La guerra entorno a la historia que ha de quedar

Francisco Espinosa Maestre, historiador
En memoria de la editorial Ruedo Ibérico

Pasarán decenios antes de que la derecha española desista de sus esfuerzos por justificar la rebelión armada de 1936. El actual armisticio de “reconciliación nacional” es solamente eso, un armisticio. Esta situación se hace evidente en la propaganda derechista de hoy, que denigra a la República de los tiempos de la guerra y a sus líderes, y justifica la revuelta militar y los cuarenta años de franquismo. (…). No todo el mundo lo pasó mal mientras Franco estuvo en el poder. Después de todo, gracias a la guerra civil la clase dominante de España dispuso de cuarenta años para saquearla.
H.R. Southworth, El lavado de cerebro de Francisco Franco, Crítica, 2000, p. 185.
…, es difícil evitar la sospecha de que, en el fondo, lo que lamentan Rieff, Juliá, Judt y MacMillan no es únicamente el auge de la “memoria” a expensas de la “historia”. Lo que lamentan también es la desaparición de un mundo: un mundo en que historia y memoria compartían un mismo marco narrativo nacional; un mundo en que la práctica académica de la historia no tenía necesidad de justificar sus propias bases epistemológicas, ideológicas y sociales; un mundo en el que los historiadores profesionales disfrutaban de una especie de monopolio sobre el conocimiento del pasado y la difusión de ese conocimiento. En otras palabras, cabe sospechar que su postura tiene un deje nostálgico. A fin de cuentas, los historiadores profesionales no son inmunes al espíritu de su época.
 
S. Faber, en FronteraD, de 16/02/2012, «Elogio del olvido».

Desacuerdos básicos en torno a un pasado por definir
La represión franquista se ha ido configurando como una cuestión clave, si no la cuestión clave, de eso que aún llamamos guerra civil, clave para la comprensión de lo ocurrido en España a partir del golpe y clave por las repercusiones que aún hoy tiene. Me explico: soy de los que mantienen hace ya tiempo que los golpistas del 36 llevaron a la práctica un calculado plan de exterminio, única vía que encontraron para afirmar su poder allí donde triunfaron y para extenderlo hacia el territorio donde no pudieron imponerse.
He hablado de exterminio, de genocidio, de desaparecidos y de crímenes contra la humanidad, y no lo he hecho teorizando en el vacío sino en base a investigaciones que me han llevado mucho tiempo y trabajo y a una obligada revisión de los conceptos que se venían utilizando. Y cuando usé genocidio o crimen contra la humanidad no lo hice caprichosamente sino que me informé de la intención que tuvo Rafael Lemkin cuando creó dicho concepto y de las razones por las que las causas políticas fueron eliminadas finalmente de su definición.
Además no veo la razón por la que ciertas palabras, caso de genocidio o de holocausto, sólo puedan utilizarse en relación con la solución final que los nazis idearon para los judíos. Hay quienes, basados en que no puede haber delito ni pena sin ley previa, piensan, y no son pocos, que estas palabras no pueden aplicarse a hechos ocurridos antes de 1945. Pero cabe preguntarse si acaso estaban tipificados los delitos por los que fueron juzgados y condenados los nazis. Veamos la definición de crimen contra la humanidad que dio el Estatuto de Nuremberg de 1945 (las negritas son mías):

A saber, el asesinato, exterminación, esclavización, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra la población civil antes o durante la guerra, o bien la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos en ejecución de aquellos crímenes que sean competencia del Tribunal o en relación con los mismos, constituyan o no una vulneración de la legislación interna del país donde se perpetraron (art. 6c del estatuto de Nuremberg de octubre de 1945).

¿Por qué entonces no considerar los crímenes franquistas dentro de esos actos cometidos contra la población civil antes o durante la guerra mundial?
Algo similar ocurre con la palabra desaparecido en relación con el caso español, que algunos no pueden soportar. Yo la usé por primera vez en 2000, en la primera edición de La justicia de Queipo. Sabía lo que hacía: había visto ya decenas de expedientes del archivo militar de Sevilla. Pues bien, aquí tenemos hace poco a Santos Juliá negando la existencia de desapariciones forzadas, ya que, según él, considerar como tal el caso de García Lorca “si no es un dislate judicial, es una impostura política” y calificar de “víctimas desaparecidas” a las más de cien mil a las que aludió Garzón en su Auto es simplemente “una muestra de ignorancia”, ya que, según Juliá, fueron “muertas en su mayoría por cumplimiento de inicuas sentencias de consejos de guerra sumarísimos”.
Y por si fuera poco remacha:

… los condenados no eran desaparecidos sino detenidos, encarcelados, procesados sin garantía alguna por delitos de rebelión militar, sentenciados y fusilados, con su verdadero nombre, que consta en todas las diligencias judiciales. ¿Desde cuándo es un desaparecido alguien ejecutado por un pelotón de fusilamiento? (…): fueron ejecutados, no desaparecidos.1

