Hablan los generales

Jesús Rodríguez

No quieren ser los grandes mudos de la sociedad. Están orgullosos de ser militares. Por primera vez desde la Transición, un grupo de altos mandos de las Fuerzas Armadas, al frente de las unidades más poderosas y los grandes centros de pensamiento y de decisión de los ejércitos, hablan de su pasado, presente y futuro. De las academias de Franco donde se educaron, de la noche del 23-F, de sus nuevas misiones al servicio de la sociedad. Así son y así piensan los generales españoles.

No es fácil entrevistar a un general. Menos aún a varios. Este reportaje ha superado años de negativas. El poder político nunca consideraba el momento oportuno. Era una patata caliente. Los altos mandos de las Fuerzas Armadas no hablaban desde la Transición. Y siempre terminaban arrestados por la carga política de sus palabras. A finales de 2005 conseguimos permiso del Ministerio de Defensa. Se nos asignó un general de división para negociar las condiciones del reportaje. Elaboramos una lista de altos mandos susceptibles de incluir en el artículo. Y un calendario. Sin embargo, en enero de 2006, el teniente general José Mena era destituido por el ministro Bono en respuesta a su discurso en la Pascua Militar donde criticaba el Estatuto de Cataluña y esgrimía la posibilidad de una intervención militar. Se acabaron las conversaciones. Tras continuas largas por correo electrónico, nuestro contacto se desvaneció. En abril, José Bono abandonaba por sorpresa Defensa. Y nuestro reportaje pasaba al olvido. Vuelta a empezar. Su sucesor, José Antonio Alonso, no retomaría el asunto en sus dos años de gestión.

A finales de octubre de 2009 volvimos a la carga. Había nueva ministra, Carme Chacón. La aprobación fue inmediata. A finales de noviembre presentamos una lista con una docena de generales que estábamos interesados en entrevistar. Días más tarde, el ministerio nos propuso a siete que, tras ser sondeados, estaban dispuestos a encontrarse con El País. Tres pertenecían al Ejército de Tierra, dos a la Armada y dos al Ejército del Aire. Había un alto cargo del órgano central (el director general de Política de Defensa), dos miembros del equipo del Estado Mayor de la Defensa (el Estado Mayor Conjunto y el Mando de Operaciones), dos jefes de grandes unidades (la Brigada de la Legión en Almería y el Grupo de Acción Naval Número 2 en Cádiz), el jefe de la Fuerza Interina de Naciones Unidas en Líbano y el propio jefe del Estado Mayor de la Defensa (Jemad), número uno de las Fuerzas Armadas. Las entrevistas se realizarían a lo largo de una semana y media en sus destinos. Sin censores ni vetos.

Cero recelos. En todos los casos, la acogida fue amistosa y sin reservas. Comimos el cuestionable rancho de la Legión con el general jefe y sus oficiales en la base de Viator en los días en que la brigada comenzaba a entrenarse para relevar esta primavera al contingente español en Afganistán; y el más aceptable de la Armada, a bordo del buque de asalto anfibio Galicia, en aguas del Estrecho, en la cámara del contraalmirante, con su estado mayor. Pocas semanas más tarde, otro buque a su mando, el Castilla, zarpaba en misión humanitaria rumbo a Haití. Entramos en el puesto de mando del Jemad, el hermético Centro de Operaciones Conjuntas, en Madrid, donde se realiza la conducción de todas las operaciones en el exterior, mientras oficiales de los tres ejércitos uniformados de campaña tecleaban ordenadores y despachaban por videoconferencia con nuestras fuerzas en Líbano y las aguas del Índico. Incluso descendimos al búnker del Ministerio de Defensa, siempre en estado de vigilia para afrontar situaciones de crisis. Con los siete generales hubo franqueza, transparencia y tuteo.

Los militares españoles quieren contar cómo son y lo que hacen. Están satisfechos de su formación, tradiciones, transición y misiones. Para el teniente general Juan Villamía, uno de los principales asesores de la ministra, «la mayor adaptación de la sociedad española en los últimos 30 años la hemos hecho nosotros. Hemos sido un modelo. Y sí, ¡estamos orgullosos! ¿Por qué no decirlo? Representamos lo que son los ciudadanos y somos una buena representación». Los generales de este reportaje repiten hasta la saciedad que son parte de la sociedad. «Aquí hay de todo, como en la sociedad de la que salimos y a la que pertenecemos. Que nos creen un prototipo es injusto. No somos ni más ni menos conservadores. Somos la sociedad y evolucionamos con ella», explica el general Varela.

