Éditions Ruedo ibérico
ERi > Libros > El asedio de Madrid (1936-1937) > Textos

Introducción

(Intervención del autor ante la I Conferencia de Universitarios Socialistas, Nueva York, 11 de septiembre de 1966)


Difícilmente logra una generación transmitir a la siguiente las bases teóricas y prácticas de sus pasiones, su visión histórica, sus criterios prácticos. En una época de crisis permanente, barrida por guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, las perspectivas de cada década son diferentes. Cada una tiene su propio momento de la verdad, cada una tropieza con un particular conjunto de acontecimientos que configuran a la vez sus prioridades políticas y su interpretación de la historia.

Hace treinta años, el eje de la historia del mundo pasaba por España. Allí, desde el 18 de julio de 1936 hasta abril de 1939, un violento conflicto se disputaba -un conflicto cuyo destino era consumirse en un gigantesco baño de sangre llamado segunda guerra mundial. El héroe y la víctima de esta lucha fue la república española, o mejor dicho, el pueblo español que defendía a la república contra una oligarquía española tradicional anclada en el pasado feudal pero aliada en el presente con el fascismo nacional y extranjero. Los partidarios de la república se proponían convertir a España en la tumba del fascismo mundial, indicando al mundo estupefacto y fascinado que la derrota de los reaccionarios españoles y de sus aliados extranjeros de Alemania, Italia y Portugal socavaría la estructura de las dictaduras nazi y fascistas y salvaría así el mundo de los horrores de la barbarie fascista y de la guerra -dos aspectos de una misma realidad social.

Como nota a pie de página en la historia de nuestro tiempo, conviene anotar que la república perdió, y que la guerra y la barbarie vinieron después de ella. Y ahora, veintiún años después del día de la victoria, en la década gloriosa de los viajes espaciales, de los cohetes termonucleares intercontinentales y de la Gran Sociedad norteamericana, la guerra se extiende en Asia como lo hizo en Manchuria en 1931, y los miembros más perspicaces de esta generación creen ver levantarse la sombra del fascismo como un ave fénix de las tumbas que se creían selladas tras la derrota militar del eje en 1945. Sin duda, el reinado continuado del cristiano generalísimo Francisco Franco demuestra lo incompleto de la supuesta victoria, y las pródigas ayudas concedidas a esta criatura de Hitler y Mussolini por quienes a sí mismos se titulan guardianes del mundo libre indican que el fascismo no ha perdido sus seductores atractivos ante los arquitectos del Siglo Americano.

Como el Frente Popular de España fue víctima de una cruzada anti-Comunista -un tipo de imperialismo que en cierta medida sigue estando de moda- y porque su defensa influyó tan profundamente en la entonces sensible conciencia del mundo occidental, un breve examen de la génesis del Frente Popular y de la filosofía y estrategia política que implicaba, puede tener un interés más que arqueológico.


La república española: años de esperanza y de violencia

La segunda república española nació el 14 de abril de 1931. Elecciones municipales que demostraron la existencia de grandes mayorías republicanas en las ciudades más importantes de España, fueron la ocasión de su nacimiento. La monarquía borbónica, encarnada por Alfonso XIII, que se había mantenido viva durante casi una década gracias a la semi-benévola dictadura de Primo de Rivera, desapareció sin que nadie disparara un tiro en su defensa. Republicanos de la clase media, y especialmente los socialistas, después de consultar al pueblo en las urnas, procedieron a establecer un gobierno, elaborar una constitución y preparar una serie de remedios legislativos a los antiguos males de la sociedad española.

Los políticos burgueses -hombres de extraordinaria buena voluntad y buena preparación, poetas, oradores, abogados, hombres que hubieran sido revolucionarios si su república hubiese nacido en el siglo XVIII- se dejaron engañar por la momentánea euforia que siguió a la huida del rey y su corte a Francia. Como sus parientes espirituales de febrero de 1848, los republicanos creyeron que una reconstrucción fundamental de España podía realizarse sin tropezar con la violenta oposición de la oligarquía tradicional -Iglesia, nobleza, ejército, alta burguesía- para la que el rey era sólo un adorno gratuito. Creían también, a pesar de la clara evidencia en contrario, que el pueblo de España mencionado en el preámbulo de la constitución -«trabajadores de todas las clases»- se comportaría como un coro pasivo dispuesto a aplaudir las reformas prometidas que iban a afectar, como lo hicieron, al Estado, a la Iglesia, al ejército, el problema agrario, el estatuto de los trabajadores, la educación, etc., y que el ministerio y las Cortes serían quienes decidieran el momento y la profundidad de estas reformas.