¿Qué se puede hacer ante esto? Llevamos 30 años demostrando que la gran matanza del 36 se hizo sin otro requisito que el ordeno y mando y el ilegal bando de guerra y ahora resulta que la mayoría de las víctimas pasó por consejo de guerra y que quienes mantienen lo contrario son (somos) unos ignorantes… Quedamos a la espera del consejo de guerra de García Lorca, que según Juliá tampoco fue un desaparecido. Y esto lo dice alguien que nunca investigó estos asuntos, que no tiene en cuenta los numerosos trabajos que demuestran lo ocurrido allí donde triunfó el golpe (más de medio país) y que evidentemente desearía que la represión pase a un segundo plano y no se vea afectada por el peligro de una supuesta argentinización (es algo sabido que solo con la matanza realizada en el suroeste se supera la represión habida en Chile y Argentina juntos). Sin embargo, para algunos, la realidad histórica, sea cual sea, ha de adaptarse al discurso dominante.
Caso similar a lo que se ha comentado sobre García Lorca vendría a ser el del líder andalucista Blas Infante Pérez de Vargas, asesinado en Sevilla el 10 de agosto de 1936. En este caso son el Parlamento andaluz, los partidos, ciertos periodistas y la fundación que lleva su nombre los que han aunado en más de una ocasión su voz para pedir que sea revisada y anulada su sentencia, como en el caso del presidente Companys. Da igual que se les diga una y otra vez que, por ilegal que fuesen ambas muertes, al contrario que en el caso de Lluis Companys, asesinado el 14 de octubre de 1940, en el de Infante no hubo ni consejo de guerra ni sentencia alguna. Por eso, en el caso del político catalán existe sumario, sentencia, certificado médico e inscripción en el Registro Civil, por más que todo responda a un montaje seudo judicial para encubrir un asesinato, y en el del andaluz no hay nada, porque Blas Infante es y sigue siendo un desaparecido.
También da igual que se les diga que la única “sentencia” de la que cabe hablar es la del Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de mayo de 1940, en la que se aludía a su fallecimiento varios años antes “por aplicación del Bando de Guerra”. De nada sirve explicarles que dicha sentencia nada tiene que ver con un consejo de guerra. Y si en el caso de Lorca nos referíamos a Juliá, ¿es normal acaso que políticos y periodistas andaluces ignoren a estas alturas que la represión salvaje del 36 no dejó, salvo excepciones, sentencia alguna que revisar y anular? Para explicarnos esta absurda situación solo hay dos posibilidades: o hablan por hablar, sin conocimiento alguno salvo lo escuchado en el bar y en la TV (¿quién se va a parar a leer tanto libro?, dirán), o aun sabiendo que no hay sumario ni sentencia ni nada prefieren, por razones superiores, actuar como si los hubiera. Quizás es que vivimos en un país en el que no leen ni quienes por motivos profesionales debieran hacerlo, pero donde al mismo tiempo todos creen tener una opinión respetable y fundada.
En este contexto conviene recordar lo ocurrido a Paul Preston con su Holocausto español, atacado con virulencia desde distintos puntos. En este caso lo que ha molestado a algunos son la palabra escogida para el título, que les parece impropia y excesiva; el uso abundante de decenas de trabajos que algunos se permiten despreciar, bien por quedar dentro de lo que llaman la “historia militante” o por estar relacionados con el movimiento en pro de la memoria histórica, concepto este que les produce urticaria;2 y, sobre todo, el hecho de que Preston no iguale ambas violencias ni por supuesto se permita meter en el mismo saco lo ocurrido en Badajoz, Sevilla, Málaga, Madrid y Barcelona. De ahí las reseñas cada vez más ácidas del libro de Preston: García Cárcel (ABC), Martínez Reverte (El País)3, que tuvo adecuada respuesta de Josep Fontana en Público, y otras que circulan por ahí aún peores como es el caso de la del profesor de la UNED Pedro C. González Cuevas, tesoro oculto hasta ahora de la universidad española.
He aquí una de las perlas de Cuevas (las cursivas son mías):

A lo largo de sus casi ochocientas páginas, Preston se limita a recoger e interpretar a su gusto la información que le suministran las obras, por lo general sesgadas y poco fiables, de Francisco Moreno Gómez, Montserrat Armergol (sic), Julián Casanova, Ian Gibson. Conxita Mir, Ricardo Miralles, Alberto Reig Tapia, Ricard Vinyes, Ángel Viñas, Glicerio Sánchez Recio, Francisco Espinosa, José Luis Ledesma y muchos más. (…).
Y añade:
[Pero,] ¿existió un plan previo de exterminio político y social por parte de los conspiradores civiles y militares? Siguiendo en lo fundamental al iluminado Espinosa Maestre, el autor así lo cree; para él debe ser una cuestión de fe revelada, porque en absoluto demuestra su existencia.4

