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LA REPRESIÓN NACIONALISTA DE GRANADA EN 1936 Y LA MUERTE DE FEDERICO GARCÍA LORCA


Autor: Gibson, Ian
Editor: «Ruedo Ibérico»,
Lugar y fecha: Francia, 1971
Páginas: 166 de 23 x 16 cm


Se compone este libro de una introducción, 16 páginas de fotografías y reproducciones fotográficas y siete capítulos, titulados, respectivamente, Granada, Federico y la República; Granada antes del holocausto; La guerra civil, la caída de Granada y la represión nacionalista; La detención de García Lorca; Muerte al amanecer: Fuente Grande; Los motivos: análisis crítico; y Propaganda. La longitud de los capítulos oscila entre las 10 y las 30 páginas. Ocupan las últimas 33 páginas del libro seis apéndices, la bibliografía y un índice onomástico.

En la introducción, Gibson hace una breve presentación de García Lorca y una mas larga del proceso que le llevó a escribir el libro comentado. De las 16 páginas de material fotográfico, hay que destacar la dedicada a reproducir la certificación literal del acta de defunción del joven poeta.

El capítulo primero, que es de los más cortos, comienza con la biografía de García Lorca y su conexión con Granada, que se cimenta sobre datos tomados de Mora Guarnido, Trend y Brenan. A continuación, Gibson recoge el mito de las dos Españas y explica al lector la ley electoral de 1932, pasando casi por alto el bienio azañista. Se extiende algo más en el estudio político de los años 1934 y 1935, aunque sus fuentes de información prácticamente se limitan a «The Spanish Labyrinth», de Gerald Brenan, y «Las elecciones del Frente Popular», de José Venegas. Termina el capítulo con un análisis de la situación granadina durante la República, basado principalmente en información del periódico local izquierdista «El defensor de Granada».

El capítulo segundo es bastante más largo y está mejor documentado. En él presenta Gibson las elecciones de febrero de 1936, en España y Granada, los sucesos granadinos del 10 de marzo, la tirantez de relaciones entre los diversos gobernadores civiles que se suceden en esta primavera trágica en la ciudad del Darro, la anulación de las elecciones parlamentarias en la provincia de Granada, la reposición del concejo destituido en octubre de 1934 y la conspiración nacionalista. Todos estos temas ocupan algo más de la mitad del capítulo, trece páginas y media, y dedica las últimas diez a comentar las actividades de García Lorca en estos cinco meses de preguerra.

El capítulo tercero, de la misma extensión que el anterior, tiene dos partes claramente diferenciadas. En la primera, Gibson nos cuenta, de segunda mano, el Alzamiento en Canarias, Marruecos y Sevilla, y su repercusión en Granada, desglosando la situación en esta ciudad en relatos diarios, desde el 18 al 23 de julio. Con la segunda parte, que Gibson titula «La represión» y a la que dedica diez páginas, comienza la aportación personal del autor. Las cuatro paginas primeras de esta parte en realidad están dedicadas a presentar al lector una relación de los principales grupos militares y organizaciones civiles que tuvieron una actividad en Granada durante la guerra, entre las que incluye en ultimo lugar la tristemente famosa «Escuadra Negra». Lo mas importante del capitulo son las últimas seis páginas, que luego comentaremos con detalle.

