sociedad capitalista es un monstruo anacrónico definitivamente fallecido en 1945. En América, los generales chilenos y brasileños encomían abiertamente la «democracia orgánica»; en el Perú, el nacionalismo criollo de los generales va unido a una ofensiva antisindical; en México, tras una fraseología revolucionaria hay la realidad de un partido supuestamente interclasista que dificulta la existencia de sindicatos obreros independientes; y en la Argentina, en fin, se sigue buscando ese tercer camino entre el capitalismo y el socialismo que, en la filosofía política del general Perón, pasa por la concordia entre obreros y patronos en el seno de la gran patria argentina. También en Europa, finalizada a lo que parece la etapa de extraordinaria expansión capitalista de las décadas de 1950 y 1960, y estando al mismo tiempo en crisis los fundamentos de la teoría económica neoclásica que durante esos años sirvió para limitar la participación obrera en los frutos de esa expansión (utilizando la llamada «política de rentas», basada en principios pseudo- científicos tales como que los aumentos de salarios no deben ser mayores que los aumentos de productividad si se quiere evitar la inflación), la solución burguesa a la agudización de la lucha de clases dentro de cada Estado puede muy bien estar en la reaparición, tal vez bajo otro nombre, de la doctrina corporativista.

Hay dos modelos de cómo puede funcionar la sociedad capitalista: el modelo liberal y el modelo corporativista. El modelo liberal permite la sindicalización obrera independiente y, en lo político, se basa en elecciones con sufragio universal en las que compiten partidos políticos. La afiliación y la votación por uno u otro partido dependen sobre todo de la clase social, aunque también influyan otras variables, como la región, la edad, el sexo, etc. Todos los países de Europa occidental, tanto los de régimen presidencial como parlamentario, están organizados así.

El modelo corporativista, cuyo ingrediente doctrinal más importante es la supuesta superación de la lucha de clases, suprime los sindicatos obreros independientes. En su forma más amplia (que, por ejemplo, no existe aún en el Brasil), el modelo corporativista supone la creación de corporaciones profesionales que agrupan a todos cuantos «trabajan» en determinada profesión, como obreros o como patronos; los españoles hemos conocido estas corporaciones con el nombre de «sindicatos verticales». Están prohibidos los partidos políticos que representan clases sociales y no hay elecciones con sufragio universal y directo. Si acaso, hay elecciones con sufragio indirecto y las cámaras legislativas y otros órganos supuestamente representativos cuentan con miembros de las corporaciones. Por ejemplo, en los municipios españoles y en las Cortes, un tercio de los puestos está reservado a los concejales o a los procuradores de los «sindicatos verticales».

En cuanto a su capacidad de dar cauce a la lucha de clases, el sistema corporativista es claramente inferior al sistema liberal puesto que se basa en la mentira de que es posible superar la lucha de clases, en tanto que el sistema liberal reconoce su existencia. El sufragio universal y el derecho de sindicalización obrera fueron, al fin y al cabo, difíciles conquistas de la clase obrera. Ciertamente, es la previsible resistencia popular y obrera contra los intentos de ordenación corporativista de la sociedad lo que explica que las burguesías de muchos países se pronuncien todavía en favor de regímenes liberales. Pero como sistema dirigido, no a reconocer y encauzar la realidad de la lucha de clases, sino a suprimirla en beneficio de los capitalistas, el sistema corporativista es evidentemente superior.

No sorprende, pues, la existencia de regímenes como el español. Sin embargo, y aquí reside el interés del libro de Amsden, una excepción notable en el corporativismo español ha sido que los salarios y condiciones de trabajo dejaran de ser regulados únicamente por el Ministerio de Trabajo, como ocurrió entre 1939 y 1958, y pasaran a ser determinados mediante convenios colectivos entre representantes obreros y representantes patronales.

El desarrollo del capitalismo español hizo conveniente para la burguesía la contratación colectiva. Se quiso así incrementar los ritmos de trabajo y la movilidad de los obreros a cambio de incrementos de salarios y primas negociados directamente. Pero la existencia de convenios colectivos presentó problemas doctrinales y prácticos al régimen español.