Detrás de todo esto se encuentra la voluntad de no llamar por su nombre a lo ocurrido en el 36 ni asumir sus consecuencias. Y esto a pesar de la evidencia. De modo que ni fascismo, ni genocidio, ni desaparecidos, ni siquiera represión… Todo debe quedar entre sociólogos: a un lado Juan José Linz y la teoría de los regímenes autoritarios –nada de fascismo, faltaría más–, y al otro Santos Juliá y su definición de la violencia política, donde todo cabe y que permite incluso eludir el concepto de represión. O sea que aquello fue un régimen autoritario y la violencia con que se impuso no fue sino un capítulo más de la “violencia política del s. XX”. Sin embargo, hasta los propios franquistas siempre fueron conscientes del carácter especial y único de la matanza llevada a cabo e intentaron ocultarla desde un principio. Bastará recordar las palabras de Calvo Serer en 1955: “De seguir esta fugitiva actitud se perderá el sentido de la Cruzada, que vendrá a ser valorada como si hubiera sido un gigantesco error, una espantosa matanza”. O las de Vicente Marrero en 1962: “Una de las causas que más ha contribuido para que el tema de la guerra haya ido desapareciendo de la conciencia de los intelectuales y de las últimas promociones es creer que si bien se cometieron abusos de un lado, también los hubo del otro”.5
De ahí el intento permanente de llamar guerra civil a todo lo ocurrido entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939, y de no diferenciar la etapa de golpe militar de la etapa bélica: la primera debía desaparecer. Veamos un ejemplo reciente en la línea Linz-Juliá. Según Álvarez Junco, la comisión que presidió y que tenía por misión elaborar la Ley de Memoria Histórica estableció tres tipos de víctima, literalmente las de la guerra, las del franquismo hasta 1968 y las de después (ETA, GRAPO, etc.). Todo entraría dentro de la violencia política.
Como no sabemos quiénes formaban la comisión sólo podemos referirnos a Álvarez Junco. Se trata de un catedrático de Historia y por lo tanto sabía lo que se hacía cuando metió a todas las víctimas de la guerra en el mismo saco. Además es de un pueblo zamorano, Villalpando, y conoce de sobra que las 28 víctimas allí habidas no cayeron en guerra alguna sino asesinadas por los fascistas tras el golpe. Igual que sabe o debería saber que eso mismo ocurrió en más de medio país y que esa España del golpe triunfante y de la represión inmediata es precisamente la de las fosas comunes. Pero, aunque lo sabe, debe pensar que existen razones superiores para ocultarlo y considerar a todas estas personas asesinadas como si hubieran muerto en una guerra. En el fondo ha hecho lo mismo que los funcionarios judiciales franquistas, que para encubrir la represión en las actas de defunción ponían en la causa de muerte choque con la fuerza armada o simplemente a consecuencia de la guerra civil.
Llevamos treinta años contando provincia a provincia y pueblo a pueblo lo que ocurrió en España a partir del 17 de julio y hay gente que no quiere enterarse. Todo lo referente a la represión fascista les estorba y altera. Parece cada vez más evidente sin embargo que, si no se entiende lo que ocurrió en España allí donde triunfó el golpe, tampoco se entenderá bien lo que vino después. Quizás esto tenga que ver con algo importante: la represión también resulta clave para el presente. La razón es simple: a medida que la investigación ha ido demostrando la importancia del fenómeno represivo han arreciado las críticas a la Transición y mientras más se sabe de las matanzas fascistas, más escandalosos resultan el pacto de silencio y la amnistía del 77, verdadera ley de punto final (así la llamó el socialista Txiki Benegas). Así que, como no cabe negar u ocultar lo que se hizo, algunos han optado por mantener contra viento y marea que la Transición no sólo no ocultó nada sino que abrió e iluminó todos los rincones oscuros de la dictadura. No pueden admitir que esto forma parte de la Transición inventada o deseada porque se verían obligados a repensar lo que vino después y a reubicarse en el nuevo paisaje, lo cual no todo el mundo está dispuesto a hacer.6
Palabras para definir una matanza
El concepto de represión, en el caso español, alude a las diversas acciones y medidas tomadas desde el poder ocupado por la fuerza para reducir a la sumisión absoluta a quienes se resistieron a aceptarlo, a los que sostuvieron al régimen político destruido o simplemente a aquellos que deseaban mantenerse al margen. Dichas acciones y medidas iban desde la eliminación física del contrario hasta su encarcelamiento; desde la imposición de multas e incautación de bienes hasta su utilización como mano de obra esclava; desde la consunción y muerte por pura inanición hasta su exclusión del cuerpo social (depuraciones). Las víctimas de estas políticas represivas no solo fueron las personas indicadas sino sus familias, que quedaron en el desamparo más absoluto.
En España podemos hablar de genocidio por causas políticas y sociales. Se trataba de borrar del mapa partidos políticos y sindicatos, de clausurar centros sociales como Casas del Pueblo y Ateneos y, por extensión, de aplicar un correctivo definitivo a la clase obrera. Lo dijo claramente Díaz Criado, el militar que Queipo puso al frente de la Delegación de Orden Público: “Aquí en treinta años no hay quien se mueva”. De ahí que la represión fuera esencialmente antirrepublicana y tuviera al mismo tiempo un fuerte componente clasista.
El hecho de que el fascismo alcanzara el poder mediante un golpe militar y una guerra civil y no por elecciones o por una marcha sobre Madrid no quiere decir que no forme parte del tronco común de los fascismos europeos del período de entreguerras. Pensemos en lo fundamental, en lo que todos ellos coinciden: la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y de los partidos de izquierda, y la implantación de un Estado omnipotente. El fascismo español, agrario y católico por esencia, fue consciente en todo momento de que la represión solo tenía un límite: que no se viera afectada la vida económica. El hecho de que no acabasen con más obreros o izquierdistas no invalida el uso de la palabra genocidio. Véase cómo lo plantearon los militares en el sur:

La peculiar organización de los pueblos andaluces hacía que en un pueblo de 20.000 habitantes existían (sic) 20 ó 30 terratenientes, 200 ó 300 tenderos o comerciantes y 15.000 braceros sin más capital que sus brazos, todos asociados a organismos del Frente Popular. Cuando ellos dominan pueden fusilar a los dos primeros grupos y quedarse solos; en cambio los dos primeros grupos no pueden fusilar al tercero por su enorme número y por las desastrosas consecuencias que acarrearía.7