El gobierno de Azaña se equivocó fatalmente en estas dos suposiciones. La oligarquía, con su experiencia de siglos, vivía asustada; el pueblo -la abrumadora mayoría- vivía en la miseria. Y así existía una república con sólo una minoría de republicanos, y aunque la palabra era mágica para los intelectuales y liberales que la crearon, era anatema para las clases dirigentes que habían conducido a un país que fuera orgulloso imperio al miserable estado de un país balcánico atrasado; clases dirigentes que recelosas de todo cambio social posterior a la contrarreforma, consideraron las suaves propuestas de reforma como una manifestación de la subversión moscovita.

La agonía de las clases medias españolas, aparecidas demasiado tarde en la historia de España, aparece dramáticamente descrita por Enrique Castro Delgado. Este autor relata la siguiente conversación de café con un amigo de Azaña:

«-Yo creo que Azaña no sabe ni construir una gran república, ni sabe qué hacer con la que tiene. Pero él es el alma y el cerebro de la república. »
- No. El es un hombre sobre cuyos fatigados hombros los socialistas han dejado caer la república sin piedad y sin razón. Nosotros somos todos Azaña, nosotros, los de la clase media. Somos una clase muy vieja. Tenemos mucha dignidad, no hacemos huelgas porque tenemos todo lo que necesitamos, no nos levantamos en rebelión para defender lo que tenemos, creemos que nuestro deber es hacer que siga marchando la maquinaria del Estado. Somos una clase que ha esperado años y años para poder hablar, para poder decir lo que creemos que hay que hacer. Azaña habla por nosotros, pero lo único que puede hacer es hablar. Si se mueve hacia la izquierda, la derecha se levantará. »
- ¿Entonces usted cree que Azaña es un fraude? »
- No, no. Es un hombre frustrado porque pertenece a una clase social frustrada. Sabe que ha llegado demasiado tarde. Sabe que va a ser sacrificado».

En rápida sucesión Azaña y sus colegas se enfrentaron a la Iglesia con las leyes seculares y privándola de su monopolio en la educación, enfurecieron a la casta militar al proponer la supremacía de los civiles, crearon el pánico entre los propietarios de España con una reforma agraria que satisfacía el hambre de tierra de los campesinos no propietarios, pero no atacaba fundamentalmente los problemas de la tenencia de la tierra heredados de las guerras carlistas. Los obreros urbanos, cuya desafección hacia el antiguo régimen había dado vida a las mayorías republicanas en las ciudades, pasaron a sentir una hosca hostilidad provocada por la draconiana represión de las huelgas, acompañada por la violencia tradicional que en España revestían tales conflictos de intereses desde el inicio de la revolución industrial al amanecer del siglo XX. Además de ello, la república española había llegado a la existencia cuando se movía hacia abajo el péndulo histórico del progreso democrático. Era el año IX del golpe fascista en Italia; la república de Weimar, uno de los modelos en que se inspiraron los creadores del Estado español, estaba ya moribunda; el breve interregno de reformas laboristas en Inglaterra había concluido en el desastre; el vecino Portugal había pasado del caos republicano al fascismo clerical. La Gran Depresión, al dañar profundamente a una semicolonia productora de materias primas como era España, infundió espíritu combativo a los magnates industriales y privó al país de ese sentido del compromiso que es la alternativa a la revolución violenta.

Por encima de estas dificultades aparecía el problema de la fragmentación de la nación, una herencia de la geografía y de la historia. Cataluña y el país vasco, sedes principales de la industria pesada, estaban agitados por movimientos separatistas que contaban con apoyo masivo. La pequeña burguesía dio inspiración y fuerza al separatismo, mientras que las grandes figuras de la industria y la finanza estaban aliadas a la oligarquía terrateniente. De este modo, la modernización de España -misión verdadera de la república- careció del apoyo de las clases que hacía varias generaciones habían puesto los cimientos de la moderna Inglaterra, Francia y Alemania. A estas calamidades se añadía el hecho de que el movimiento proletario más militante de España estaba inspirado no en Marx ni en Mill, sino en el padre del anarquismo, Mijail Bakunin.