El libro de Amsden trata con cierto detalle los problemas prácticos, de los cuales el más importante es que, al existir la contratación colectiva, los obreros tienden a darse en las fábricas una representación genuina que lleve las deliberaciones con el debido empeño, chocando así con quienes pretenden representarles en los «sindicatos verticales». Al margen de la evolución de las llamadas «comisiones obreras», que es como se designó inicialmente a ese embrión de sindicatos independientes, el conflicto entre la existencia de convenios colectivos y la falta de representación obrera auténtica sigue plenamente vigente. Así, al tiempo de escribir este prólogo, en las páginas que los periódicos y revistas dedican a lo que modestamente llaman temas «laborales» (y más explícitamente en los boletines informativos clandestinos de API, APEP, etc.), poco trabajo cuesta encontrar ejemplos de los problemas estudiados por Amsden. Leemos, por ejemplo, que los obreros metalúrgicos de Cornellà «plantean la necesidad de un marco comarcal de resolución de sus problemas, entendiendo que éste les ofrece condiciones de negociación -una correlación de fuerzas, en definitiva- más favorable». Como Amsden explica, la autenticidad y militancia de la representación obrera es en principio tanto mayor cuanto más restringido sea el ámbito geográfico del convenio: en este caso, los obreros prefieren el ámbito comarcal al provincial. Leemos también que en «Fabrelec» hay una huelga de trabajadores «contra su propio Jurado, al que no reconocen», mientras que en Standard de Madrid, tras la famosa huelga de principios de 1974, «más de siete mil trabajadores de Standard han solicitado, a través de un escrito, del ministro de Relaciones Sindicales, la destitución de los catorce componentes de la Comisión deliberadora que firmaron el convenio».(2) Los convenios colectivos plantean pues, crudamente, el problema de la libertad sindical.

¿Cómo pudo un régimen que dio por acabada la lucha de clases, tras una cruel matanza de cientos de miles de obreros, promulgar en 1958 una ley de contratación colectiva? ¿Qué revisión doctrinal tuvo que ocurrir? El libro de Amsden no trata muy a fondo esos problemas ideológicos.

Que la existencia de convenios colectivos es una paradoja dentro del régimen corporativista español se advierte en los intentos de hacerla compatible con la doctrina de la empresa como «comunidad de intereses», lo que es parte del credo corporativista y tiene, en España, connotaciones católicas. El respeto a la realidad histórica no ha sido nunca un rasgo del pensamiento social católico, y la pujanza del liberalismo en los años posteriores a la derrota militar del fascismo lo dejaron aun más desvalido que antes. Pero, saliéndose del marco catolicón y provinciano español, tiene mayor interés y es más alarmante la revalorización de la obra de Durkheim que viene ocurriendo en los círculos intelectuales nordatlánticos en este momento de crisis del capitalismo y de agudización de la lucha de clases. Es en Durkheim, y no en las melosidades de las encíclicas, donde están los antecedentes intelectuales más serios de la doctrina corporativista. En lugares como España, la recepción de las ideas de Durkheim se hizo a través de juristas como Duguit (discípulo de Durkheim en Burdeos). En los años de la segunda República, la derecha católica española esgrimía la doctrina de la «función social» de la propiedad. Frente a la tesis socialista de la explotación de la clase obrera por la clase capitalista, la derecha asegura que todos cumplen una útil función social en ese todo orgánico y armonioso que es (o debe ser, si no de grado por fuerza) la sociedad capitalista. La legislación española da una lista de objetivos sociales que la contratación colectiva debe supuestamente favorecer; entre ellos, «la integración en una comunidad de intereses y de unidad de propósitos de los elementos personales que intervienen en el proceso económico y el fortalecimiento de la paz social».(3) Al mismo tiempo, no olvida añadir objetivos menos metafísícos, más sustanciosos para los capitalistas, como «el incremento de la productividad». Fue, en efecto, el deseo de los capitalistas de conseguir mayores rendimientos de los trabajadores (deseo púdicamente oculto tras la fórmula de la «racionalización» del trabajo que tan de moda estuvo por los años 1959-1960) lo que llevó a la introducción de la contratación colectiva, como instrumento para ligar los aumentos de salarios al aumento de la cadencia en el trabajo.