Se trataba de acabar en cada localidad con el número suficiente de personas como para arrancar de cuajo cualquier semilla de cambio y progreso. Esto se consiguió mediante un plan de exterminio planificado que exigía en todo lugar una cuota de sangre y la implantación de un régimen de terror. Para evitar burocracia la mayor parte de este genocidio se llevó a cabo sin más tramite que los bandos de guerra, que todo permitían, y con la clara intención de dejar las menores huellas posibles. Para entender qué fue la represión franquista lo primero que hay que hacer es separar aquellas zonas donde se funcionó fundamentalmente por los mencionados bandos de aquellas otras en que, por ser ocupadas a partir de 1937, la limpieza se canalizó por los consejos de guerra. Y para hacer esto resulta obligado poner a un lado la España donde se impuso el golpe en poco tiempo, de la España en que fracasó y donde la resistencia condujo obligatoriamente a entrar en guerra.
La tarea de los que, en este terreno, quieren pasar página es clara. Dos son sus objetivos: negarle a la República el carácter de régimen democrático de pleno derecho y despojar la represión franquista de cualquier característica que la haga especial o diferente a la contraria. Lo primero tiene por objeto sembrar la idea de que el “18 de julio” no puso fin a una verdadera democracia, sino a un régimen dudoso que en 1936 se encaminaba hacia el caos por sus propios errores; con lo segundo se pretende asentar por fin –esta línea puede rastrearse hasta la Transición– que en cuanto a violencia todos fueron más o menos iguales y por tanto es mejor dar por zanjado el asunto. No hace falta decir que ambas cuestiones, por lo demás, están estrechamente unidas. No son pocos los esfuerzos que se han hecho en el pasado y se siguen haciendo en el presente (el último todo lo que ha rodeado la publicación de los “papeles perdidos” de Niceto Alcalá-Zamora) para que se convierta en verdad admitida que esa República, tal cual iba, solo podía acabar en la “guerra civil”.
Dicho en otras palabras, el hecho terrible de la “guerra civil”, dado su desenlace, exige que la República sea juzgada con una dureza inusual en la que hechos y palabras son analizados siempre con la “guerra civil” de fondo. Sin embargo, quienes a esto se dedican no se emplean con igual precisión en analizar, con el golpe militar de fondo, los hechos y palabras de los que estaban boicoteando a la República desde su proclamación, propalando la ideología que luego justificaría el golpe militar y permitiría la deshumanización del adversario hasta su exterminio, y creando las condiciones adecuadas para que amplios sectores sociales pensaran que la única salida era el golpe militar.
Curiosamente en esta línea coinciden conocidos propagandistas renovadores del argumentario franquista y algunos sectores de la Academia. Unos al amparo del peso con que dichas ideas cuentan aún en la sociedad española –la derecha, aunque adaptada al sistema democrático, nunca ha roto con el franquismo– y otros porque, en su deseo de no romper el mito de la Transición y verse en la obligación de llamar a las cosas por su nombre, empezando por el “18 de julio” y sus consecuencias, prefieren sacrificar la II República. Algunos podrían decir que con esto solo intentan ser coherentes con un hecho clave que apoyaron: la Ley de Amnistía de 1977 (preconstitucional). De ahí que sea la propia derecha la que, como principal y casi único argumento contra la Ley de Memoria Histórica, que ya nació con las alas cortadas, recordara en el Congreso lo que dicha ley de amnistía hizo con el pasado: borrarlo. Fue así como de un plumazo y sin saber ni cuáles eran, desaparecieron los crímenes cometidos antes de 1976 y sus responsables quedaron libres de toda culpa y responsabilidad.
Hay que repetir una vez más que la diferencia entre el tratamiento dado a las víctimas del terror rojo y a las del terror azul resulta abismal. Unos tuvieron todo y otros nada. Desde la Transición se realizaron algunos gestos para compensar este vacío, lo cual solo se ha conseguido muy parcialmente. El día en que las miles de víctimas del fascismo español, las del territorio donde no hubo guerra sino solo represión –me refiero a Andalucía occidental y Granada, buena parte de Extremadura, Castilla-León, Galicia, La Rioja, Navarra, parte de Aragón, Baleares y Canarias, es decir, más de medio país– cuenten con una investigación oficial que permita saber quién es cada una y se exhumen sus restos erigiendo un memorial para ellas en cada cementerio, solo entonces podremos hablar de igualdad ante la ley de los ciudadanos de un mismo país. Mientras tanto la desigualdad y la injusticia constituyen prueba manifiesta de que la democracia no ha compensado la verdad a medias y la propaganda que se arrastraba desde la dictadura.
Los crímenes de los que estamos hablando no prescriben y el Estado tiene la obligación de que reciban el tratamiento que indica la legislación internacional, que España ha suscrito en diferentes ocasiones. Para empezar, la Ley de Amnistía debe ser derogada y el Estado debe comprometerse a llevar verdad, justicia y reparación a las víctimas de la represión franquista y a sus descendientes. Carece de sentido seguir pensando en el miedo a una involución para justificar el temor y la cobardía con la que se han afrontado las políticas de memoria y las obligaciones de la democracia. Esto respecto a los gobiernos, pero ¿tiene acaso explicación que a más de tres décadas de la Transición aún no hayan tenido tiempo los departamentos de historia de las universidades madrileñas de investigar la represión habida en la capital desde julio del 36 hasta al menos 1945? ¿Tiene sentido que el terror rojo carezca aún de un estudio riguroso basado en algo más que la Causa General o que del terror azul la referencia siga siendo la obra Consejo de guerra (Compañía Literaria, 1997) de Mirta Núñez y Antonio Rojas, un trabajo pionero (lograron acceder a varios consejos de guerra cuando aún estaban vetados a la investigación) que supuso en su momento un acicate para poder entrar de una vez en los archivos judiciales militares y, sobre todo, poner nombre y apellidos a todas las personas asesinadas por el franquismo en el Cementerio del Este de Madrid?
En definitiva, las palabras que debamos usar en este terreno deben ser consecuencia en primer lugar de la investigación de la realidad represiva impuesta por el golpe militar y no de trabajos de sociología y politología procedentes de algunos países europeos o de los EEUU que ignoran por completo lo ocurrido en España o que giran por lo general en torno a la Alemania nazi y la shoah. Las comparaciones con otros procesos represivos del siglo XX podrán hacerse cuando conozcamos bien el caso español, lo cual dista mucho de la realidad actual.
El recuerdo del terror y la “liberalización” del franquismo
Merece la pena leer este texto de Joan Martínez Alier, de su obra ya clásica La estabilidad del latifundismo (Ruedo ibérico, París, 1967), cuyo trabajo de campo se realizó en Córdoba en los primeros años sesenta. Comentaba que en sus conversaciones con los campesinos salía inevitablemente una y otra vez el recuerdo del terror y decía:

Estoy convencido de que las autoridades intervendrían si se enteraran [de esas conversaciones], ya que la carga en su conciencia es demasiado grand,e: es la generación que todavía manda. Durará seguramente hasta 1975 ó 1980. En mi opinión, esta es la limitación más importante (…) a la “liberalización” actual del Régimen de Franco. Muchas de las personas que todavía hoy, y en los próximos diez o quince años, ocupan altos cargos, participaron o aprobaron expresamente lo que parece haber sido, más que una guerra civil, una matanza prácticamente unilateral. En aquella época es muy posible que ese proceder les pareciera legítimo a ellos mismos; (…); pero hoy son procedimientos que ya no pueden justificar, ni siquiera retrospectivamente. La estructura social actual de España, el rápidamente creciente nivel de vida –y la emigración (…)– hacen tal vez posible a primera vista una evolución moderadamente democrática sin que la derecha pierda el control.
Pero los gobernantes actuales seguramente temen que si se permite la libertad de expresión habrá individuos, grupos o partidos de izquierda que sacarán a relucir la matanza, ya que es un magnífico tema de propaganda. Temen seguramente, y no sin razón, que eso les desacreditaría a ellos y a sus sucesores ante los ojos de los que ignoran lo que pasó o lo han olvidado un poco, al no poder discutirse de ello públicamente. Una gran parte de la población, especialmente obreros, pequeña burguesía e intelectuales, podría ser muy susceptible a esa propaganda; tan sólo el poder hablar de la guerra ya contribuiría a sacarles el miedo del cuerpo.
Los sucesores al Régimen de Franco, que ya no participaron directamente, podrían, aún siendo de derechas, lamentar los excesos que se cometieron, etc., e incluso podrían aceptar la interpretación de la guerra civil como una matanza prácticamente unilateral. Pero los que la hicieron (…), jóvenes entusiastas en aquella época, no pueden aceptar que se hable de lo que parece haber ocurrido entre 1936 y 1943: correrían el riesgo de desacreditarse a ellos mismos y de desacreditar a quienes nombren sus herederos. Por eso la “liberalización” no alcanza a permitir la discusión de la guerra civil: sin tener en cuenta la represión que ocurrió entonces no se puede entender la reciente historia social andaluza. (nota 2, pp. 140-141).