Las reglas están claras. Saben cuál es su papel. Están bajo el mando del presidente del Gobierno, al que le corresponde, según la Ley Orgánica de 2005, «la dirección de la política de defensa y la determinación de sus objetivos, la gestión de las situaciones de crisis que afecten a la defensa y la dirección estratégica de las operaciones militares en caso de uso de la fuerza». Los oficiales más jóvenes son también conscientes de que sólo unos pocos llegarán al generalato en unos ejércitos de un tercio del tamaño que tenían hace 30 años. Mientras, están decididos a servir y disfrutar de cada destino. Se reafirman como militares. «No somos una ONG». Han recuperado la autoestima. Tras años de peregrinaje. Se sienten útiles. Incluso mejor pagados. Como resumió al final de nuestra entrevista el vicealmirante Martínez Núñez, «es un magnífico momento para ser militar. Esto engancha si crees en lo que haces».

Tanto tiempo esperando y cuando por fin te sientas frente al general jefe de la Brigada de la Legión, Francisco Varela Salas: sólido físico de guerrillero, cabello a cepillo, ceñido uniforme legionario, botas de campaña, albacea de los 90 años de leyenda de este cuerpo de novios de la muerte cofundado por Franco, le pides que defina al Ejército y responde sin pestañear: «Somos una herramienta de la política exterior del Gobierno», comprendes que las Fuerzas Armadas han sufrido una metamorfosis. Y sus mandos en cabeza.

En España hay algo más de 200 generales; la mitad, en el Ejército de Tierra. Los más jóvenes apenas superan los 50 años. Sólo alcanzan el rango de general de brigada (o contraalmirante) entre el 5% y el 10% de cada promoción de las academias (algo más de 200 oficiales entre los tres ejércitos por curso). Y la mitad de la mitad, el máximo empleo de teniente general o almirante. Nuestros generales cobran como un profesor universitario y llevan una vida de clase media. Todos han participado en misiones en el exterior. Codo a codo con políticos, diplomáticos y miembros de ONG. Son expertos en inteligencia y nuevas tecnologías. Diplomados de Estado Mayor (algo así como un MBA de las Fuerzas Armadas). Y también curtidos hombres de acción. A imagen y semejanza de su admirado Stanley McChrystal, el general jefe de la fuerza internacional en Afganistán, un brillante oficial de West Point, de 55 años, educado en Harvard, capaz de encabezar un comando de operaciones especiales en la captura de Sadam Husein y también de elaborar un informe para el presidente Obama explicándole cómo solucionar el embrollo afgano a través del desarrollo de la economía y el fortalecimiento de las instituciones del país. «Ya no se trata de coger a los malos y matarlos, sino de ganarse a la población civil y ponerla de tu lado. Reconstruir el país. Y que vean que estás con ellos, que vas a protegerlos. Hay que lograr que los malos se queden sin apoyos. Se trata de derrotar al enemigo sin pegar un tiro», explica el general Varela, especialista en guerra irregular. Para el Jemad, «los conflictos ya no los resuelven las Fuerzas Armadas. La guerra ya no se contempla. Los conflictos se resuelven con instituciones justas. Nosotros ganamos espacio seguro y las instituciones civiles hacen su trabajo».

Los nuevos generales tienen carreras y estudios civiles. Y un inglés a base de codos. Familias numerosas y una cortesía de manual. La mayoría se confiesa católico-practicante. Y apolítico. «Yo, de uniforme, soy el general Asarta; el fiel de la balanza, y no puedo ni debo decantarme. Cuando me quito el uniforme soy un ciudadano y expreso mis ideas, pero nunca como general», explica el recién nombrado responsable de la ONU en Líbano. «Cuando entras aquí, renuncias a derechos constitucionales como el de expresión o sindicación. Hemos asumido una regla, y si no te gusta, te vas», recalca el legionario general Varela.