El problema de los anarquistas españoles es el más complejo y trágico en la historia de la España moderna. Mucho de lo que se ha escrito sobre este movimiento no explica el problema. Las críticas, sean liberales o marxistas, parten de supuestos que el anarquismo español rechaza totalmente. Estos supuestos se refieren a la naturaleza del hombre, la naturaleza de la sociedad y el significado de la libertad. Lo importante es tener en cuenta que el credo anarquista implica una visión del mundo inspirada en el universo precapitalista y por tanto, para los anarquistas, las propuestas de Azaña y en general las de Largo Caballero, no es que fueran falsas, sino que no venían al caso. Jean-Jacques Rousseau hubiera sí entendido a la clase obrera de Barcelona, pero Lenin hubiera levantado las manos desesperado. Igual que los primeros obreros industriales de la Rusia imperial, muchos de los obreros españoles, reclutados en las regiones agrarias más retrasadas del país, trajeron a las empresas y a las ciudades una sicología que era totalmente impermeable tanto a los atractivos capitalistas como a los del socialismo reformista. Es sumamente probable que esta misma actitud se dé hoy en muchas de las nuevas ciudades de Asia, África y América latina.

A pesar de estas dificultades gigantescas, la república hizo un heroico esfuerzo por romper la garra mutilante de los parásitos titulados y mitrados. Hábilmente apoyada por el partido socialista y por los intelectuales que habían guardado silencio durante tanto tiempo, la república comenzó a socavar los cimientos del orden feudal. Resultado de ello fue un ensayo general para la rebelión de la oligarquía de julio de 1936.

En agosto de 1932, estalló un golpe de derechas, cuyos preparativos se habían iniciado desde la huida de Alfonso XIII. Dirigida por el general Sanjurjo pero escasamente apoyada por otros jefes militares, la rebelión fue rápidamente aplastada. Los dirigentes republicanos se dejaron engañar por el fracaso del golpe militar. No se dieron cuenta de que los enemigos del régimen estaban estrechamente aliados con círculos reaccionarios en Francia e Inglaterra, así como con los de Alemania, Portugal e Italia. La oligarquía española asombrada por la indulgencia con que fueron tratados los conspiradores -no hubo penas de muerte, sino exilios honorables, condenas mínimas de prisión (lo que hay que comparar con la brutal represión lanzada contra los revolucionarios de la clase obrera)- perdieron su temor a la palabra «república». ¿Es que no se podría vencer desde dentro a los republicanos? ¿Es que las grandes riquezas de las clases dirigentes no podrían ganar la competición electoral frente a los desorganizados y enfrentados partidos políticos de la izquierda? ¿Es que la república de Weimar no había incubado las victorias de los nazis de Hitler? ¿La mayoría de los funcionarios del Estado no había pertenecido también al Estado monárquico? ¿La guardia civil, verdadero símbolo del control monárquico del campo, no seguía patrullando por los olvidados pueblos de España? De este modo, los oligarcas españoles, con mayor visión que los políticos de la clase media y sus aliados del partido socialista se lanzaron a conquistar a la república desde dentro.

Las moderadas reformas aprobadas por las Cortes para modernizar España sin cambiar la estructura social de la nación -una estructura social que institucionalizaba el control político del país por una minoría asustada- pudieran haber sido prólogo a una evolución lenta pero segura como la que se realizó en la Inglaterra del siglo XIX, si el gobierno -Azaña y sus aliados- hubiera sido capaz de conservar la confianza y el respeto de los millones de desheredados de la ciudad y del campo. Pero dado que el grupo obrero más poderoso, la Confederación Nacional del Trabajo, anarquista, estaba consagrada al culto de la violencia y era hostil al espíritu mismo de la política de la clase media, la insuperable crisis de confianza se produjo pronto y fatalmente.

La violencia hizo correr la sangre desde Bilbao a Sevilla. Trenes dinamitados y duelos a balazos entre fanáticos extremistas políticos se agregaron pronto a los incendios de iglesias y conventos que habían sido la primera respuesta instintiva a los primeros ataques monarcoclericales contra la república. El gobierno respondió a la violencia clausurando los locales comunistas y anarquistas de Barcelona. Con la intención de emplear métodos humanos para mantener el orden público, el gobierno creó la guardia de asalto -formada por hombres de probada lealtad a república- y supuestamente entrenados para imponer sus órdenes sin recurrir inmediatamente a fusiles y pistolas como era la antigua tradición de la guardia civil.

