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EL COLONIALISMO ESPAÑOL EN MARRUECOS


Autor: Martín, Miguel.
Editor: Ruedo Ibérico.
Lugar y fecha: París, 1973.
Páginas: 263 de 18 X 12 cm

CONTENIDO

El libro de Miguel Martín es un intento de hacer una historia crítica y sintética de la acción española en Marruecos desde 1860 a 1956, prolongada, en sus conclusiones, con un estudio de los actuales problemas en los territorios del Río de Oro.

Se inicia la obra con una introducción en la que el autor se lamenta del escaso interés que el tema marroquí ha suscitado entre los estudiosos de nuestra historia contemporánea y declara su intención de contribuir a subsanar este vacío con sus reflexiones sobre «la problemática colonial española en Marruecos» (página 5). Ya en ella nos aclara lo que será la tesis de su trabajo: que España encontró en Marruecos una sociedad organizada, con gran amor a la libertad y sentido patriótico, a la que destruyó sistemáticamente, empobreciéndola, ante la indiferencia de los partidos obreros y aún de las propias clases trabajadoras, que no supieron valorar en toda su importancia el movimiento nacional marroquí (página 6).

Termina lamentando no poder añadir alguna estadística «sobre lo que los colonialistas denominan labor civilizadora de España en Marruecos» (pag. 7), y afirma que la imposibilidad radica en que no existen tales estadísticas.

Después de este «prometedor» anuncio, el autor se adentra en la obra propiamente dicha, que divide en cinco capítulos y unas conclusiones finales, que dedica sucesivamente al reparto de Marruecos, la ocupación, la pacificación y la expulsión.

El capítulo en que habla del reparto se inicia a mediados del siglo XIX con la ocupación por el general Serrano de las Islas Chafarinas en 1848. De forma muy sucinta relata los acontecimientos que se desarrollan desde esta fecha hasta el establecimiento del protectorado, empezando por la campaña de 1860, a la que puso coto Inglaterra, con lo que, según el autor, «evitó que de inmediato se pusiese en evidencia la capidad del ejército español, a la vez que paralizaba los propósitos colonialistas de Madrid» (pág. 15).

Según el autor, todo el problema marroquí se produjo por la resistencia de los marroquíes a los abusos de los españoles ocupantes de Ceuta y Melilla, lo que originaba frecuentes incidentes fronterizos que fueron la causa de las crisis sucesivas de 1893, «ridicula parodia de la inútil tragedia de 1860», y las posteriores de 1907 y 1909. Todo llevaba a una guerra a la que, según Martín, nos arrastraba el ansia de participar en el reparto del Imperio Jerifiano y la rivalidad entre las grandes potencias.

Francia, deseosa de redondear su imperio colonial norteafricano, se desentendía completamente de Tripolitania, que dejaba en manos italianas, y para calmar a los británicos proponía a España un acuerdo por el que se dejaba a Madrid «la soberanía sobre la región de Fez, Taza, Cuenca del Sebí, todo el norte del país» (pág. 18). Esto ocurría en 1902, y los españoles no aceptaron, temerosos de una reacción británica semejante a la de 1860, pero el Gobierno de Londres prefería que fuera España quien se estableciera frente a Gibraltar, por ser «nación sin peso ni potencia alguna». Se llega así al acuerdo de 1904, en el que ya se recortan notablemente las cesiones a España, a la que se priva de Fez y Taza y se decide que Tánger «sea objeto de un régimen especial» (pág. 19).

La reacción de Alemania provoca la convocatoria de la Conferencia de Algeciras de 1906, en la que se reconocieron los intereses especiales de Francia y España.

En 1907 se ocupan Larache y Alcazarquivir y en 1912 se firma un nuevo tratado franco-español en el que se legaliza el protectorado de ambas sobre Marruecos. España veía reducida su zona de influencia de forma drástica, limitándola al territorio del norte situado frente a sus costas. 26 000 kilómetros cuadrados de «la parte más pobre, montañosa y árida de Marruecos» (pág. 31).