A la detención de García Lorca se refiere el capítulo más largo del libro, el cuarto, de 30 páginas. Es el mejor estudiado por Gibson, el más trabajado y el que ha dado fama a la obra comentada. Va analizando los relatos clásicos de Claude Couffon, Jean-Louis Schonberg y Marcelle Auclair, que complementa con sus propias investigaciones y entrevistas a los personajes clave que aun vivían en 1965, época en que el autor fue a Granada, tales como Luis, Miguel y José Rosales Camacho, Ramón Ruiz Alonso y Angelina, la niñera de los hijos del matrimonio Manuel Fernández Montesinos-Concha García Lorca. Gibson opina que la salida de Federico García Lorca de la casa de sus padres en la Huerta de San Vicente y su traslado a la casa de los Rosales tuvo lugar el 9 de agosto. Se inclina a creer que su detención en esta casa ocurrió el 16 del mismo mes, y admite que el autor material de dicha detención fue Ramón Ruiz Alonso y que la realizó sin violencia, aunque había preparadas fuerzas abundantes por si fallaban los métodos suaves. Añade que la protesta de los hermanos Rosales solo sirvió para que los multaran y quedaran en entredicho, del que los salvó el retorno a Granada de Narciso Perales, a quien José Antonio Primo de Rivera había concedido la Palma de Plata antes del 18 de julio; desgraciadamente Perales llegó a la ciudad de la Alhambra cuando ya no podía hacer nada por García Lorca. La muerte del poeta la sitúa Gibson en la noche del 18 al 19 de agosto, de lo que deduce que el Gobernador civil de Granada mintió a José Rosales cuando le dijo en la mañana del 17 (el 16 estuvo ausente de la ciudad) que ya no se encontraba en el Gobierno Civil. Para apoyar esta afirmación recurre al testimonio de Angelina, quien le aseguró que la tercera vez que fue allí le dijeron que García Lorca ya no estaba, lo que, unido a que Angelina recordaba que sólo acudió cada mañana, fija la fecha. En las tres últimas páginas del capitulo Gibson insinúa una grave acusación contra el general Queipo de Llano basada en puras conjeturas.

El capítulo quinto, de nueve páginas, está dedicado a narrar las últimas horas del poeta, según dos derivaciones diferentes, que coinciden en situar los hechos en Víznar. Gibson asegura que tuvieron lugar pasado el Barranco, en Fuente Grande y se basa en el testimonio de un sepulturero que le aseguró que había enterrado a García Lorca junto al maestro del pueblo de Cogollos Vega, que era cojo, y dos banderilleros bastante conocidos en Granada. Gibson aporta, además, la partida de defunción de Dióscoro Galindo González, maestro de Pulianas (localidad cercana a Cogollos Vega), al que efectivamente, le faltaba una pierna; en la partida consta como fecha de la muerte, el 18 de agosto.

La longitud del capitulo sexto es la misma del anterior, pero parece mayor, pues a estas alturas el interés del libro comienza a decaer, para llegar a su punto más bajo en las 23 páginas del último capítulo, con clara influencia de Southworth.

De los apéndices, el A es una aportación importante de Gibson, el C podría haber sido incluido en el capítulo sobre «Propaganda», el D es una réplica a la tesis de Schonberg, y los E y F son de interés literario. Dejo deliberadamente para el final el apéndice B, que considero un grave error de Gibson y que comentaré en detalle más adelante.


JUICIO

Por lo que se ha escrito anteriormente, el lector habrá comprendido que las verdaderas aportaciones del autor se hallan en la segunda parte del capítulo tercero, en los capítulos cuarto y quinto y en los apéndices A y B. Estas aportaciones son de muy desigual valor.

Gibson tiene dotes de investigador, pero llegó a Granada tan cargado de prejuicios, que no ha podido sacar todo el fruto que merecía su esfuerzo. Como prueba, basta esta cita del capítulo segundo de su libro (pág. 38): «La situación se mantuvo tensa en Granada durante todo el día 18, pero desafortunadamente poseemos muy poca información fidedigna sobre los acontecimientos que tuvieron lugar durante las primeras horas, que transcurrieron hasta el momento de la sublevación militar en la ciudad, debido a que, al parecer, ningún ejemplar de El Defensor de Granada de aquellos días ha sobrevivido a la guerra» (los subrayados son del Boletín).Ya en los capítulos primero y segundo, Gibson se había apoyado más de una docena de veces en textos de dicho diario izquierdista, pero esta es la primera vez que declara expresamente que admite como fidedigna la información de un diario partidista, cuando relata asuntos altamente polémicos, en momentos de grave excitación. Más adelante extenderá este criterio, sin admitirlo explícitamente, a cualquier afirmación que le haga cualquiera sobre sucesos que ocurrieron treinta anos antes, naturalmente siempre que concuerden con su anterior esquema mental.

A pesar de estos graves prejuicios del autor, su capacidad de investigación es tal que consigue superarlos en muchos de aquellos casos que estudia directamente y en detalle. Pero queda prisionero de ellos en los pasajes, más frecuentes, en que se apoya en opiniones ajenas.