Se produjo entonces el crimen de Casas Viejas, un desdichado pueblecito andaluz. Allí, a principios de 1933, los anarquistas locales se alzaron revolucionariamente y proclamaron el comunismo libertario en el pueblo. Al aplastar este fútil levantamiento, un pelotón de guardias de asalto fusiló a sangre fría a 14 prisioneros y dejó como escarmiento a los habitantes del pueblo los cadáveres parcialmente quemados. La comisión parlamentaria que investigó el caso encontró pruebas que indicaban que los guardias de asalto actuaron bajo órdenes directas del gobierno de Madrid. España, que pocos años después iba a ser ahogada en sangre, reaccionó ante Casas Viejas con un reflejo de horror. ¿Este era el nuevo orden? Y si lo era, ¿era mejor que el reinado de los reyes? Aunque fue un pequeño acontecimiento en una tierra acostumbrada a la violencia, el régimen de Azaña nunca se recuperó totalmente de él. Tampoco pudo recobrarse del rápido paso al conservatismo de miembros de las clases industriales y comerciales que habían saludado la llegada de la república o la habían aceptado pasivamente. La presión militante de la clase obrera y el agravamiento de la crisis económica mundial las hizo caer en los brazos abiertos de las formaciones políticas del antiguo orden.

Doblemente trágico fue el hecho de que actos de violencia sin sentido realizados por un puñado de campesinos analfabetos provocaron actos igualmente sin sentido de contraviolencia. Cualesquiera que fuesen los defectos de Manuel Azaña, era un hombre que aborrecía el derramamiento de sangre. En 1931, al estallar los primeros disturbios tras el nacimiento de la república que condujeron a la quema de iglesias, Azaña se negó a emplear el poder policiaco declarando que prefería que ardieran todas las iglesias de España antes que poner en riesgo la vida de un solo republicano.

Bajo presiones socialistas, las Cortes habían aprobado una nueva y compleja ley electoral que favorecía la creación de bloques políticos coherentes gracias a la representación proporcional. En las elecciones de 1933 la mayoría socialista-democrática-republicana fue deshecha: la derecha (con multitud de agrupaciones) logró 212 diputados, el centro 169; la izquierda 89. Las masas anarquistas cuya violencia había dado pretexto para la represión que manchó a la república de «sangre, cieno y lágrimas», según expresión del dirigente centrista Diego Martínez Barrio boicotearon las elecciones y permitieron así a la derecha apoderarse legalmente de todas las palancas del poder en España.

Las elecciones de 1933, fueron más que un simple combate parlamentario. La oligarquía sabía exactamente lo que estaba en juego: la toma del control político por los poderes económicos a través de una campaña consciente de perversión del proceso electoral. En centenares de aldeas y pueblos las elecciones fueron libres sólo formalmente. Los campesinos analfabetos (65 % de los españoles no sabían leer ni escribir) fueron informados de que si el candidato del terrateniente no ganaba perderían su trabajo. Este sistema no apareció por primera vez con la república. Había frustrado todo progreso democratizador desde el siglo XIX, y tenía incluso un nombre: caciquismo.

La compleja historia política de España, desde las elecciones de noviembre de 1933 hasta la desesperada rebellón de la izquierda en octubre de 1934, estuvo centrada en un problema y exclusivamente en ese problema: ¿cómo podía la derecha, tras la fachada parlamentaria castrar a la república y mutilar por un tiempo razonablemente largo tanto el espíritu reformista como el revolucionario alimentado continuamente por la desesperada situación de las masas? Mussolini y Salazar habían dado una respuesta. La subida de Hitler al poder como canciller del Reich en enero de 1933, dio otra. Pero la derecha española -los poderes que se escondían tras los diversos grupos políticos representados en las Cortes- no tenía prisa. Con bastante legalidad anuló el trabajo constructivo de las primeras Cortes republicanas. Detuvo la tendencia hacia el federalismo; restauró las prerrogativas clericales; puso alto a la reforma agraria; y permitió que causara sus efectos en fábricas, minas y campos una implacable política deflacionaria.