Desde luego hay que reconocer que no está nada mal para estar escrito a mediados de los sesenta. Admiro por premonitoria la certera visión de que la evolución socioeconómica acabaría haciendo posible en algún momento “una evolución moderadamente democrática sin que la derecha pierda el control” y por lo tanto pueda salvar el escollo de la matanza. Paradójicamente es también esta admirable visión crítica la que explica que Martínez Alier, como otros intelectuales del núcleo de Ruedo ibérico, quedara marginado a partir de la Transición. El discurso dominante los dejó de lado y nos privó de esas ideas.8
Treinta años de investigación histórica y la irrupción de la cuestión represiva en el debate social desde hace más de una década, con dos hitos que podrían ser la apertura de la fosa de Priaranza y la expulsión del juez Garzón precisamente por no haber tenido en cuenta la Ley de Amnistía de 77, han puesto en duda el modelo de Transición y han planteado la necesidad de que el actual sistema democrático no olvide su precedente, que no es otro que la II República. Y aquí la cosa se complica aun más, ya que el campo enemigo se amplía. Después del eterno los malos fueron los rojos y de la corrección de Salas Larrazábal: ciertamente nosotros también matamos, pero ellos mataron más, el mensaje de la Transición fue Todos fueron iguales. De este modo no había problema alguno en borrar el pasado y en convertir la reconciliación en la clave de la Transición. En la conferencia mencionada en la nota 6) decía Martínez Alier:

La Ley de Amnistía fue como un chiste: los que habían matado, sin sufrir ningún castigo y sin perder ni una de las antiguas pesetas de su patrimonio con la muerte de Franco, se daban el lujo de amnistiar a los que habían perdido la guerra y habían perdido la paz de los cementerios durante 35 años, y de paso se amnistiaban ellos mismos.9

Luego, pese a todas las trabas existentes, empezó la investigación histórica y comenzaron a aflorar los muertos, los inscritos y los no inscritos, demostrándose que todas las mentiras anteriores no tenían otro objetivo que ocultar la matanza fundacional del franquismo. Al final ha resultado que los malos acabaron con 50.000 personas y los buenos con un mínimo de 130.000, y han sido la historia y el movimiento social los que han motivado la alarma de la derecha y de todos los que consideran que sólo cabe hablar de verdadera democracia a partir de la Transición. Quizás por eso ahora se nos quiere hacer creer –según Juliá– que, durante la República, la democracia “sólo tenía valor instrumental”.10
El conglomerado que forman PP-PSOE con sus respectivos medios (desde El Mundo, ABC, La Razón… al grupo PRISA) a la hora de establecer ciertas verdades incuestionables en torno a la Transición, nos ofrece un buen ejemplo de lo que en uno de sus últimos escritos José Martínez, el fundador de Ruedo ibérico, denominó la derecha permanente.11 Juan Carlos Monedero comenta –creo que acertadamente– “la arrogancia de esa generación que cree que inventó la democracia en España” y que “no nos permite cuestionarla”.12 Para algunos como Juliá la Transición fue fruto del encuentro del socialismo y el catolicismo, entendimiento que se rompe –qué casualidad– precisamente a fines de los 90, en que aparecen de nuevo las dos Españas.13 Entonces, según Juliá, la Historia vuelve a interpretarse como arma de combate, entre el revisionismo de unos y la historia militante de otros. Y en medio la virtud. En este contexto no es de extrañar que Juliá mantenga “la necesidad de sepultar y pasar página de la Guerra Civil”. Incluso se permite censurar las voces que siguen empeñadas en seguir ancladas en el pasado y mantiene que aquí “ya hemos superado el duelo”.14 No se sabe aún el número de víctimas causadas por el fascismo ni su identidad ni la fosa donde acabaron y dice que las familias superaron ya el duelo; no se sabe aún donde están o qué fue de los archivos de la represión con los ficheros exhaustivos de las víctimas (en poder de Ejército, Policía, Guardia Civil y Falange) y dice que hay que dar el caso por cerrado.
Todo esto ha dado lugar a una corriente, poderosa por los medios de que dispone, que es la que Ricardo Robledo ha definido como la de la equiviolencia: equiparación de lo que llaman ambos bandos, hincapié en las supuestas responsabilidades de la República en el proceso que condujo a la guerra y revisión de ciertos prejuicios contrarios al franquismo.
Historia oficial y pensamiento dominante
Esta corriente lleva mal la línea de investigación sobre la represión que puede representar buena parte de lo publicado en la serie Contrastes de Crítica. Y lo llevan mal porque, si de ellos dependiera, no se hubiera investigado la represión o se hubiera hecho más adelante, cuando ya no quedaran ni recuerdos. Lo que algunos piensan de estos trabajos se vio recientemente en una larga y tediosa reseña publicada por Julius Ruiz sobre varios libros clave dedicados a la represión.15 La tesis de Ruiz es conocida: la represión franquista de posguerra fue mucho más benigna de lo que se pensaba hasta ahora o, en otras palabras: Franco no era tan malo. Naturalmente Ruiz, que piensa ingenuamente que la Causa General de Madrid le permite hablar de la represión franquista en toda España, ha sido bien acogido por un amplio círculo que va desde Moa y Payne a ciertos profesores universitarios (como por ejemplo, el antes citado González Cuevas) y publicaciones como Revista de Libros.
Un buen representante de esa corriente a la que aludo es el profesor de la Complutense Fernando del Rey Reguillo, autor de la obra Palabras como puños. Pocos deben ignorar la existencia de este libro. ¡Como para ignorarla! Hagan un seguimiento en Google y observarán un hecho insólito: un libro sobre la II República comentado elogiosamente por decenas de periódicos y blogs. Unanimidad absoluta: desde El País a La Razón pasando por ABC. Bastará con decir que hasta la página sevillana “SOY COFRADE” se hizo eco de su publicación, recomendándola. Y estamos hablando de un libro de 700 páginas con ocho autores, la pesadilla de cualquier editor. Me temo que, una vez más, nos encontramos ante un fenómeno ajeno al movimiento natural de los libros de historia. Observen el texto de la solapa de contraportada:

Los historiadores agrupados en este libro apuestan por una aproximación a la España de los años 30 distanciada y estrictamente científica, por completo desmarcados de las polémicas ideológicas actuales en torno a la llamada memoria histórica, unas polémicas a menudo artificiosas e históricamente absurdas.