Concretándonos a Granada, Gibson reproduce en el capítulo segundo (página 14) los resultados «definitivos» de las elecciones del 16 de febrero. De 333.263 electores votaron 248.598, o sea el 75 por 100. El 60 por 100 de los votantes lo hicieron por las derechas (su primer diputado obtuvo 148.649 sufragios y el décimo 145.934), mientras las izquierdas se quedaron en el 40 por 100, límite mínimo para poder obtener representación (100.013 votos su primer diputado y 99.005 el tercero). Resultados tan aplastantes, en que los vencedores ganan por vez y media a los vencidos, difícilmente podían ser objetados, pero el 9 de marzo (tres semanas después de las elecciones) el Frente Popular organizó un gran mítin en el campo de deportes de Los Cármenes para solicitar la anulación de las elecciones, según nos relata Gibson, quien antes nos había informado, en el capítulo primero (pág. 11), que también en las elecciones de 1933 había salido victoriosa en Granada la coalición derechista, aunque los socialistas habían ganado fácilmente en la capital.

La manifestación trataba, pues, de aprovechar la mayoría izquierdista en la capital y el apoyo de las nuevas autoridades locales para coaccionar a la mayoría provincial y justificar la programada injerencia de los Organismos nacionales, ahora abiertamente dominados por el Frente Popular. Al mítin del domingo 9 de marzo siguieron la huelga general y los graves desmanes del lunes 10. Naturalmente, Gibson achaca los incidentes a provocaciones derechistas, concretamente a pistoleros falangistas, a pesar de que ello resulte totalmente ilógico, pues la iniciativa es evidentemente frentepopulista, con unos fines claramente determinados y totalmente opuestos a los intereses derechistas. Gibson llega a escribir que no puede descartarse la intervención de agentes provocadores en el incendio de dos iglesias en el Albaicín ¡y esto lo escribe en 1971!

La consecuencia de Gibson es, sin embargo, correcta: «Los acontecimientos del 10 de marzo hicieron en adelante imposible toda reconciliación entre izquierdas y derechas en Granada» (pág. 17).

Las Cortes anularon efectivamente los resultados de Granada y se convocaron nuevas elecciones para el 3 de mayo. Gibson reconoce que la campaña electoral se hacía en abril de 1936 en condiciones muy difíciles y que los candidatos derechistas eran constantemente amenazados por los obreros y su propaganda controlada por las autoridades republicanas, llegando el Gobernador civil a presionar al Frente Nacional a que se retirasen de la elección, cosa que finalmente hicieron (pág. 20).

Este largo preámbulo es necesario para comprender lo que luego ocurrió en Granada. La guarnición de Granada había visto de cerca estos y otros abusos y había comprobado cómo eran destituidos por protestar de ellos dos gobernadores militares sucesivos, los generales Elíseo Alvarez Arenas y Llanos Medina (pág. 19). Su estado de ánimo era claramente diferente al de las restantes guarniciones andaluzas, en general vacilantes en julio de 1936; de aquí su unánime oposición a la actitud progubernamental del último Gobernador militar Miguel Campins Aura. Gibson ha profundizado muy poco en el estudio del desarrollo del Alzamiento en Granada, a pesar de que residió en esta ciudad por un año, y se limita a entresacar datos de la «Historia de la Cruzada Española» y del diario «Ideal». Así no sabe que Campins convocó al Gobierno militar al jefe accidental del aeródromo de Armilla, teniente Miguel Guerrero García, y allí le entretuvo dando tiempo a que llegase de Los Alcázares el capitán Muñoz del Corral a hacerse cargo del mando efectivo (no del reglamentario, puesto que Guerrero no aceptó la orden telefónica del jefe de Los Alcázares, ya que su dependencia orgánica era de la Escuadra de Sevilla, y exigió una confirmación escrita de la Jefatura de Fuerzas Aéreas de Madrid), mando que retuvo hasta que Guerrero y otros aviadores residentes en Granada pudieron recuperar el aeródromo militar con ayuda de un destacamento del Ejército de Tierra. Campins se había solidarizado para entonces con los regimientos sublevados, pero sin convicción alguna, y ordenó a la Guardia Civil de Motril que dejara continuar hacia Almería a la columna de aviación que se retiraba de Armilla después de haber averiado los aviones que no pudo evacuar. Esta columna tuvo luego una influencia decisiva para el desenlace adverso del Alzamiento en Almería. Esta actuación de Campins colmó la paciencia de la guarnición de Granada, que acusó a su jefe de traidor ante el Jefe del Ejército del Sur, quien ordenó su traslado en avión a Sevilla (Granada estuvo aislada del resto de la zona nacional un mes), donde fue sometido a Consejo de Guerra sumarísimo. Así se explica la llegada del general Orgaz en visita de inspección, la incorporación del coronel González Espinosa como nuevo Gobernador militar y primera autoridad de la plaza cercada, y la enorme autoridad del Gobernador civil, teniente coronel Valdés, ante un jefe recién incorporado y lógicamente absorbido por los acuciantes problemas militares de una plaza aislada.