Este periodo de la historia de la república española se ha ganado el nombre de «bienio negro». Para quienes están interesados en la historia comparativa, estos años corresponden casi exactamente a la época cronológica en que Alemania presenciaba las intrigas de Brüning, von Papen, Hugenberg, y la pequeña burguesía estaba aterrorizada todo ello prólogo a la subida legal de Hitler al poder supremo en el III Reich. Un Hitler español no pudo nacer del pozo negro parlamentario porque la clase obrera española combatió contra esa posibilidad con el valor desesperado de que tan terriblemente se careció en Alemania.

Estas maniobras políticas no trajeron consigo las certidumbres sicológicas que requieren las minorías que aprovechan de un sistema social. Como la hiedra de cien cabezas, las masas revolucionarias seguían presentes -como habían sobrevivido a las sangrías de Noske y del Freikorps en la Alemania de Weimar. La guardia civil o la guardia de asalto no podían domar a esos millones de hombres.

Grupos fascistizantes fueron formados en España por Giménez Caballero Ya en 1930. En marzo de 1931, Ramiro Ledesma Ramos fundó un partido político llamado Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (JONS). Su programa era mítico, violento, antimarxista y enemigo de las clases medias. El filósofo español Unamuno lo llamó «la ofensiva de los retrasados mentales». Los primeros momentos de la historia de este movimiento fueron ciertamente cómicos, pero sus designos indicaban que poseía un agudo sentido de las realidades españolas. Sus miembros se reclutaban entre los mismos grupos que alimentaban al movimiento anarquista de masas (además, ¿no se llamaba el partido de Hitler Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes?) Elaboró un programa que seducía al humillado orgullo de la juventud del país, que capitalizaba la debilidad de la mentalidad burguesa en España, e infundio una mística corporativa en su programa -punto muy importante en una nación fragmentada por trescientos años de desastrosa experiencia.

En el ominoso mes de marzo de 1933, José Antonio Primo de Rivera, marqués de Estella, hijo del fallecido dictador, apasionado admirador de Benito Mussolini y Julio César, fundó la Falange Española. Este grupo aclaró los mal definidos planes de los anteriores grupos totalitarios. España debía sufrir una revolución verdadera, pero iba a ser realizada por la derecha contra la izquierda marxista y contra las formas capitalistas. Un año más tarde los dos grupos fascistas competidores se unieron. Imitando las primeras aventuras de Mussolini en el sangriento escenario político de Italia, la Falange organizó grupos de choque de asesinos armados y se lanzó a una guerra de guerrillas contra los militantes socialistas y comunistas.

La Falange, sin embargo, aumentaba sus efectivos lentamente y la oligarquía no podía contar con ella como un eficaz rival de los tradicionales movimientos de masas. Allí estaba el ejército, esa masa de parásitos militares, rebosante de oficiales, que estaba aprendiendo con las reformas inspiradas por Azaña y que recordaba los viejos agravios sufridos por su orgullo militar en todo el mundo y los nuevos que le habían infligido los marroquíes de Abd-el-Krim. El cuerpo de oficiales tenía la creencia colectiva de que gozaba del privilegio histórico de decir la última palabra sobre el mantenimiento de los gobiernos españoles. Los había hecho y deshecho en el siglo XIX y, aunque los oficiales habían jurado lealtad a la segunda república, el futuro iba a dar pruebas elocuentes de la naturaleza accidental del honor marcial en España.

El ejército español es una institución única y todos sus parecidos con Los ejércitos de las naciones modernas de Europa son simples coincidencias. Al desaparecer el imperio español en la guerra de 1898, el ejército español, aparte de algunas desastrosas intervenciones en el norte de Africa, se convirtió fundamentalmente en un órgano de represión interna. Aunque los inquietantes acontecimientos de 1934-1936 condujeron al predominio de los elementos militares más partidarios del golpe de Estado, en el ejército español había un gran número de elementos republicanos decentes. Ellos desempeñaron un trágico pero doblemente heroico papel en la guerra de 1936-1939. Muchos de los militares que querían realmente las reformas de la república y que saludaron con complacencia la desaparición de la monarquía fueron asesinados a sangre fría por los conspiradores militares de 1936.


