El fin del milagro español

Tribuna de Pedro Altares
 
Lo diré de entrada para que no haya engaños: me acuso y arrepiento de formar parte, por razones obvias de edad, de la «generación de la Transición». En realidad, nací un poco antes, en un tiempo que un poeta español en el exilio, ya desaparecido, definió «como la generación a la que las bombas rompieron sus juguetes». Otro poeta, más reciente, hablaba de que España se había convertido en uno de los pocos países del mundo «donde los mayores no tienen paisajes de infancia para memorizar su pasado». Costas, lagos, montañas, pueblos, vestigios históricos, arquitectura rural… Apenas quedan referencias, engullidas por las tuneladoras, grúas, urbanizaciones, zanjas, adosados. Es el famoso agujero inmobiliario, que, ahora, expertos y políticos, como si fuera una sorpresa, se afanan en desentrañar.

Y aquí ya entra la política, la Transición, primero santificada y ahora denostada. Nacimos millones de españoles dentro de una dictadura férrea, sin libertades, pero con turismo, cierta industrialización y aires de cambio, a veces tempestades, en costumbres y modos de vida. Quien tenía pasaporte viajaba a Perpiñán a ver El último tango en París. Volvían muchos de los dos millones de emigrantes esparcidos por Europa. Empezaron a proliferar desde la periferia, en Cataluña sobre todo y luego en Madrid, reuniones y viajes; la Universidad bullía. Emergen los sindicatos históricos y nace CC OO. Los llamados curas obreros, arropados por voces como las del padre Llanos, José María González Ruiz, José María Díaz Alegría, Enrique Miret y el padre Arrupe, encontraban cierta tolerancia ante las diversas censuras. Los obispos parecían lejanos, excepto Tarancón, y muy preocupados por el Concordato con la Santa Sede, por si se escapaba alguna subvención. Y, a velocidad de vértigo, todo llegó a la vez, incluso con el dictador en la cama. Con la Revolución de los Claveles en nuestro costado, España se abría paso en Europa, especialmente, después de la aparición de la sopa de letras, la Junta Democrática, Coordinación Democrática, la Platajunta.
Pero el dictador, antes de morirse del todo, tuvo tiempo de cumplir uno de los mayores deseos de su vida: firmar el acuerdo de las bases con EE UU, supuestamente conjuntas y nunca sabremos si con armamento nuclear, y consiguió acompañar a un presidente de un país democrático en un descapotable por la Gran Vía madrileña cubierta con banderas americanas. La compra les salió prácticamente gratis a los yanquis, como tantas otras cosas, las bombas de Palomares por ejemplo. Pero, genio y figura, antes de sus últimos suspiros, el «Caudillo» había tenido tiempo para firmar cinco penas de muerte.
Y llegaron las elecciones del 17 de junio de 1977. Nunca se había visto en este país, desde la proclamación de la Segunda República, tanta participación, tanta alegría en la calle, tanta esperanza en la democracia, algo impensable hacía pocos meses, cuando todo parecía venirse abajo con el ametrallamiento de los abogados laboralistas de la calle de Atocha en Madrid por la extrema derecha. Algunos quedaron en el camino, pero el 17 de junio fuimos, en familia, a votar por primera vez en nuestra vida. Yo tenía 42 años y nunca se me había pasado por la cabeza que la primera presidenta de las Cortes Democráticas fuese nada menos que Dolores Ibárruri y, sobre todo, que iba a servir de coartada a un Parlamento hecho a medida de las élites franquistas, según acabo de enterarme.
Las elecciones podaron drásticamente la sopa de letras y surgió una palabra, ahora maldita: el «consenso». España tenía un objetivo absolutamente prioritario: Europa y, con ella, la democracia. Por una vez, derecha, izquierda y nacionalistas aparcaron diferencias, pulieron viejas aspiraciones y se sentaron a discutir una Constitución que salió descomunal, con la pretensión de cubrir y subsanar todos los desarreglos de un Estado de más de 500 años. Fue bonito mientras duró. Pero la Transición siguió adelante. La entrada en todos los organismos europeos supuso, en un país que no había tenido Plan Marshall, una lluvia de dinero que tiró hacia arriba la emergente industrialización española. Y empezó el milagro, esta vez el económico, ayudado en parte por la llegada masiva, que no es lo mismo que «invasiva», por tierra, mar y aire, de más de cinco millones de emigrantes. Confío en que alguien cuente en el futuro la epopeya de pateras y cayucos, en un país de tradición de exilios durante siglos. Ahora, los emigrantes engrosan el paro sin que nadie pida perdón por los salarios de hambre, los alojamientos basura, los brotes de racismo y xenofobia… España no hubiera llegado donde estaba antes de la crisis sin la emigración. Fenómeno nada nuevo en Europa, ¿o es que después de la II Guerra Mundial, Alemania hubiera llegado a ser la locomotora de Europa sin esos más de dos millones de turcos que la reconstruyeron ladrillo a ladrillo, piedra a piedra, mientras los niños prodigio del nazismo se acicalaban tirando a la basura las cruces gamadas? Y otro tanto podríamos decir de Reino Unido, Bélgica o Francia. Claro que estos países tenían la cantera, no tan agotada, de las colonias…