Todas estas circunstancias, específicas de Granada y muy diferentes de las vigentes en otras capitales de la zona nacional, explican, aunque no justifican, la especial dureza de la represión en la ciudad del Darro.

Gibson asegura que no se encuentra alusión alguna a los muertos en Granada en ninguna publicación nacionalista, por lo que le ha sido imprescindible llevar a cabo una investigación sobre el terreno. Como luego veremos, Gibson está equivocado al hacer esta aseveración, pero su error ha sido de utilidad, ya que debido a él se ha molestado en consultar los registros del cementerio de Granada de los años 1936 a 1939, en los que, según él, constan los nombres de 2.137 fusilados (pág. 57). Esta cifra está de acuerdo con los datos del Anuario Estadístico de España de 1943 y con los de la Reseña Estadística de la provincia de Granada del año 1956, y asimismo coinciden las distribuciones anuales. Esto confirma la fiabilidad de dichas estadísticas.

Aquellos que no tengan acceso a estos datos estadísticos oficiales pueden consultar el artículo que Jesús Salas Larrazábal, basándose en ellos, publicó en el suplemento dominical de «ABC» del 21 de julio de 1975, en el que registra una sobremortalidad masculina en los años de guerra, en la provincia de Granada, de 6.258 individuos (contabilizando los inscritos desde 1936 a 1940). De los datos del mismo artículo se deduce que la sobremortalidad masculina en estos mismos años, de haber sido normales, se hubiera cifrado en un mínimo de 1.600 personas, que prácticamente se equilibran con las inscripciones tardías, que en el caso de Granada se sitúan en unas 2.000. El número de muertos debidos a la guerra civil en la provincia estudiada puede, pues, asegurarse que no alcanzó a los 7.000. De ellos hay que descartar los muertos en el frente de ambos bandos (que, aun admitiendo una pequeña incidencia del 5 por 100, bastante inferior a la media nacional, nos llevaría a una cifra de 3.250 caídos en combate) y los ejecutados en la parte de la provincia que quedó sujeta al control del Gobierno de Madrid. Todo esto demuestra que las cifras investigadas por Gibson para ejecuciones en la capital son fiables, pero que la extrapolación para la comarca no vale y la extensión a la provincia que se expone en el Apéndice B carece de toda lógica. Gibson, al hacer dicha extrapolación, olvida dos puntos cruciales: que la cárcel provincial estaba en la capital y que la provincia votó siempre por las derechas, en contra de lo que ocurrió en la ciudad. El mismo Jesús Salas, que está ampliando a libro su artículo, hace resaltar en la parte dedicada a Granada que entre los inscritos en su cementerio tienen que figurar muchos residentes en la provincia, que previamente habrían sido concentrados en la cárcel provincial, y bastantes de aquellos cuyos cadáveres aparecieron por la vega. No todos ellos serían residentes en la capital, como supone Gibson. Una vez más se comprueba que las dotes investigadoras de Gibson superan en mucho a las de sus informadores y consejeros. Los datos de Granada capital han sido investigados directamente por él y resultan correctos; en la ampliación a la comarca que se incluye en el propio capítulo tercero ya se deja Gibson influir por sus informadores y empieza a equivocarse. El apéndice B parece posterior a la redacción del libro y, en parte, en contradicción con lo dicho anteriormente; aquí es donde Gibson aparece más mediatizado, a pesar de lo cual el investigador que lleva dentro no se atreve a suscribir los datos más exagerados que cita, aunque sus prejuicios le harían desear fueran ciertos.