El octubre rojo de España

Al agravarse la crisis de la república, manos más inteligentes tomaron los hilos que se habían roto tras el fracaso de la rebelión de Sanjurjo. La Unión Militar Española comenzó a tejer una red conspiradora que unía a todas las guarniciones de la península y las colonias. Hilos de esta red pasaban por Lisboa, París, Roma, Londres y Berlín. Un partido político declaradamente monárquico, Renovación Española, fue formado con el explícito propósito de encubrir las relaciones en el extranjero de los futuros golpistas españoles. Cuantiosos dones afluyeron a su tesorería procedentes de millonarios vascos y catalanes, quienes, como los reyes del acero y del carbón del Rhin y del Ruhr en 1932, querían alejar de una vez y para siempre el espectro de la « revolución roja » y poner fin a los interminables movimientos separatistas que bramaban en las provincias industrializadas de España.

El año 1934 fue el momento clave para España y también para Europa en general. Mientras José María Gil Robles, agente político de los jesuitas y abeza pensante de las cohortes parlamentarias de la oligarquía, maniobraba en la sombra, los españoles de todas las clases sociales se estremecieron ante las noticias de Berlín y Viena. Las multimillonarias legiones de la socialdemocracía y del comunismo germánico se habían desvanecido ante la coalición nazi y católica, no con estrépito, sino con un quejido. Los líderes marxistas fueron arrojados a los campos de concentración y a las cámaras de tortura de la Gestapo. En Austria, el clericalfascista Dollfuss, después de socavar los puntales de la república parlamentaria, dirigió los cañones de la Heimwehr contra los obreros socialistas de la capital. La democracia austríaca pereció en un magnífico pero tardío espasmo de heroismo proletario.

La diferencia entre estas dos reacciones fue comprendida en España. La derecha vio que el camino al poder en la república no exigía necesariamente un golpe de Estado violento. Contando con los puestos de mando en el Estado burgués y con la connivencia de las clases dirigentes tradicionales, la «república de trabajadores» podía transformarse en una dictadura corporativoclerical bajo el manto mismo de la legalidad. Gil Robles no ocultó sus intenciones. Con cínico desprecio hacia sus víctimas previstas, proclamó la decisión de su bloque clérico-monárquico-derechista de apoderarse de las palancas del poder estatal una por una. Si fuera necesario, provocaría una revolución que le diera el pretexto para la represión total. Tardíamente la izquierda comenzó a agitarse. El viejo socialista Francisco Largo Caballero, reformista y burócrata tras largos años de experiencia, aguijoneado por los vituperios anarquistas y espoleado por sus colegas más jóvenes, adoptó una posición y una retórica revolucionarias. El pequeño y sectario Partido Comunista de España redimido de su obsesión por la actividad clandestina gracias a los representantes de la III Internacional, comenzó una intensa campaña de propaganda y organización por todo el país.

El pequeño partido, dotado de una dirección entrenada en Moscú pero profundamente proletaria y enraizada en las tradiciones de la clase obrera española, aspiraba a desempeñar un papel de catalizador que transformase las actitudes del gran número de seguidores de Largo Caballero -tanto en el partido socialista como en la UGT (Unión General de Trabajadores) dominada por los socialistas.

El colapso de todas las reformas republicanas ante el asalto combinado de las derechas, convenció al viejo socialista, que había sido consejero de Estado durante la dictadura de Primo de Rivera, de que la única esperanza de las masas residía en la revolución social. Nació así la idea de la Alianza Obrera - una agrupación de partidos de la clase obrera y sindicatos. El Partido Comunista formaba parte de la Alianza, pero no los anarquistas. Largo Caballero no tenía una visión global de los requisitos de la revolución - pero la Alianza tenía como objetivo realizarla. Los socialistas introdujeron armas de contrabando en Asturias (apenas tantas como las entregadas a la derecha por los facistas extranjeros), pero no informaron a sus aliados de los planes o tácticas previstos. La revolución carecía de un Estado Mayor, e incluso de una clara definición de los mínimos objetivos perseguidos. Se alimentaba de la convicción de que España podía convertirse en un país fascista gracias a la acción de las Cortes que bailaban al son de Gil Robles y, tras de él, del intacto poder de la Iglesia, el ejército y la oligarquía.

