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El furgón de cola


En uno de sus Divagaciones y apuntes sobre la cultura fechado el 12 de julio de 1916 y titulado "La reacción", Antonio Machado comenta la situación cultural de España y opina resignadamente: "Seguimos guardando, fieles a nuestras tradiciones, nuestro puesto de furgón de cola".

No recuerdo con exactitud la época en que leí estas "divagaciones" (probablemente hacia 1957). La frase de Machado suena de modo familiar en nuestros oídos y no retuvo especialmente mi atención por aquel entonces. Desde el siglo XVII (recuérdese si no el bello poema de Cervantes sobre "la sola y desdichada España") el tema de la decadencia nacional es un lugar común entre nuestros escritores, cuando no (como en Quintana, Lista y tantos otros) un árido latiguillo teatral. En su correspondencia con Roda una de las personalidades más sugestivas del despotismo ilustrado, el embajador José Nicolás de Azara, se expresa en términos parecidos a Machado y, tras indicar que España hiede a cadáver, lamenta que "porque el diablo quiere, hayamos de ser siempre la cola de todas las naciones". El gran poeta del Noventa y Ocho seguía, pues, una tradición muy castiza y su desaliento enlaza con la vieja corriente pesimista del pensamiento liberal español frente a la hosca y deprimente realidad de nuestra patria. Para España no pasan días, decía Larra; para la intelectualidad progresista española, añadiría yo, tampoco. Las desdichas nacionales, tan traídas y llevadas del Noventa y Ocho para acá, han venido a parar en una especie de figura retórica, comodín fácil de nuestra garrulería nativa: el uso y abuso actual (tan hueco y orondo como el de los afrancesados de 1800) de los "me duele España", "queremos a España porque no nos gusta", "españahogándose" y otras fórmulas estereotipadas en boga justificaría sobradamente su extrañamiento definitivo de nuestro lenguaje. Con poco pudor y mucho énfasis nos servimos de ellas para ventilar resentimientos y complejos y hasta (como hizo la derecha en 1936) organizar Cruzadas salvadoras que terminan, como todas las Cruzadas, en un repugnante y odioso baño de sangre. A la verdad entre el término "España" y España existe un divorcio creciente que los tenores, barítonos y bajos de nuestra retórica no pueden o no quieren advertir: mientras en los últimos años la estructura económica de nuestra sociedad se transforma rápidamente y la conciencia individual y social refleja las consecuencias del cambio, el término "España" mantiene entre los intelectuales su inalterable claroscuro. El fenómeno es sorprendente y muestra hasta qué punto los esquemas mentales adoptados por pereza y rutina son difíciles de extirpar. El proceso de adaptación de España a la moderna civilización industrial no ha sido objeto hasta ahora de ningún análisis serio en sus aspectos morales y culturales. Por motivos que no vienen a caso seguimos aferrados al concepto de una España arcaica cuando en muchos terrenos, y para cualquier observador incluso superficial y exterior, este concepto no corresponde a la realidad. Se objetará con razón que quienes viven "dentro" ven más (et pour cause) lo que permanece que lo que se modifica. Pero la denuncia del anacronismo no debe llevar a enmascarar los cambios por nobles que sean las causas invocadas. Tal actitud equivaldría a abandonar en manos de la derecha el análisis real de nuestro momento histórico. Para bien y para mal España avanza por el camino de su integración en la familia industrial europea, pero un gran sector de nuestros intelectuales no parece haber meditado suficientemente acerca de la importancia -del cambio de los métodos de producción y la consiguiente alteración de nuestra conciencia social (lo que explica el carácter cada vez más irreal y precario de su anquilosado lenguaje). El retraso de la cultura con respecto a la técnica nos hace disparar pólvora en salvas: nuestros tiros no dan en el objetivo, el blanco es otro. Si releemos ahora la frase de Machado la conclusión que se impone es muy triste. Por una paradoja que intentaremos aclarar aquí los herederos de la tradición liberal y progresiva ocupamos hoy de cara al país un puesto poco envidiable en el vetusto "furgón de cola".