Son hijos de militares, pero no padres de militares. Sus hijos han optado por carreras civiles. En su caso, el Ejército fue un destino manifiesto. Un futuro con visibilidad social y seguridad económica inducido por unos padres veteranos de guerra. Nuestros siete generales ingresaron en las academias en los estertores del franquismo. Alguno, con el dictador en el lecho de muerte. Recibieron una educación muy conservadora, exigente, pobre en idiomas y más técnica que humanista. Machista. Basada en tradiciones. Alejada de la sociedad civil. Con marchas de madrugada, exámenes a diario y un control estricto de la conducta de cada joven oficial, todo sumido en un fuerte sentido corporativo y de culto al compañerismo.

Cada ejército en el que ingresaron tenía un estilo muy definido. Que aún subsiste. Y defienden a capa y espada. Aunque el futuro de las operaciones militares sea conjunto. Y la ley ya describa a las Fuerzas Armadas como «una entidad única». La elitista, purista y endogámica marina de guerra posibilitaba un mayor control de la institución sobre el oficial: a bordo de un buque, el comandante es dios; y por el medio en que se desenvuelven, los océanos libres e inabarcables, y los largos tiempos de navegación, se han convertido en expertos en comunicaciones, comercio internacional, suministro energético y, sobre todo, estrategia. Son especialistas en establecer objetivos a largo plazo. Por contra, el Ejército del Aire, el último en llegar, cuenta con menos tradiciones y parentescos y siempre ha ofrecido un perfil más moderno, tecnológico, frío y osado; su criterio es la inmediatez y la precisión; a los mandos de un reactor de caza, un ordenador con alas, no se puede parar el tiempo, hay que tomar decisiones en segundos. En el numeroso y más modesto Ejército de Tierra, los orígenes sociales de los oficiales siempre estuvieron mezclados: desde aristócratas hasta hijos de campesinos en busca de un ascensor social. Es difícil esbozar un perfil del oficial de Tierra de los setenta, más allá del autorreclutamiento, la meritocracia y cierto complejo de inferioridad. Fueron los últimos en salir al extranjero. Se resarcieron. Hoy, todos sus oficiales se han bregado en el exterior. El oficial de Tierra está pegado al suelo; ve la cara al enemigo y contempla de cerca el sufrimiento; es responsable de convivir con la población civil. De resolver situaciones sobre la marcha. Es el ejército que ocupa. Que muere. Y gana la guerra.

Nuestros siete generales responden de una u otra forma al retrato robot de su ejército. Incluso en su apariencia física. Y su discurso. De la frialdad atlética del Jemad, antiguo piloto de F-18, a la contundencia corporal de los paracas Varela y Asarta, a la educación británica del vicealmirante Martínez Núñez. Más allá de sus peculiaridades corporativas, vivirían los mismos cinco años de internado en las academias militares del franquismo: burbujas que les aislarían de los frenéticos tiempos que corrían en España durante la agonía del régimen. Afirman rotundos que nunca hablaban de política. No sabían de política. «Yo pensaba en estudiar y hacer deporte», recuerda Alberto Asarta. «No me enteraba de nada. No tenía puntos de referencia. Ahora sales fuera, ves otros ejércitos, otros gobiernos. Nosotros no habíamos salido nunca. Nuestra ideología era el Decálogo del cadete que redactó Franco cuando era director de la Academia; aquello de: «Tener amor a la responsabilidad y decisión para resolver». «No había debate; no era una formación ideologizada; en la Academia se vivían los valores de la Academia y no había la mínima discusión política», describe el teniente general Juan Villamía, que continúa: «Nuestra formación militar era resultado del momento; de la guerra fría. Nuestros profesores también eran militares y de algunas cosas no sabían demasiado, pero tenían un buen hacer». «Es cierto, los oficiales de las Fuerzas Armadas somos conservadores de unos valores que vienen del pasado y que aprendimos en las academias, pero eso no quiere decir que estemos politizados», explica el contraalmirante Juan Rodríguez Garat. «Con Franco estaban politizados ciertos generales, no las Fuerzas Armadas. Hay que mantener la política alejada de lo militar. Que la perspectiva de tu carrera no esté influenciada por quién mande. Nosotros somos leales a un Gobierno, no a un partido». «¿Franco? Sabíamos que era el fundador de la Academia de Zaragoza y allí estaba su estatua. Pero no tenía una presencia política. Estaba por un hecho histórico. Y así lo veíamos», recuerda el general Varela. «No había tiempo para tanto análisis. Nuestra vida era muy dura. Pero la formación era la mejor que se podía conseguir. Y nos daba unos valores, compañerismo, honor, valentía, sacrificio, que hoy se están perdiendo».