El régimen franquista es, como decía al principio, la expresión de la dominación de la burguesía, a cuyas diversas fracciones ha permitido un cierto pluralismo al tiempo que al proletariado le ha negado toda posibilidad de expresión política y sindical. Y, sin embargo, el régimen franquista ha permitido la negociación de convenios colectivos y, por tanto, la discusión, al céntimo, del nivel de salarios, de la tasa de los destajos, del pago de sobretiempos y de todos los demás detalles que constituyen la materia prima de la lucha de clases tanto en las fábricas como en la agricultura latifundista. La fórmula piadosa de la empresa como «comunidad de intereses» disimula muy mal la realidad de esta lucha de clases. Los asesinatos de obreros que la policía y la Guardia civil han prodigado en los últimos tiempos han sido casi siempre el capítulo final de la negociación de un convenio colectivo, que los obreros manifestantes deseaban más rápida y más favorable a ellos.

La nueva legislación de 1973 (posterior por tanto al libro de Amsden) modifica en algunos puntos la legislación de 1958, en el sentido que cabe esperar en un régimen de dominio burgués que debe enfrentarse a un proletariado que poco a poco va perdiendo el miedo y va recuperándose de su gran derrota. La nueva ley amplía el plazo mínimo de los convenios a dos años (en perjuicio de los trabajadores); prohíbe las huelgas durante la negociación, bajo sanción de suspensión de ésta por seis meses; abre la posibilidad de convenios de ámbito nacional (siendo así que, en las circunstancias españolas, los obreros tienen más fuerza a nivel geográfico más restringido, donde sus representantes espontáneos al margen de los «sindicatos verticales» pueden actuar con menos publicidad); y da a la «organización sindical» corporativista funciones de arbitraje más amplias, previas a la imposición de la «norma de obligado cumplimiento» dictada por las delegaciones del Ministerio de Trabajo (que ahora se llama «decisión arbitral obligatoria»). Como Amsden dice, la intervención «arbitral» del Ministerio de Trabajo implica un enfrentamiento directo muy claro entre los obreros y el Estado. Desde luego, en la medida en que la «organización sindical» corporativista haya sido cada vez más infiltrada en sus niveles inferiores por auténticos representantes obreros, el enfrentamiento entre las instancias inferiores y las superiores de la «organización sindical», presuntamente arbitrales estas últimas, supone también de hecho un enfrentamiento de la clase obrera con el Estado, y no es en absoluto una pugna meramente intrasindical.

La contratación colectiva fue un estímulo importante en la larga lucha del proletariado español por desembarazarse de los «sindicatos verticales» y por recobrar su sindicalismo de clase. La fraseología oficial según la cual los convenios colectivos fomentan «la concordia y la armonía entre los elementos de la producción» es pura retórica corporativista. Han fomentado, por el contrario, la difícil y lenta creación de incipientes estructuras sindicales auténticas. Esta es la tesis central del libro de Amsden. A pesar de su brevedad, de algunos pequeños errores y de haber sido escrito para lectores extranjeros, bien vale la pena publicarlo en castellano y bien puede servir a los estudiantes españoles de introducción al tema más importante de la realidad política española.


Juan Martínez Alier Junio de 1974


NOTAS

1. Trabajo y conflicto social, Madrid, Edicusa, 2a ed., 1968. El desarrollo económico y la clase obrera. Un estudio sociológico de los conflictos obreros en España, Barcelona, Ariel, 1970.
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2. Todas estas cifras son de Cambio 16, 17-23 de junio de 1974, p. 60-63.
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3. Ley 18/1973, de 19 de diciembre, de Convenios colectivos sindicales de trabajo, Boletín Oficial del Estado, 3 de enero de 1974.
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