Pese a la aparente inmovilidad de nuestra corteza política (superestructura) el periodo que atravesamos pasará a la Historia como uno de los más ricos y decisivos en cambios profundos (estructurales). Con bastante retraso en proporción de los demás países europeos España se adentra por un camino conocido (el de su industrialización por obra del capital monopolista) sin que quienes estando obligados a proveerlo por vocación e ideología nos hayamos ocupado en atender al ejemplo de nuestros vecinos y en sacar de él las consecuencias necesarias. Como analizaremos más tarde, el proceso de transformación actual lleva consigo una serie de implicaciones morales y culturales hirientes y a menudo dramáticas para el idealista cándido que anida en el corazón de cada uno de nosotros: en lugar de la Revolución en que soñáramos (continuadora de la obra del despotismo ilustrado y de la tradición progresiva del XIX), desbaratada en 1936-1939 por intervenciones extrañas y errores ajenos y propios, topamos con la realidad ingrata de un país en pleno proceso de desarrollo y acomodado, en apariencia, a un "progreso" que niega la necesaria existencia de libertades. Moralmente los intelectuales y artistas españoles no conformistas nos hallamos y nos hallaremos cada vez más en una situación semejante a la de nuestros colegas franceses del siglo XIX cuando, enfrentados al materialismo desenfrenado de la época y tras el fracaso de las diversas tentativas revolucionarias, buscaban refugio en un individualismo romántico como Baudelaire o se encastillaban en un escepticismo político, social y moral como Flaubert, Michelet y Taine. La civilización neocapitalista de empresarios, técnicos y especuladores, de gente que vive por el rendimiento y para el rendimiento, condena de modo inapelable las "virtudes" humanas de nuestra sociedad primitiva. La nobleza, la lealtad, el desinterés que caracterizaban hasta hace unos años a los españoles son barridos hoy despiadadamente por el credo de la nueva religión industrial y con ellos desaparecen, asimismo, las razones sentimentales y morales de nuestra adhesión a la causa del pueblo que las encarnaba. Este hecho explica, por un lado, la incertidumbre y desgarro íntimo de los intelectuales; por otro, la necesidad amarga de establecer un nuevo tipo de compromiso más razonado y menos espontáneo, más científico y menos moral, encuadrado fatalmente en la disciplina de los partidos políticos que deciden y actúan en nombre del pueblo. Pues, a diferencia del periodo en que vivieran Baudelaire y Flaubert, ya no hay pueblo sino, por emplear una expresión de Octavio Paz, masas organizadas. "Ir al pueblo, escribe, significa ocupar un lugar entre los "organizadores" de las masas". El intelectual inconformista de hoy se ve en el dilema de escoger entre la rebeldía romántica o convertirse en funcionario organizador: aceptando el primer término de la antítesis se condena a ser estéril; inclinándose por el segundo, renuncia a su libertad. En cualquier caso, en contraste con su optimismo ingenuo del periodo anterior, asiste a una extraordinaria reducción de sus poderes. ¿Qué puede el intelectual en el marco de una sociedad capitalista? Poco o muy poco. El mundo industrial moderno le despoja de sus ilusorios atributos y, en el reajuste que se opera, la tentación es muy fuerte de abandonar la partida y, en el naufragio moral de la época, buscar una salvación estrictamente individual. La importancia de Cernuda se explica en parte por haber sido el primero entre nosotros en comprender la inexorable severidad de la alternativa. A pesar del sangriento triunfo militar de la reacción en la guerra de 1936-1939, con un coraje y abnegación que le honran, la clase intelectual española no quiso eludir sus responsabilidades: ante la España negra en el poder, siguiendo el ejemplo de la tradición liberal y progresiva, abrazó el compromiso activo defendido por Larra. Pero las circunstancias de hoy ponen en tela de juicio ciertos aspectos de este compromiso y es posible observar en su edificio la existencia de algunas grietas. Una revolución económicosocial se opera bajo la inmovilidad de la superestructura política y, poco a poco, la problemática de la civilización industrial sustituye a la la sociedad precapitalista que conociera Larra. La esfera de acción del intelectual disminuye, el tecnicismo reemplaza al compromiso sentimental y desinteresado, la tentativa de evasión romántica apunta en el horizonte. Larra o Cernuda: el dilema nos impone una elección. Pero España oscila todavía entre dos mundos, un pie en cada uno de ellos. Diferentes realidades conviven, reflejo de situaciones diversas: el siglo XIX y el siglo XX estrechamente aunados. Larra y Cernuda: en la etapa intermedia que vivimos la Historia da razón a los dos.