-¿Y que son necesarios?

-Nosotros los potenciamos en nuestra gente. Un día les puedes exigir a tus soldados que se jueguen la vida, y sin esos valores no es algo fácil de ordenar ni de cumplir.

¿fueron militares vocacionales? Entre estos siete generales hubo de todo. Eran muy jóvenes cuando ingresaron. Y el Ejército, su única referencia. El Jemad, general del Aire Julio Rodríguez, habla de una vocación sobrevenida: «Yo no había visto otra cosa que el Ejército del Aire. A mí lo que me llamaba la atención era volar. Luego me fue entrando la vocación militar. La Academia era lo que había aunque hoy se pueda criticar. Nuestra misión era defender el territorio nacional. Y nuestra obligación, dominar el sistema de armas. Pilotar. Y lo aprendíamos bien. Yo recuerdo lo bueno. A mis 50 compañeros. La Academia te forja; es unión, convivencia. Pero, claro, aquella sociedad tenía unos parámetros muy distintos a los actuales. Era autoritaria. Y la información que recibíamos era una. Ya de oficial me convertí en un lector compulsivo de periódicos y en mis primeros viajes a Francia, a comienzos de los setenta, tras la compra de los reactores Mirage por el Ejército del Aire, comencé a leer libros editados por Ruedo Ibérico de autores que no se publicaban en España: Hugh Thomas, Gerald Brenan, Pierre Villar. Y vas aprendiendo. Hoy no me considero un conservador. Para nada. Y no me refiero a la política, sino a mis ideas sobre la vida».

Fueron educados para defender a España del enemigo exterior y, de paso, de las acechanzas del interior. Los malos estaban perfectamente identificados: dentro de nuestro territorio, la subversión; fuera, el Pacto de Varsovia. La amenaza roja. Era un mundo bipolar, al contrario que hoy, donde las amenazas a las que se enfrentan son infinitas, imprevisibles y cambiantes (como se demostró en el atentado de las Torres Gemelas), y forman un espeso puré en el que se mezclan desde el terrorismo internacional hasta el crimen organizado; desde los estados fallidos, los extremismos religiosos y los nacionalismos extremos hasta los piratas y los ciberterroristas; desde las hambrunas hasta las armas de destrucción masiva. La caída de una ficha puede arrastrar al resto. Ya no hay uniformes ni banderas ni campos de batalla. Ni fronteras. Eso se acabó. Una de las funciones del vicealmirante Martínez Núñez, jefe de la división de estrategia y planes del Estado Mayor Conjunto, y su centenar de oficiales/analistas, es prever esas amenazas. Y estar preparados para combatirlas: «Ser los primeros en concebir qué cosas podrían afectar a España militarmente. Estudiar los escenarios y las relaciones internacionales. Adelantarnos. Es un trabajo de análisis y síntesis con el que orientamos la preparación conjunta y definimos las capacidades que necesitamos en los ejércitos. Ya no es contra quién luchas, sino cómo luchas». En esa línea, al Jemad le gusta repetir: «Hay que ganar la batalla cuando aún no ha comenzado».

Para lograrlo, los militares tienen que estar listos para trabajar en cualquier lugar del mundo y en combinación con los ejércitos de nuestros aliados. Con ese objetivo se entrenan. El nuevo modelo son unas Fuerzas Armadas reducidas, móviles y avanzadas. Basadas en la inteligencia y las nuevas tecnologías. Capaces de proyectarse en horas y dar seguridad, interponerse, estabilizar, pacificar, reconstruir y combatir; defender nuestros intereses donde sea preciso y, lo que es más revolucionario, sin sufrir bajas ni causarlas al adversario. Y sin dejar de lado sus misiones permanentes (defender nuestro territorio, espacio aéreo y aguas). Y responder a las situaciones de emergencia y catástrofe que ocurran en el país. Y sin parar de modernizarse. Apretándose el cinturón. Y bajo el escrutinio del Parlamento y los medios de comunicación.