Antes de este reparto España se había visto envuelta en un conflicto grave cuando en julio de 1909 los rifeños atacaron a las tropas que protegían a los obreros que construían el ferrocarril de las Minas del Rif. El autor califica los hechos de «acciones de rapiña» de los españoles a las que respondieron los rifeños para impedir «la expoliación de sus riquezas minerales» (pág. 34), y comenta que «ningún proletariado de país colonizador se opuso con la firmeza de la clase obrera española a las aventuras colonialistas» y que los «sindicatos y partidos obreros españoles mantuvieron sistemáticamente una oposición a la conquista colonial y una defensa de la independencia del estado marroquí» (pág. 33).

Estos hechos fueron los que ocasionaron la semana trágica de Barcelona y graves acontecimientos en todo el país. A la protesta del proletariado español se unió, dice el autor, el fuerte sentimiento nacional de los marroquíes y la ineptitud de nuestro ejército, y estos «serían los tres principales obstáculos que encontró el colonialismo español en sus deseos de expansión de 1909» (pág. 39).

Para Miguel Martín la lección de 1909 es la de que «no es colonialista quien quiere, sino quien puede» (pág. 40), y subraya que incluso los sectores conservadores se oponían a la aventura marroquí, «hasta tal grado que la dictadura de Primo de Rivera, destacado colonialista, pensase seriamente en respetar la independencia del pueblo marroquí» (pág. 40).

Sentadas así las bases de lo que había de ser la acción de España en Marruecos, una aventura que repudiaba el país, pasa a estudiar la ocupación, a la que se comprometió España después del establecimiento oficial del protectorado por real decreto de 27 de febrero de 1913. Miguel Martín pasa revista a los aconteci-mientos que se desarrollaron desde que, en 1911, El Mizzian predicó la guerra santa contra los españoles, hasta que vencido Abd-el-Krim, Sanjurjo dio fin a la larga campaña el 10 de julio de 1927. El camino había sido prolongado y amargo y para Miguel Martín estuvo jalonado por el heroísmo de los marroquíes, el genio de Abd-el-Krim y los abusos y crímenes del Ejército español.

A lo largo de 60 páginas el autor pretende hacernos sentir la vergüenza de ser español y la gloria de ser rifeño, aunque salva del desastre a una parte del pueblo español, a la constituida por los prófugos y desertores y por los que se negaban a combatir o trataban de impedir que otros lo hicieran. Cuanto hacen los gobiernos y los militares españoles es sistemáticamente repudiado y condenado; cuanto emprenden los rifeños o marroquíes es excelso, aunque en ocasiones responda a esquemas políticos y sociales periclitados. El Mizzian es un líder con un elevado concepto de su misión. El Raisuni, que recoge la bandera de la rebelión a la muerte de aquél, era un patriota que «defendía única y exclusivamente la independencia del país» (pág. 50). Abd-el-Krim, es el héroe que el pueblo marroquí andaba reclamando. Un hombre que se anticipa a su tiempo, «precursor de los futuros movimientos de liberación nacional» (pág. 64). Frente a estos gigantes, sus oponentes son unos enanos llenos de cobardía y ruindad. Marina, un «héroe asesino» Silvestre, Berenguer, Franco, Sanjurjo y cuantos combatieron en territorio marroquí, estaban impulsados por fines inconfesables y empleaban medios ilícitos; es una película de buenos y malos, en la que la bondad aparece sin mezcla de mal alguno y en la maldad no hay ni el menor asomo de virtud.

Lo mismo en las horas tristes y catastróficas del 21, que en las duras y penosas del 24 o en las gozosas del 26, siempre lo que hacen los españoles es malo y está mal hecho, y lo que ejecutan los marroquíes es brillante, digno y sublime.

En toda su lucha, el pueblo marroquí recibió el testimonio de solidaridad del «recién creado Partido Comunista de España», de los partidos catalanes «Acció Catalana y Estat Català», los cuales enviaron mensajes oficiales a Abd-el-Krim e incluso hombres de los sectores conservadores pidieron reiteradas veces que se abandonara la empresa, voces a las que se unió el propio don Miguel Primo de Rivera, que daría fin a la ocupación.

Ocupado el territorio se inicia el período de la pacificación, al que Miguel Martín dedica dos capítulos; el primero de los cuales, termina con los acontecimientos que en la Península dieron origen al Frente Popular, y el segundo, a las relaciones entre los poderes establecidos en España antes y después de iniciarse la guerra civil y los movimientos nacionalistas marroquíes, poniendo énfasis especial en la conducta seguida por los partidos obreros.