El amable lector me perdonará si entro aquí en algunas consideraciones de orden personal. A los intelectuales y artistas de origen burgués de mi generación nos ha tocado vivir una de las fases más desconcertantes y ariscas de nuestra historia. Nacido en 1931 tenía yo cinco años en el momento de la sublevación del Ejército contra la República y ocho cuando ésta sucumbió definitivamente a manos de los militares. Educado como la mayoría de los muchachos de mi medio social en una institución religiosa descubrí al término de la adolescencia la absoluta ineptitud de los principios que me inculcaron respecto a la triste experiencia de nuestra realidad española. Pasada aquella desilusión primera mi insatisfacción moral y un sentido elemental de justicia me condujeron insensiblemente al campo de las fuerzas políticas que, en ilegalidad obligada desde 1939, defienden, con tenacidad y heroísmo, la causa de nuestras libertades. La Revolución se infiltró en el ámbito de mis preocupaciones cotidianas y, como muchos otros intelectuales coetáneos míos, he supeditado a ella durante casi diez años mis inquietudes intelectuales y artísticas. Pero, por segunda vez, la Historia se ha encargado de burlar la bondad de mis propósitos: el país cambia, pero no del modo que habíamos previsto. Los intelectuales de izquierda nos hemos preparado para algo y no ha pasado nada. A los treinta y pico años de edad los hombres de mi generación nos encontramos en la situación anormal de envejecer sin haber conocido la juventud ni responsabilidades. Ni la educación tradicional ni la que nos forjamos por nuestra propia cuenta nos habilitan a intervenir con posibilidades de éxito en un universo que todo lo inmola (y esto no es más que el comienzo) a la apoteosis de los valores mercantiles. La civilización industrial contemporánea no reconoce el antiguo y noble papel que los intelectuales desempeñabamos desde el siglo XVIII: el de una élite desinteresada, consagrada a los ideales del bien público y el progreso. El mundo que (salvo imprevistos) nos aguarda no cuenta con nosotros y nos deja de lado. Como en los demás países avanzados de Occidente -con un retraso de varios lustros- la élite humanista tiende a extinguirse poco a poco, suplantada por la eficacia técnica del intelectual empresario o las consideraciones estratégicas del intelectual organizador. ¿Podemos aún escapar al dilema? En mí opinión, no. A menos de quemar las naves y evadirse como decidió e hizo Rimbaud, como soñó y no pudo hacer Cernuda. Pero, al cabo y a la postre, ¿qué es esta huida sino una forma disfrazada de dimisión?

Los trece ensayos reunidos en el presente volumen reflejan voluntariamente la ambigüedad y el desgarro inherentes a la situación peculiar del intelectual en España. En el análisis de los problemas de nuestra sociedad y nuestra cultura no me he propuesto seguir ni mucho menos un método sistemático: la sinuosa complejidad de aquéllos exige, por el contrario, una movilidad de pensamiento ("transhumancia de ideas", diría Breton) que no excluya tan siquiera la contradicción ni lo que pudiéramos llamar "visión bifocal" de los mismos. Tampoco ha sido mi intención formular respuestas a las preguntas que planteo -o formularlas de tal modo que en la mente del lector se conviertan a su vez en preguntas.

El furgón de cola recoge parte de mis artículos escritos entre 1960 y 1966, artículos que fueron publicados, en su mayoría, en diferentes revistas y semanarios europeos y americanos. Al agruparlos he suprimido solamente aquéllos que por su limitado interés periodístico o sus errores e insuficiencias manifiestos no merecen la reproducción. Asimismo me he permitido introducir en ellos una serie de añadidos, cortes, modificaciones y refundiciones necesarios a la armonía y mejor comprensión del conjunto.

Una última apostilla al lector: el pesimismo que se desprende de estas páginas tiene como paliativo y reverso (¿o es una ilusión mía?) la esperanza de que, en sus modestos límites, contribuyan al saneamiento de nuestra atmósfera cultural. ¿Ambición vana? Probablemente. Pero indispensable para mí. Sin ella (y mi romanticismo incurable) no me hubiese decidido a darlas a luz. Sírvame ello de excusa y me evite (aunque mi conjuro sea utópico) la proverbial "saña vieja retenida" y los españolismos y ruines procesos de intenciones.


Juan Goytisolo