Pero cuando nuestros protagonistas recibieron el título de oficial en los setenta llegaban a unas Fuerzas Armadas sobredimensionadas, obsoletas y estáticas; donde los soldados eran de reemplazo, los oficiales estaban mal pagados y el material era de desecho. Cada ejército iba a lo suyo: contaba con su propio ministerio e intereses, una extensa e inoperante presencia territorial y disparidad de métodos, estrategia y equipamiento. Las grandes unidades rodeaban las ciudades como un cepo. Y los oficiales de los tres ejércitos no se conocían ni en fotografía. El Convenio de España con Estados Unidos (1953) había dado oxígeno al franquismo y un nuevo horizonte a los oficiales del Aire y la Armada. Esos aires apenas rozaron al sufrido Ejército de Tierra. Que era la columna vertebral del régimen.

Y sus generales tenían poco que ver con esa combinación de guerreros, analistas, diplomáticos y comunicadores en que se han convertido nuestros protagonistas. Hace 30 años eran glorias del pasado cargados de cicatrices y medallas. Héroes más que gestores. Jefes indiscutibles. Distantes con el subordinado. Con más brillo social que peculio. Hasta 1984, todos los tenientes generales y almirantes en activo que hacían lobby contra la democracia eran triunfadores de la Guerra Civil. Y lo demostraban. Eran la primera autoridad de cada región; verdaderos virreyes. En Barcelona aún recuerdan al capitán general de Cataluña pasando por delante del presidente de la Generalitat a comienzos de los ochenta. En Madrid, el jefe de la I Región era considerado durante el franquismo el guardián del régimen. Esa idea permaneció inalterada durante los primeros años de democracia.

Los generales se sentían depositarios de unas esencias con las que debía comulgar la población. Durante el mandato de Franco pertenecían al generalato el jefe del Estado, el presidente y el vicepresidente; un tercio de los ministros y la quinta parte de los procuradores en Cortes; decenas de subsecretarios, directores generales y gobernadores civiles; los generales presidían el INI, muchas empresas públicas y eran hasta embajadores; dirigían la Seguridad del Estado, los servicios de información, la Policía, la Guardia Civil y la Cruz Roja. Había hasta un obispo castrense con las estrellas de general de división bordadas en la sotana. Y 64 calles en Madrid con nombre de general, la mayoría compañeros de viaje de Franco. Sin olvidar el Consejo Supremo de Justicia Militar, presidido por un teniente general, que extendía su radio de acción penal hasta los delitos políticos realizados por civiles hasta bien entrados los ochenta. Los generales mandaban en lo suyo e influían en el resto. Era un Ejército temido, no un Ejército querido. Y llegó la democracia.

«Yo siempre digo: Si me dais un colectivo para reformar, que sea el Ejército, que al menos hay disciplina», afirma Narcís Serra, ministro de Defensa entre 1982 y 1991, y transformador de aquellas Fuerzas Armadas. Serra rechazó dos veces la cartera de Defensa que le ofrecía Felipe González y sólo la aceptó, por responsabilidad política, después de que se descubriera una trama militar golpista que iba a actuar al filo de las elecciones del 28 de octubre de 1982. «El problema era que los militares digirieran que un socialista fuese su jefe. Pero me recibieron con corrección. No hubo ni asomo de falta de respeto. Y yo aprendí rápido. Hoy puedo decir que los militares han hecho mejor su transición que otros grandes colectivos del servicio público del Estado. Y hay menos tensión entre los militares españoles y su ministra de Defensa que entre los controladores aéreos y el de Fomento».

Uno de los oficiales que trabajaron para Narcís Serra en el ministerio, que con los años llegaría a la cumbre del Ejército y pide mantenerse en el anonimato, describe la situación militar que se encontraron González y Serra al llegar al Ejecutivo: «El presidente no mandaba en las Fuerzas Armadas. Su papel no estaba claro. La cadena de mando iba desde el Rey hasta los ejércitos a través de la Junta de Jefes de Estado Mayor (Jujem), que tenía mando militar. Hasta 1984 se hablaba en el Ejército de dos cadenas: el mando político administrativo y el militar y operativo. Y el presidente y el ministro no tenían realmente mando militar. No tocaban pelota. Y fue así hasta que la Ley de 1984 dio competencias claras al presidente del Gobierno y la Jujem pasó de ser un “órgano colegiado superior de la cadena de mando militar de los tres ejércitos” a un órgano asesor. Y se reforzó el poder del Jemad como interlocutor del presidente. Era una forma de decir a los militares que su papel era distinto del que habían tenido hasta entonces; que los tiempos estaban cambiando. Y debían adaptarse».