Analiza la posición de los frente-populistas antes y después de las elecciones que les dieron el triunfo y llega a la conclusión de que para todos parecía ser cierta la idea de los colonos españoles de que «cualquier animal vale más que un puñado de moros» (pág. 156).

Así, en esos dos capítulos, dedicados a la pacificación y que consumen más de un centenar de páginas, el autor, después de analizar la política seguida en el protectorado por la República, concluye que los nuevos hombres de Madrid, con «un largo pasado de luchadores en pro del abandono de Marruecos», (pág. 103) laquo;se limitaron única y exclusivamente a continuar la 'pacificación' iniciada por la Dictadura» (pág. 104). Esta política, para el señor Martín, se limitaba a transformar el protectorado en «un verdadero campo de concentración para la población marroquí».

Del análisis no se salva ningún partido, ni tan siquiera el suyo, que es el comunista, y acusa muy especialmente a los socialistas, a los que tacha de cínicos. La consecuencia de esta torpeza fue, para el autor, que los sublevados el 18 de julio encontraron fácilmente «un punto de apoyo a tan sólo 17 kilómetros de la Península» (pág. 139). A esto llevó el «combate por demostrar quien era el mejor colonizador, quien dominaba mejor las técnicas represivas, quien despreciaba más a los indígenas». Sólo salva, aunque la excepción le parezca muy relativa, a los anarcosindicalistas.

La causa que originó esta política de la República era, para el autor, «la supeditación de la política exterior española al imperialismo anglo-francés» (pág. 140).

Analiza con detenimiento el comportamiento de los frente-populistas, que no difiere sustancialmente de la conducta seguida por los gobiernos de los bienios azañistas y lerrouxistas y de la que posteriormente siguieron los gobiernos de Valencia y Barcelona, ya en plena guerra civil. Estos, de forma reiterada, se negaron a aprovechar las posibilidades que les ofrecía una alianza con los nacionalistas magrebinos. Cuantos intentos hicieron por llegar a un acuerdo con Largo Caballero o Negrín chocaron con una incomprensión absoluta, y así los sublevados pudieron gozar del beneficio de una seguridad total para su retaguardia en el protectorado.

Critica duramente al Partido Comunista, al que ve sumido en una grave contradicción en su política marroquí, y muy a su pesar se ve obligado a aceptar que la única política inteligente fue la desarrollada por el Alto Comisario Beigbeder, que entró pronto en contacto con los nacionalistas marroquíes y realizo «una amplia política de reformas liberales en la zona» (pág. 186).

El último capítulo lo titula «la expulsión» y relata los acontecimientos que se produjeron en Marruecos desde el final de la segunda guerra mundial, hasta la independencia. Dedica mucho más tiempo a los sucesos desarrollados en zona francesa que a los que tuvieron por escenario el territorio español y también aquí se ve en el trance de tener que reconocer que «Franco realizó la única política europea anti-colonialista del momento», y eso inmediatamente después de aceptar que actuó «con más dignidad que la Monarquía de Alfonso XIII», y aunque omite hablar de la República, resulta claro que debía también incluirla, pues su acusación es la de que los hombres que precedieron a Franco aceptaron «el papel de policía al servicio del imperialismo franco-británico», cometido que no aceptó el Generalísimo. Todo esto nos lo dice el autor en las páginas 222 y 223 de su libro, que tiene un remate final en un breve epílogo que cierra la obra y que incluye las «Conclusiones» del autor.

En ellas se declara militante del Partido Comunista de España, «desde hace más de una década» (pág. 241) y que es por ello por lo que hace especial hincapié en criticar la actitud del partido durante el período del 31 al 37. Cree ver la responsabilidad de los planteamientos colonialistas en su seno en la obsesión de no enojar a Moscú.

Pone término a su obra con un análisis de la política española frente a los problemas residuales de su presencia en Marruecos. Defiende ardorosamente las tesis marroquíes sobre el Sahara y afirma que «el partido muslim, que aboga en su programa por la incorporación a Marruecos» (pág. 254), es el único representante de la población y rechaza cualquier intento de dar nacimiento a un estado independiente del Sahara.

JUICIO

Siento la tentación de transcribir íntegramente la crítica que al libro comentado hizo Alberto Míguez en la revista de ciencias sociales Sistema, en su número de enero de este año, pues la considero sumamente acertada y coincido casi totalmente con sus opiniones.