Como hemos dicho anteriormente, el capitulo cuarto es el capital de la obra de Gibson. La contribución más importante de este autor es la determinación de las fechas exactas de entrada de García Lorca como refugiado en la casa de los Rosales y de salida de allí como detenido, y el esclarecimiento de que el poeta fue conducido directamente al Gobierno civil, en donde permaneció algún tiempo. El razonamiento presentado por Gibson para apoyar su teoría es firme y convincente.

La estimación del tiempo de permanencia de García Lorca en el Gobierno civil no puede juzgarse tan segura, impresión que se fortalece al comprobar que Gibson no llegó a conocer sucesos importantes que ocurrieron en estos dos o tres días finales de la vida de García Lorca. En cuanto a la teoría de que el general Queipo de Llano pudo dar la orden de ejeoución del poeta por radio está basada en conjeturas sin apenas base y Gibson renuncia a analizar la situación de Granada, ciudad sitiada en aquellos momentos. Como todo el mundo sabe, el jefe militar de toda posición aislada concentra en su persona poderes omnímodos, similares a los de un General en Jefe de Ejército en campaña. Es muy difícil, pues, de creer, que el Gobernador civil de Granada osara entenderse directamente con el Jefe del Ejército del Sur, saltándose el obligado trámite del Gobernador militar, que era el jefe absoluto del sector aislado en Granada. No puede negarse apriorísticamente que eso no pudiera suceder, pero sí debe establecerse que la posibilidad de este hecho tiene que argumentarse en razones mucho más sólidas que las aportadas por Gibson para que pueda ser creído. Es cierto que, con anterioridad, la guarnición de Granada no sólo había desoído a su jefe natural, sino que lo habáa acusado de traición a su superior jerárquico, pero ello no provino de una decisión de cierta persona aislada, sino de un acuerdo colectivo. Conociendo el carácter y la actuación de Queipo de Llano (mucho más benévolo de lo que se dice, a pesar de su tremendismo verbal por los micrófonos), no parece razonable admitir esta hipótesis ni en fase de conjetura. Lo que sí parece evidente es que el Jefe del Ejército del Sur tuvo conocimiento puntual de la ejecución de García Lorca; de aquí su charla del 20 de agosto, probablemente por comunicación urgente del Gobernador militar. Queipo de Llano esta vez optó por mantener al Gobernador civil en su puesto, aunque es lógico pensar que este hecho supuso el primer eslabón de 1a cadena que condujo a su destitución en abril de 1937.

En el capítulo quinto Gibson se apunta un importante tanto: la identificación del maestro Dióscoro Galindo González que fue ejecutado con el poeta. A pesar de esto, el capítulo, en general, está mucho menos logrado que el anterior. Gibson presenta dos versiones de las últimas horas de García Lorca, ninguna de las dos muy precisas. Fija la fecha de la muerte en la noche del 18 al 19 de agosto sin molestarse en tratar de destruir el fuerte testimonio que representa la partida de defunción de Dióscoro Galindo, que cita como fecha el 18 de agosto.

Como hemos dicho antes, el capitulo sexto desmerece bastante respecto a los dos anteriores. Gibson acierta en considerar al Gobernador civil como el responsable de la ejecución de García Lorca, influido por el ambiente de la ciudad de la Alhambra en 1936, pero se equivocó al decir que dicho Gobernador era la máxima autoridad de Granada y que ninguna de las autoridades de esta capital hizo nada por salvarle (él mismo escribía en capítulos anteriores que los Rosales y otros jefes falangistas intercedieron en su favor) y no demuestra, aunque sí afirma, que Lorca cayó víctima del odio de la Iglesia española.

El capítulo séptimo tiene pocas aportaciones de interés, pues de trata de una recopilación de declaraciones nacionales sobre el tema comentado. Gibson no parece partidario del refrán español «Agua pasada no mueve molino». El apéndice C debería haber sido incluido en este capítulo, que así habría resultado más completo.

El apéndice D está dedicado a rebatir la tesis de Schonberg, trabajo que podía haberse evitado el autor, pues dicha tesis se destruye por sí misma. Los apéndices E y F, como hemos dicho antes, tienen interés literario.

Nos queda para el final el comentario a los apéndices A y B, el primero de los cuales debe considerarse como una importante aportación del autor, y el segundo, según hemos argumentado antes, como su más grave error.


In Boletín de Orientación Bibliográfica nº 107-108, julio-agosto de 1975, pp. 5-11