Hay una imagen captada por la fotógrafa Marisa Flórez el 8 de diciembre de 1982 que muestra a Felipe González y Narcís Serra, recién cumplidos los 40, rodeados de adustos generales durante una misa en la División Acorazada en honor de la Inmaculada Concepción. El presidente socialista y su responsable de Defensa habían tomado posesión cinco días antes. Visten abrigos oscuros abotonados hasta el cuello y tienen el gesto desencajado. Bajo la tribuna en la que presiden firmes la ceremonia se adivina el perfil de decenas de carros de combate. Los mismos que a punto estuvieron de ocupar Madrid un año y medio antes, la noche del 23-F. Este documento inmortaliza el comienzo de la reforma militar.

«Nunca he pasado tanto frío como aquella mañana de diciembre», recuerda Serra. «La idea genial fue que asistiera el presidente del Gobierno cuando en la Acorazada nadie le esperaba. Era escenificar quién mandaba. El general Gutiérrez Mellado había hecho bien su trabajo: que las Fuerzas Armadas entendieran que ya no podían intervenir en política; el segundo paso era mío: que comprendieran que era el Gobierno el que daba las órdenes. En el verano de 1983 diseñé un nuevo marco en el que quedaba claro que las Fuerzas Armadas estaban subordinadas al Gobierno y por delegación estaba el ministro. Que los mandos tenían que ser unipersonales, como el Jemad, y cada uno debía responder de sus actos; y los órganos colegiados, la Junta de Jefes de Estado Mayor y los Consejos Superiores de cada ejército, pasaban a ser meros asesores. Me ayudaron Manfred Werner, que era el ministro de Defensa alemán, y el francés, Charles Hernu. Y un grupo de jóvenes y entusiastas oficiales que trabajaban en mi gabinete, encabezados por el general Veguillas, al que luego asesinó ETA».

-¿En su política de ascensos a general postergó a algún oficial por su ideología conservadora?

-Nunca. Nuestro acierto fue reformar y no depurar. Y reformar es siempre el camino más difícil. No se vetó a nadie por su ideología conservadora, pero tampoco permití lo contrario: que los ejércitos vetaran a nadie para el generalato por ser progresista ni que se me impusiera a nadie para el ascenso ni que se me ocultara nada.

-¿Cuándo terminó la reforma?

-A partir de 1986. Con la entrada en la OTAN y en la UEO. Se fortaleció el sentimiento de que el ministro era clave en el nuevo escenario de alianzas. Y paralelamente comenzaron las misiones internacionales. Cambió la mentalidad de los militares. La Transición había terminado.

El general Rodríguez es hoy un Jemad con atribuciones bien definidas y reforzadas; es el principal asesor militar del presidente del Gobierno y el mando de la estructura operativa de las Fuerzas Armadas bajo la dependencia de la ministra. Rodríguez, listo, intuitivo, socarrón, con unos ojos grises clavados en su rostro de filósofo griego, educado en el concepto de responsabilidad individual propia del piloto de combate, es un firme partidario de que en el Ejército cada palo aguante su vela. O, lo que es lo mismo, corporativismo, lo justo. «Cada uno tiene que tener una misión clara; yo tomo mis decisiones, y no se las paso ni al superior ni al inferior. Los jefes de Estado Mayor de cada ejército tienen la misión de preparar la fuerza y ponerla al servicio del Jemad, que la utiliza en las operaciones. Y es mi responsabilidad. Y la acepto. Esto tiene que ser operativo y funcional. El Gobierno necesita un interlocutor, no cuatro».