A principios de octubre la crisis maduró. Los primeros ministros de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) entraron en el gobierno. Largo Caballero creía que las revoluciones nacían espontáneamente de la convicción de las masas, creía que organizar y planear era antiespañol. En vísperas de la declaración de una huelga general revolucionaria que debería culminar en la insurrección armada de los trabajadores, el viejo socialista rompió todo contacto con los comunistas y no informó a los anarquistas de sus intenciones. No hay ninguna duda de que la categórica negativa de Largo Caballero a atraer a los poderosos sindicatos anarquistas al seno de la Alianza Obrera estuvo motivada por temor a que su amada UGT perdiera algunos de sus miembros a favor de los sindicatos anarquistas más radicales. Debe tenerse en cuenta también que las rivalidades intersindicales en España tenían muy poco que ver con el control de los fondos sindicales. Se trataba de dos mundos hostiles en conflicto y en muchas ocasiones las pistolas zanjaban los asuntos. Una tragedia era el previsible resultado de esta situación. En pocas horas el ejército dominó Barcelona. Bilbao, Valencia y las ciudades andaluzas no se movieron. Los campesinos -la gran reserva de la revolución- no habían sido informados de los movimientos que estaban realizándose en su nombre. La rebelión en Madrid fue una farsa lamentable. Los dirigentes fueron detenidos en sus casas o tuvieron que esconderse, dejando a los obreros castellanos en una situación de sálvese quien pueda. En Asturias, la provincia minera septentrional donde Gil Robles había lanzado en septiembre sus más categóricas amenazas de una toma del poder fascista, los obreros se levantaron como un solo hombre. Disponían de armas y, sobre todo, estaban unidos -un sentimiento de solidaridad proletaria había borrado las divisiones sectarias entre partidos y sindicatos. Entonces, por primera vez desde la Comuna de París en 1871, Europa occidental presenció la creación de una comuna de obreros socialistas en armas. Con buenos suministros de dinamita y obedeciendo con férrea disciplina a sus propios dirigentes, los mineros asturianos controlaron rápidamente sus montañas y valles y se abrieron a explosiones camino hasta la ciudad. Sin saber que combatían solos, que el resto de España estaba maniatado y amordazado, los mineros, al grito de «¡Uníos hermanos proletarios!» se dispusieron a hacer frente a toda la furia del Estado español.

El gobierno encargó a dos archiconspiradores de la Unión Militar Española de restaurar la ley y el orden: los generales Franco y Goded. Los generales, dudando de la actitud que adoptarían los reclutas peninsulares y habiendo recibido carta blanca de la república, trajeron a España al ejército colonial de África: la Legión extranjera, los mercenarios moros, las unidades embrutecidas por los años de sanguinarios combates en el Rif. Durante quince días los mineros se defendieron desesperadamente y sólo entonces, habiendo sufrido 3 000 muertos y 7 000 heridos, se rindieron. La represión consiguiente, inigualada hasta la época nazi en ferocidad animal, hizo aumentar el número de prisioneros, entre los que estaba incluida la élite de la España democrática, hasta alcanzar la cifra de 40 000. La victoria de la derecha parecía completa. Los dirigentes proletarios estaban encarcelados y los militantes muertos o huidos. ¿Por qué no llevar hasta el final el plan de Gil Robles? La misma brutalidad del ejército de África aterrorizó a los sectores de la pequeña burguesía no convertidos al fascismo. Además, los reaccionarios y corrompidos políticos no quisieron ceder la escena política a Gil Robles ni al jefe monárquico Calvo Sotelo. (Joven y brillante ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo de Rivera, Calvo Sotelo, en 1934, estaba dotando a la ultraderecha de estilo e inteligencia.). Los políticos deseaban seguir jugando a gobernar. Carecían de la riqueza que les permitiera seguir siendo poderosos sin controlar las palancas del poder político. Estaban dispuestos a conceder a Gil Robles y compañía una participación en el poder, pero en 1934 y 1935 no querían permitir a los ultras que lanzaran a España a las incertidumbres del Estado totalitario. Además, a pesar del baño de sangre de Asturias, el ambiente en el país continuaban siendo revolucionario y la indemne fuerza de los millones de personas que los juegos insurreccionales de Largo Caballero habían dejado inmovilizados, continuaba viva, irritada y desesperada.