Es más, me temo que algunos de estos autores han tomado a su manera, más elevada y académica, el testigo de la campaña iniciada por los Moas y Vidales a fines de los 90. Lo que puede que no se conozca tanto es que el libro coordinado por Del Rey Reguillo, con profesores de los departamentos de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la UCM y de Historia Social y Pensamiento Político de la UNED, está estrechamente relacionado con la Fundación Ortega-Marañón, presidida por José Varela Ortega y que mantiene un seminario de historia desde 1995, seminario dirigido por José Álvarez Junco y en el que se advierte la presencia de varios de los representantes de esta corriente de la que estoy hablando, entre otros Juliá y todos los que intervienen en Palabras como puños. De hecho el libro de Reguillo, publicado por Tecnos en una colección dirigida por Javier Zamora Bonilla, otro de los coordinados, está dedicado a Junco y Juliá, que fueron los que lo presentaron junto con Varela Ortega. Álvarez Junco afirmó que se trata de un libro “desprejuiciado, con un nuevo enfoque que se agradece muchísimo, un libro renovador, muy documentado y muy valiente”, porque presenta una visión de la República alejada de tópicos.16
 
Luego sería Juliá quien lo comentará favorablemente en El País (23/07/2011) en un artículo donde daba cuenta de varias novedades y aprovechaba para recordarnos que en Julio de 1936, del profesor Francisco Alía, se concluía en que la guerra civil “fue provocada por miedo a la revolución”. Sin embargo, no es eso exactamente lo que se lee en el libro. De quedarnos con lo que escribe Juliá podría pensarse que, efectivamente, había una revolución en marcha y que fue el miedo a que se desatara totalmente lo que provocó la “guerra civil”. Sin embargo el autor deja claro que no había revolución alguna y que fue precisamente el golpe militar –él dice alzamiento– el que llevó a la guerra y a la temida revolución:

En la primavera de 1936 no es que hubiera revolución en España, ni mucho menos, pero casi todos se esforzaban en que lo pareciera. La Guerra Civil española fue provocada por el miedo a la revolución. (…).
… el alzamiento dio paso a un conflicto armado, a la guerra, y esta, en el bando republicano, a aquello con lo que tantos se habían asustado: la revolución. Paradójicamente, el miedo a la revolución fue lo que verdaderamente desencadenó la revolución.17

Digámoslo una vez más de otra manera: fueron los propios sectores civiles, militares y eclesiásticos antirrepublicanos los que a través de sus numerosos y potentes medios contribuyeron en gran medida y de múltiples maneras a la creación de ese clima de miedo a la revolución, que en realidad, como es sabido, no representa otra cosa que la fase previa a la irrupción como salvadores de los militares golpistas.
Todos fueron iguales
Estamos pues en la corriente de la equiviolencia y en la de la Tercera España, cada vez más de moda, donde caben desde Antonio Muñoz Molina y La noche de los tiempos hasta la reciente biografía de Gregorio Marañón, de Antonio López Vega, estrechamente relacionado igualmente con la Fundación Ortega-Marañón. Muñoz, trasunto de ese arquitecto formado en la Bauhaus que tiene que exiliarse porque puede ser víctima “de los dos bandos”, reconoce la influencia de las memorias de Julián Marías y de la lectura de prensa de la época, “porque ves cómo las personas vivían las cosas, que es muy distinto a cómo las recuerda el historiador”. Las carencias de la historia no son problema para él, ya que, según declaró, tiene “disciplina mental de historiador”. Quizás esto explique sus brillantes conclusiones: “Era un bando muy caótico. Por eso, en parte, se pierde la guerra. Se empeñaron casi en perderla. Es muy fácil saber eso. Lo único que hay que hacer es leer”. Según Muñoz hay “continuas utilizaciones políticas de ese pasado y un interés en tergiversarlo”. Y concluye, muy en la onda comentada: “El pasado hay que conocerlo y una vez que lo conoces hay que dejarlo de utilizar como arma arrojadiza. No se puede sacrificar el presente en nombre del pasado”.18
Por su parte Lopez Vega, en su presentación de la biografía de Marañón, estuvo acompañado de Bono y Ruiz-Gallardón, lo que da prueba sin duda de la importancia del libro. El autor destacó entre otras cosas que, como otros liberales, Marañón se percató del “peligro de sovietización del gobierno de Madrid”.19 Quizás por eso apoyó a Franco y volvió a España en 1942, tres años antes que Ortega.20
Todo esto me trae a la memoria la indignación de Herbert Southworth en una carta a El País de 1986, en la que decía que no podía entender cómo, “mientras se practicaba un olvido absoluto con los hombres que lucharon por la democracia y sufrieron exilio hasta su muerte”, se cantaban loas continuas a individuos como Ridruejo o Tovar:

«En 1980 tendrá lugar el centenario del doctor Juan Negrín. Para él, en la España democrática, no hay calle ni monumento ni nada. Él no escribió sonetos a Hitler, Mussolini o Franco; él no profesó ninguna admiración al duce, al führer o al caudillo. Era un hombre honrado que luchó contra el fascismo, que cumplió con su deber para con su país y a quien éste le ha otorgado el olvido total. Quizás sea éste el precio que hay que pagar por la reconciliación nacional, pero esta reconciliación, al precio de negar la verdad histórica, se compra demasiado cara. Un país que no se atreve a mirar cara a cara a su propia historia se condena a la mediocridad histórica”. (09/01/1986).