Cuando se realizó aquella vieja fotografía de 1982 en la División Acorazada, nuestros siete generales eran jóvenes tenientes y capitanes inmersos en los destinos más operativos de las Fuerzas Armadas. En el lento camino hacia el generalato. El hoy Jemad, a los mandos de un Mirage; el general Varela, en unidades de operaciones especiales; el general Asarta, en fuerzas paracaidistas; el contraalmirante Rodríguez Garat y el vicealmirante Martínez Núñez, navegando; el general Sánchez Ortega, en la Escuela Militar de Paracaidismo, y el teniente general Villamía, en un regimiento de zapadores. A finales de esa década, las nuevas misiones internacionales en que se iban a implicar las Fuerzas Armadas les pillarían preparados. Era la primera generación de oficiales que iba a trabajar fuera de nuestras fronteras. Un cambio de horizonte. Y de mentalidad. La guerra fría había terminado. La dictadura era historia. Y el Ejército debía buscar un nuevo papel.

Los siete comenzarían nuevo doctorado que llevaría al contraalmirante Rodríguez Garat a la Escuela de Guerra en Londres; al actual Jemad, a Múnich; al general Varela, a la Antártida y Bosnia; al general Asarta, a El Salvador y Estrasburgo; a los generales Villamía y Ortega, a Bruselas, y al vicealmirante Martínez Núñez, a operaciones en aguas de todo el planeta. Ya nada sería lo mismo. Aprenderían a moverse fuera de su entorno y, lo que es más importante, a trabajar con oficiales de otros ejércitos y otros países. Y con civiles. Un contacto que reforzaría su autoestima. Eran capaces de hacerlo. Mejor que otros. Y la sociedad les aplaudía. Y se reflejaba en las encuestas. Hasta los americanos les consultaban sobre sus sofisticadas técnicas para relacionarse con la población civil en Bosnia. «Jamón, queso y vino», resumió el entonces comandante Varela. «Tratarlos como personas. Y eso lo sabe hacer el soldado español».

Desde 1989, nuestras Fuerzas Armadas han participado en 50 misiones en el exterior por las que han pasado 100.000 militares y en las que han muerto 150 militares en acto de servicio. Prácticamente nuestros primeros caídos desde la Guerra Civil. Las guerras ya no son guerras. Pero los nuevos tiempos también implican riesgo. Y dolor. Los militares no viajan por el mundo repartiendo tiritas. Y eso ya lo aprendieron en Bosnia con 11 muertos. Ahí están las imágenes en Herat (Afganistán) del hoy general Sánchez Ortega, el 9 de noviembre de 2008, despidiendo emocionado los cadáveres de dos de sus soldados, el cabo primero Rubén Alonso Ríos y el brigada Juan Andrés Suárez García, asesinados por los talibanes. O del general Asarta, en Nayaf (Irak), el 4 de abril de 2004; ligero parecido con John Wayne; casco, chaleco de combate y fusil G-63 al hombro, dando las últimas órdenes a su centenar de hombres para defender la base Al Andalus del ataque de miles de seguidores del clérigo chiita Al Sader. «Lo hicimos tan bien que no tuvimos ninguna baja», explica el primer general español que asume la jefatura de una misión de Naciones Unidas, la de Líbano.

Nuestros siete protagonistas ingresaron en el ejército de ayer, lo han convertido en el de hoy y trabajan por el de mañana. ¿Cómo debe ser la generación de generales que vengan después de ellos y en la que en torno a 2017 habrá por primera vez mujeres? De sus respuestas se dibuja el retrato robot de un soldado adaptado y comprometido con la sociedad en la que vive; que posea el chip de servir y ayudar; que no esté obsesionado con los ascensos, sino con disfrutar cada destino; abierto y flexible; osado, curioso y polivalente; próximo a sus subordinados; que sea capaz de mirar hacia fuera; que vea los ejércitos en su conjunto y no se detenga en el color del uniforme; que sea un hombre de pensamiento y de acción; que tenga experiencia de mando y no sea un oficial de despacho; que consiga que sus subordinados le sigan en la dirección correcta. Capaz de exigir y enfrentarse al máximo sacrificio. Que sea práctico y esté orientado a los resultados. Y, sobre todo, que sepa bregar con los medios de comunicación. «Siempre nos hemos vendido muy mal», recapitula el general Asarta. «Somos los grandes desconocidos de este país».

No sólo él lo piensa. Hay unas palabras del Jemad al final de un discurso que pronunció en noviembre ante los futuros generales, que hace unos años hubiera sido inconcebible en boca del número uno de las Fuerzas Armadas: «Nuestra transformación estará realizada cuando al encontrarse con un periodista, un general perciba una oportunidad más que una amenaza». En eso están.

In El País, 28.2.2010

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