Espíritus y memorias en transición

Ariel Jerez
El ex dictador uruguayo Goyo Álvarez ha sido condenado recientemente a 25 años de prisión por el homicidio de 37 opositores, entendiéndolo el juez como un delito de lesa humanidad. Al tiempo, el juez Baltasar Garzón está siendo sometido a un juicio por el Tribunal Supremo debido a la acusación de una organización de extrema derecha, que exige entender como prevaricación su intento de investigar el asesinato y la desaparición de 113.000 ciudadanos que no apoyaron el golpe de Estado franquista.

Muchos países del mundo que han transitado a la democracia tras cruentas dictaduras han tomado iniciativas para hacer justicia a quienes padecieron las violaciones de derechos humanos. En nuestra ejemplar Transición, coronada con una Constitución monárquica que normaliza la institucionalidad franquista, ninguno de los responsables del régimen represor ha tenido que responder ante la Justicia.
Algunos intelectuales orgánicos del nuevo régimen niegan que haya habido pacto de olvido. Pero cuando desde los poderes del Estado se reafirma, una y otra vez, un espíritu de la Transición, no podemos dejar de interrogarnos sobre esta prolongada operación de manipulación simbólica y discursiva, orientada a contrarrestar la emergencia pública y política de los discursos de quienes cuestionan unos consensos nítidamente conservadores sobre diversos aspectos de nuestra vida en común.
Existe una nueva generación de ciudadanos que no asume este relato transicional, que convirtió a los articuladores de estos pactos elitistas en los grises héroes de nuestra democracia otorgada, y que rechaza una reconciliación presentada como la contracara del caos de los años republicanos y la condena de toda movilización de los de abajo como una irresponsabilidad para consolidar la democracia, cuando no un peligro de reabrir viejas heridas. Y este descubrimiento progresista se debe a una evidencia: pese a la crisis sistémica, nos guste o no, hoy la movilización social de contenido estratégico está en manos del bloque conservador (Iglesia, Partido Popular, empresariado e izquierdas cooptadas-silenciadas). Saben que, anticipándose a todo intento por revisar este relato, consiguen mantener una posición clave para contener cualquier iniciativa de redistribución simbólica y material considerada inaceptable para sus tan bien conservados privilegios.
La defensa de la Transición y la Constitución se ha convertido en un modus vivendi, donde los epígonos de los grises héroes institucionales lograron apartar de nuestra vida pública a los antifranquistas que en la calle lucharon por acabar con la dictadura, para ocupar ellos, en exclusiva, el panteón de los “padres” de la democracia.
En las primeras elecciones democráticas (junio de 1977), el Ministerio de la Gobernación retrasó la legalización de algunos partidos políticos para que no participasen; unos porque podían encontrar posibilidades a la izquierda del PCE-PSOE y otros porque tenían como punto fundamental en su identidad la reivindicación de una república. Así se construyó un Parlamento a la medida de las necesidades del cambio de camisa de las élites franquistas, donde nadie cuestionaría frontalmente el modelo económico y la monarquía, donde izquierdas y derechas votarían una Ley de Amnistía que ha otorgado impunidad a todos aquellos que perpetraron violaciones de derechos humanos durante la dictadura. Con este pacto, la izquierda se vería obligada a desmovilizar a sus bases, pero también a recortar su imaginario social e ideológico y a renunciar a introducir vectores emancipadores en la reconstrucción de una cultura democrática tras tres generaciones socializadas en el franquismo. En este sentido, el verdadero haraquiri político fue en el campo progresista.
La ejemplaridad del relato hegemónico está basada en la ignorancia de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas educados tras la muerte del dictador, que no han aprendido en sus centros de enseñanza nada o casi nada acerca de las atrocidades del franquismo. Esto ha sido una política de Estado que oculta tanto la dictadura como las dejaciones de los padres de las Constitución. Como ha dejado en evidencia Amnistía Internacional, España es el segundo país en número de desaparecidos del mundo y uno de los peores en formación de derechos humanos. En realidad, vivimos en una monarquía bananera.
Lo que no nos ha impedido presentarnos como el caso de referencia para dar lecciones democráticas en las diversas olas de democratización decretadas por el sector académico funcionalista, satisfecho con homologar democracias contando votos y procedimientos, e ignorando lacerantes e insostenibles desigualdades e injusticias. Mientras tanto, en nuestras ciudades y pueblos agonizaban en silencio, sin reconocimiento público, los hombres y las mujeres que deberían ser el espejo ciudadanista en el que se mirase nuestra sociedad. Estigmatizados por el miedo del “se había significado políticamente”, caían de nuevo en las cunetas de la historia.
Sin duda, nuestra Transición fue un nuevo espejito que quisimos vender a América Latina, donde nuestras redes académicas globalizadas, con el apoyo de fundaciones y multinacionales, organizaban este nuevo relato ejemplar de la madre patria, ignorando activamente cómo muchos de los países hermanos ponían en marcha, sin bonanza económica y con escasos recursos institucionales, comisiones de la verdad, derogaban leyes de punto final y enjuiciaban criminales sin ningún “espíritu” que los iluminase.
Durante unos días, en las jornadas Memorias en transición, expertos de las dos orillas debatieron sobre transiciones, memorias y justicias necesarias, iluminando la virtud de los que luchan por los derechos humanos y la ciudadanía contra la oscuridad del fascismo (ignorancia política activa siempre al acecho).
Ariel Jerez es profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid
In Público, Dominio público, 14.11.09

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