Le contestó Ignacio Sotelo, ferviente admirador de Ridruejo, a quien consideraba su mentor, que dijo que quien no hubiera entendido que en aquellos años se podía ser a la vez “inteligente, honrado y fascista no podía entender ni a aquella generación ni lo ocurrido desde entonces en España”. Hoy, gracias a la investigación histórica (Miralles, Jackson, Moradiellos, Viñas) y al esfuerzo de su nieta Carmen, la figura de Juan Negrín puede darse por recuperada para nuestra historia.21 Por su parte Ridruejo tuvo desde el principio un gran foco propagandista en las páginas de El País. A él ha dedicado buena parte de sus investigaciones el profesor Jordi Gracia, que en 2008 publicó en Anagrama La vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Como desgraciadamente ya no está entre nosotros Southworth, nos quedamos sin saber qué hubiera pensado ante ese peculiar rescate que comenzaba a contar la vida de Ridruejo a partir de 1942. Algunos pensamos que era un fraude intelectual.
No hace mucho se comentó, con razón, el bochornoso espectáculo ofrecido por José Bono con motivo de la “Declaración del Congreso al cumplirse 75 años de la guerra civil”. No hubiera estado demás recordar la declaración del Gobierno de Felipe González y Alfonso Guerra en 1986 con motivo del 50 aniversario. Con ella se pretendía “honrar y enaltecer la memoria de todos los que, en todo tiempo, contribuyeron con su esfuerzo, y muchos de ellos con su vida, a la defensa de la libertad y de la democracia en España”. Hasta aquí todo bien. Pero a renglón seguido el Gobierno de Felipe González manifestó “su respeto a quienes, desde posiciones distintas a las de la España democrática, lucharon por una sociedad diferente a la que también muchos sacrificaron su propia existencia”. ¿Difiere esto en algo de las palabras finales de Bono en el sentido de “rendir homenaje a quienes murieron en defensa de sus ideales” y “desterrar el odio y la intolerancia de nuestras vidas”? La diferencia está en la respuesta: en 1986 pasó casi inadvertido y ahora ha sido objeto de crítica.22
Recapitulemos:
1. La II República fue un régimen democrático que inició reformas que no fueron aceptadas por importantes sectores de la derecha española.
2. La derecha la boicoteó desde el principio y lanzó su ataque final cuando vio que las elecciones de febrero del 36 daban el poder al Frente Popular.
3. El medio fue un golpe militar seguido de un plan de exterminio perfectamente calculado, que en varios meses causó la desaparición de miles de personas allí donde triunfó y al que ya en el 37 se le quiso dar una envoltura seudojurídica.
4. La masacre fue de tal magnitud que desde el primer momento se tuvo plena conciencia de que había que ocultarla como fuera.
5. La guerra civil representa un paréntesis dentro del plan de exterminio, que existió antes de que se pudiera hablar de tal guerra y continuó después hasta bien entrados los años 50.
6. Hasta tal punto era importante la cuestión represiva que se neutraliza con la amnistía de octubre de 1977, catorce meses antes de la Constitución.
7. La Transición, controlada por la derecha y con el visto bueno de la izquierda, omitió toda referencia a las decenas de miles de víctimas de la represión fascista.
8. 30 años después de la Transición, y a pesar del esfuerzo realizado, seguimos sin saber la identidad y el número de víctimas.
Por todo ello, podemos hablar de golpe militar, de plan de exterminio, de desaparecidos y de desapariciones forzadas, de crímenes de guerra, de genocidio y de fascismo. Concluyo con unas palabras premonitorias de José Martínez, fundador de Ruedo ibérico:

La guerra civil ya sabemos cuándo acabó; la que no sabemos cuándo acabará es la guerra de la historia que ha de quedar sobre la guerra civil y el franquismo.