El caso es que fue todo un éxito, España dejó de jugar en segunda división y se convirtió en «milagro»: la séptima potencia industrial. Pero había más milagros. La «generación que trajo la democracia» se entendía, hablaban entre ellos, y mucho de política, que ya era hora. Fraga decía que la política formaba «extraños compañeros de cama» y lo rubricaba al lado de Santiago Carrillo después del 23-F. Cuando la cosa se puso mal, los sindicatos echaron una mano, y llegaron los Pactos de la Moncloa: por encima de los intereses partidarios. Estaban la democracia y una Constitución. Luego ya veremos. Y lo estamos viendo…
España, ya sin milagro y, especialmente, sin Transición, que es ahora objeto de análisis. Por ejemplo, éste, salido de la pluma de un profesor universitario en un periódico de cobertura nacional: «Se construyó un Parlamento, a la medida para el cambio de camisa de las élites franquistas. La ignorancia de los ciudadanos educados tras la muerte de Franco oculta las atrocidades de la dictadura». Así de claro y de contundente. Tiene razón. Con las prisas y tanto ajetreo, a esa generación se le olvidaron algunas cosas. Por ejemplo: cierre inmediato de las bases americanas en España, expulsión de su embajador, denuncia y ruptura del Concordato con la Santa Sede, invasión de Marruecos en defensa del Frente Polisario, Ceuta y Melilla, y lo más importante: situar al Rey en un tren hacia Irún. Es evidente que quedaron la tira de cosas por hacer. Pero, por no aburrir, espero que alguien las recuerde. Después de decenas de libros, de miles de artículos, conferencias, coloquios y, sobre todo, de haberla vivido, salvando las distancias, la «generación de la democracia», como Adriano, confiesa «estar en una edad donde la vida es una derrota aceptada». A la vista está.
¿Y qué es lo que se ve ahora, sin milagro? Primero, el sálvese quien pueda. El Gobierno en su guarida y la oposición -¿o es más bien «la contra»?- al acecho de su permanente desgaste, por aquello de que cuanto peor mejor. Las baronías se han convertido en «virreinatos» con mención de honor a Valencia y su Educación para la Ciudadanía en inglés. Y una medalla especial para la Virreina de Madrid, la condesa descalza y su afán por cambiar las leyes cuando no se ajustan a sus intereses y por acabar con la educación pública y la sanidad, que, como todo el mundo sabe, son cosa de pobres. Y aún hay más: la intensidad, duración y sonido de los reiterados besos a su rival, Gallardón, no obstante, la cara de madrastra de Blancanieves que se le pone. ¿Continuamos? Sólo una cosa: los obispos crucifijo de Trento en ristre. Nada que objetar. Sólo un recuerdo para el ministro de Agricultura de la República, Manuel Jiménez Fernández, católico «de los de comunión diaria», catedrático y maestro, que solía decir: «No tengo nada contra los obispos españoles, salvo dos cosas: no creen en Dios y no han hecho el bachillerato». Pues eso.
Y en esto llegó el nombramiento de Alberto Oliart, en RTVE. No entro en el tema del famoso ERE del ente a partir de los 52 años. Interesados pueden leer El señor de las moscas. A lo que voy es a las biografías de Alberto Oliart en algunos medios, resumidas en una frase: «40 años al servicio de la derecha». Los 81 años lo cubren todo, nada cuenta la capacidad, la honorabilidad, el talante, la lucha por la democracia desde el siempre olvidado mundo de la cultura (¿alguno de esos nuevos inquisidores ha leído Contra el olvido?), dentro de un envase conservador, pero abierto a las nuevas realidades. Se opuso a la guerra de Irak. Fue un hombre importante en la Transición y ocupó la cartera de Defensa durante el juicio del 23-F en Campamento. Nadie es perfecto. Pasaba por allí.
¿Y del Gobierno? En recuerdo y homenaje a Tip y Coll, «del Gobierno hablaremos otro día».
In El País, 7.12.09 con la nota En este artículo, enviado poco antes de su fallecimiento, el autor reflexiona sobre la Transición

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