Dice Míguez que el libro de Miguel Martín representa un esfuerzo coherente y polémico por llenar el indudable vacío que ofrece la historia colonial en África «vista desde la izquierda», aunque igualmente podría añadir vista desde cualquier observatorio, pues la realidad es que aunque existen algunas buenas crónicas de las campañas marroquíes no hay ningún intento serio de interpretar «esta realidad tan cercana como desconocida».

Lamentablemente, el libro de Martín no logra colmar esa laguna, pues su interpretación es muy simplista y no llega nunca al fondo de las cuestiones. Coincido con Míguez cuando éste escribe que «Martín es duro -y no siempre justo- al juzgar la guerra del Rif y los sucesivos desastres militares que la caracterizaron» y también cuando añade: «se regodea con las derrotas de nuestras tropas, señala la corrupción de algunos mandos, pero resulta demasiado discreto al describir las victorias, tan escasas como importantes, que cancelaron aquella triste etapa y que, por supuesto, permitieron a nuestro país controlar todo el territorio».

A nuestro entender, el autor, y en esto no resulta nada original, parte del error de que los males militares en Marruecos tuvieran como sostén el fuerte sentimiento nacional marroquí, apenas existente, y la firme protesta del proletariado español, que no era en modo alguno tal sino simple expresión del escaso deseo de nuestro pueblo, proletarios o burgueses, por batirse ni en África ni en ninguna otra parte.

Desde 1898, y aun antes, los españoles habían renunciado al movimiento centrífugo que durante siglos les había proyectado fuera de sus fronteras, y desde el desastre se apreciaba claramente un movimiento centrípeto, que les impulsaba a acogerse al terruño natal. En ello no había nada de política. No era la solida-ridad hacia los marroquíes la que impulsaba a los mozos españoles y mucho más especialmente a sus madres, a oponerse a servir en Marruecos. La verdad era exactamente la contraria: los partidos republicanos y obreros quisieron sacar dividendos políticos de un estado de opinión por demás obvio. Cuando se pierde por completo el espíritu expansivo, se plantea, como justificación a la propia conducta, la legitimidad de la empresa en la que uno no quiere participar.

Esta realidad explica también, mejor que ninguna otra, la evidente mediocridad del ejército español, lo que según Martín constituiría el tercer obstáculo a la expansión de España en Marruecos. Cuando el espíritu público se desvanece, el valor combativo de la tropa desaparece y el remedio inevitable es la aparición de los soldados profesionales. Lo que en Marruecos no quería ni podía hacer el pueblo español lo harían los legionarios y regulares, a los que pagaba para ello.

Este hecho aclararía al señor Martín las aparentes contradicciones, que después analiza, entre lo que los dirigentes republicanos y obreros decían en 1909, 1917 y 1921 y lo que más tarde hicieron, a partir de 1931.

Míguez dice en su comentario que la parte más interesante -y más reveladora- del texto, es aquella en que analiza la actitud de los líderes republicanos y de los dirigentes obreros con respecto a Marruecos, análisis que le parece «sencillamente aterrador», y añade que por eso «resulta sorprendente -dada la ideología del autor y el sectarismo que caracteriza casi todo el texto- que reconozca, «que fue el general Franco el que allí actuó con mayor dignidad», pero esto era absolutamente lógico e inevitable. Los únicos que podían entender a «aquellos rifeños analfabe-tos y explotados» eran, evidentemente, quienes los habían combatido. Como decía un autor francés, el ejército, que siempre desea vivir como pez en el agua entre su propio pueblo, trata de hacerlo también entre el pueblo al que combate.

La parte final del libro, aquél en que el autor trata de los hechos más recientes de la política hispano-marroquí, es lo peor del libro y en ello coincidimos nuevamente con el señor Míguez. Aquí se deslizan errores de bulto y no es

el menor su tratamiento del contencioso del Sahara. Míguez enjuicia así lo escrito por Martín: «es evidente que Martín no ha manejado en su vida las resoluciones de la O.U.A. y del Comité de los 24, de las Naciones Unidas, con respecto al Sahara».

Aún así, el tema es tan interesante, que deseamos que, a falta de otras virtudes, la obra de Martín sirva de estímulo a otros para escribir la historia de nuestra acción en Marruecos.

In Boletín de Orientación Bibliográfica número 109-110, septiembre-octubre 1975