 
Han pasado varias décadas desde que José Martínez comentara esa otra guerra. Desde entonces se ha avanzado mucho en “esa historia que ha de quedar” y se ha logrado con mucha dificultad mostrar una realidad oculta hasta ahora y usar las palabras que le corresponden. Sin embargo, esta realidad ha sido parcialmente asimilada y adaptada por el discurso dominante para seguir manteniendo básicamente lo mismo. Y esto será así mientras el modelo de Transición y el sistema político a que dio lugar sigan siendo el gran muro protector del franquismo y de su historia criminal e incluso pasen por ser lo mejor que nos pudo ocurrir. En este contexto la II República debe ser borrada de la historia y la democracia debe contar solo desde la Transición. No obstante, la guerra de la historia que ha de quedar tiene aún muchas batallas por delante.
Sevilla, julio de 2012
Notas:
1 Juliá, S., “Por la autonomía de la historia”, Claves, nº 207 de nov. de 2010, p. 13.
2 En este sentido merece mención especial el catedrático de Historia de la Universidad de Extremadura Fernando Sánchez Marroyo, creador del concepto “historiografía frentepopulista”. De ahí a “historiografía roja” hay un paso fácil de dar (Sánchez Marroyo, F., “Un cuarto de siglo de análisis de la historia contemporánea desde la universidad de Extremadura”, en Norva, vol. 22, 2009, pp. 112 y 136).
3 El periodista Jorge Martínez Reverte se despacha cuando le parece desde las páginas de El País, donde parece tener mando en plaza, contra lo que le viene en ganas y no precisamente con buenas maneras. Tiempo después de atacar El holocausto español de Preston (El País, 11/05/2011) recurriendo a fuentes tan cualificadas como Del Rey Reguillo o Julius Ruiz, arremetió contra En el combate por la historia, obra colectiva coordinada por Ángel Viñas a través de la cual se pretendía contrarrestar los excesos del diccionario histórico de la RAH, en un artículo titulado “Manual de combate” (El País, 14/04/2012).
Pero lo mejor vendría luego. El 26 de mayo El País publicó el artículo de Borja de Riquer “La larga sombra del franquismo historiográfico”, que, aunque aludía de pasada a Reverte, se ve que no debió hacerle mucha gracia. Es posible que en ello influyeran las compañías poco recomendables en que quedó ubicado. Cuatro días después el periódico le aceptó una carta titulada “No sé de qué voy a vivir”, en la que adoptó un aire de víctima. No obstante, la apoteosis llegó el 9 de junio, cuando el mejor espacio del periódico fue ocupado por un artículo titulado “La dimensión coral de la guerra civil”, en el que Álvarez Junco, Mercedes Cabrera, Santos Juliá, Martín Aceña, Miguel Martorell, Moreno Luzón y Del Rey Reguillo realizaban una defensa cerrada del supuesto “historiador” Jorge M. Reverte.
Resulta difícil comprender que semejante movilización se produjera a consecuencia del escrito de Borja de Riquer. El artículo, si es que no tiene otras lecturas ocultas, parece decir: “Cuidado con meterse con Reverte, que es uno de los nuestros”. Curiosamente Reverte pertenece junto con dos de los firmantes, Juliá y Cabrera, a un grupo procedente en general de las filas comunistas que se incorporó al PSOE en julio de 1981 (“Intelectuales de diversas tendencias piden su ingreso en el PSOE”, El País, 04/07/1981). Lo cierto es, guste o no a Reverte, que sus opiniones y referencias se distinguen cada vez menos de las que propone la historiografía conservadora, hecho que también afecta a algunos de sus defensores, todos ellos integrantes en una u otra ocasión del seminario que en la Fundación Ortega-Marañón reúne periódicamente a varios profesores de la UCM (Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos) y de la UNED (Historia Social y Pensamiento Político).
4 González Cuevas, P.C., “Paul Preston: el ocaso de un hispanista”, en El Catoblepas, nº 112 de junio de 2011, p. 13 y ss.
5 La cita de Calvo Serer procede de Los motivos de las luchas internacionales, Ateneo, Madrid, 1955 y la de Marrero de La guerra española y el trust de cerebros, Ed. Punta Europa, Madrid, 1962.
6 Aconsejo la lectura de la reciente conferencia de Joan Martínez Alier en el Colegio de España de París, “La crítica de la Transición en las páginas de Ruedo ibérico”, utilizada como prólogo en Diez, Xavier (ed.), La Transición en Cuadernos de Ruedo ibérico, BackList, Barcelona, 2011.
7 Servicio Histórico Militar, C.G.G., A. 4, L. 273, C. 6.
8 Véase el artículo “¿Quién amnistiará al amnistiador?”, en Diez, Xavier (ed.), op. cit., pp. 158-161.
9 Del mismo Martínez Alier es aconsejable leer el artículo de finales de 1975 “¿Quién amnistiará al amnistiador?”, op.cit.
10 El Mundo, 08/04/2011. Presentación de la obra Palabras como puños, a la que luego se alude.
11 Martínez Guerricabeitia, José, “La Spagna: ‘Nuova dextra’ e ‘Destra permanente’”, en Cuadernos do seminario de Sargadelos, nº 49 dedicado al fundador de Ruedo ibérico, O Castro, Sada, A Coruña, 1987, pp. 47-55.
12 Nueva Tribuna, 28/07/2011. Orencio Osuna entrevista a J.C. Monedero. En su libro La Transición contada a nuestros padres (Catarata, 2011, p. 148) Juan Carlos Monedero menciona entre otros el caso del sociólogo Víctor Pérez Díaz, quien se refería a la Transición como la etapa de “la invención de la democracia”, y se preguntaba: “¿Y la experiencia republicana?”. La vuelta de tuerca la aporta la extrema derecha. Es el periodista Santiago Mata el que pregunta a Ricardo de la Cierva: “¿Por qué han roto el pacto de no manipular la historia?” (La Gaceta, 09/11/2011).
13 Véase más información en http://hispanianova.rediris.es/7/dossier/07d013.pdf (“De saturaciones y olvidos. En torno a un pasado que no puede pasar”).
14 “Santos Juliá aboga por pasar la página de la Guerra Civil porque el duelo no crea una deuda permanente” (Europa Press, Santander, 21/06/2011).
15 Ruiz, Julius, “Las metanarraciones del exterminio”, Revista de Libros (Madrid), nº 172, abril de 2011, pp. 8-12.
16 El Imparcial, 08/04/2011.
17 F. Alía, Julio de 1936, Crítica, Barcelona, 2011, p. 373-379.
18 Me he servido de varias entrevistas: con Jordi Socías en Babelia “Contra los fanatismos” (El País, 21/11/2009); con Guillermo Busutil y Ricardo Martín en Mercurio (noviembre 2009), y otra con Paula Oller, en la que la periodista alude al “universal escritor”, en www.andaluciainformacion.es (11/12/2009).
19 El País, 26/05/2011. “Marañón, ciencia y compromiso”.
20 Esta corriente de La tercera España está últimamente utilizando y manipulando en beneficio propio al gran periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, hasta no hace mucho en el olvido más absoluto salvo por la biografía de Belmonte. Su recuperación se debe a la profesora María Isabel Cintas, por más que algunos avispados tipo Trapiello se aprovecharan enseguida del filón. Unos y otros necesitan a Chaves para mostrar aquella República cuajada de comunistas y fascistas asesinos y para que una vez más quede claro que todos, rojos y azules, fueron iguales. No deja de resultar significativo que los dos últimos libros publicados del autor, La batalla de Madrid y Crónicas de la guerra civil (Renacimiento, Sevilla, 2011), cuenten respectivamente con los prólogos de Muñoz Molina y Santos Juliá.
21 Cuando ponía fin a este artículo, el 27 de enero de 2012 a las diez de la noche, TV2 emitió Ciudadano Negrín, el magnífico documental de Sigfrid Monleón, Carlos Álvarez e Inmanol Uribe, que contó con la colaboración de la familia Negrín.
22 El resultado de estas políticas de olvido nos lo muestra a su manera una encuesta de la Fundación Ortega-Marañón. Un 51% piensa que el franquismo tuvo cosas positivas y negativas. Solo un 38% piensa que el franquismo fue una época negativa y de ellos el 74% son votantes de IU, el 53% del PSOE y el 12% del PP. (EFE, 15/05/2011).

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