Si la izquierda había fracasado en su intento revolucionario para defender a la república de sus acérrimos enemigos, la derecha llevó a cabo una contrarrevolución incompleta, ineficaz, pírrica. La resistencia en Asturias permitió ganar el tiempo suficiente para que la idea del Frente Popular echase raíces en España. Los partidos republicanos de centro empezaron a agruparse y buscar aliados en la izquierda. En las prisiones se forjó la unidad proletaria que se extendió desde esos centros de tormento hasta englobar a toda la península.

Hecho extraordinario en la vida política española de este periodo es que desde el aplastamiento de la revolución de 1934 hasta la disolución de las Cortes en 1935 -prólogo del acuerdo electoral del Frente Popular- la derecha española comenzó a fragmentarse. Esta fragmentación estaba representada por las rivalidades de los grupos que seguían a Calvo Sotelo y Gil Robles y por las disputas entre los monárquicos convencidos y los pistoleros que controlaba Falange. También es probable, aunque no hay pruebas incontrovertibles de ello, que el Vaticano, perturbado por los acontecimientos de Alemania y Austria, se echó atrás antes que proceder a un experimento clericalfascista en España. Mientras antiguos y nuevos grupos de políticos perdían el tiempo y saqueaban irresponsablemente el tesoro público, el núcleo decidido de conspiradores continuaba planeando la toma del poder por el ejército.

Ocupaba el centro de este complot el grupo que rodeaba al general Sanjurjo en Portugal. Su representante civil en el gobierno de España era Gil Robles desde el Ministerio de la Guerra. Los generales Franco, Mola y Goded eran sus figuras principales en el cuerpo de oficiales. Cuando se convocaron elecciones para febrero de 1936, la derecha estaba segura de la victoria. ¡Que mal comprendían la sicología de sus supuestas víctimas!

Es sumamente probable que otro factor que los archiconfiados derechisStas no tuvieron en cuenta fue el magnífico esfuerzo de Manuel Azaña, el fatigado símbolo de la golpeada república, por apartar a las asustadas clases medias del fascismo. Quizás un millón de castellanos escucharon su gran oratoria electoral.

También es sumamente irónico que los malos tratos de miles de prisioneros a los que tanta publicidad se dio, crearon las condiciones para la derrota electoral de. la derecha. Las masas anarquistas nunca hubieran sido convencidas de tomar parte en, la lucha política con los tibios programas sociales propuestos por los partidos de la coalición popular. Pero para sacar a sus camaradas de la cámara de tortura estaban dispuestos a hacerlo todo, incluso votar. Y fueron sus votos los que ganaron la elección.

La unidad proletaria no era total. La ultraizquierda que incluía grupos de cismáticos comunistas partidarios de Trotski, tales como los seguidores de Nin y Maurín, se mantuvo al margen. Las opiniones de Trotski sobre las coaliciones antifascístas aparecen en su diario secreto. En febrero de 1935 escribió:

«En estas condiciones los estalinistas forman bloques con los radicales contra el fascismo» y tratan de forzar a los socialistas a que se unan a ellos - una ganga que estos últimos nunca se hubieran atrevido a soñar. Como monos medio entrenados, algunos estalinistas siguen refunfuñando contra la coalición - ¡lo que necesitamos no son acuerdos parlamentarios con los radicales sino un «frente popular» contra el fascismo! ¡A uno le parece estar leyendo un comunicado oficial del manicomio de Charenton! Un bloque parlamentario con los radicales, por muy criminal que sea desde el punto de vista de los intereses del socialismo, tiene -o al menos tenía- sentido político como una maniobra electoral y parlamentaria de los reformistas democráticos. Pero, ¿qué sentido puede tener un bloque o una coalición extraparlamentaria con un partido puramente parlamentario que por su misma composición social es incapaz de realizar ninguna acción extraparlamentaria de masas? Los dirigentes burgueses de esos partidos temen a muerte a su propia masa. Aceptar una vez cada cuatro años los votos de los campesinos, pequeños comerciantes y funcionarios, con eso sí está de acuerdo magnánimamente Herriot. Pero ponerse al frente de ellos en una lucha abierta significa conjurar espíritus a los que tiene mucho más miedo que al fascismo. El llamado «frente popular», es decir la coalición con los radicales para la acción extraparlamentaria, es la burla más criminal al pueblo que se hayan permitido los partidos obreros desde la guerra - y se han permitido un montón». (1)


El Frente Popular

De este modo el viaje de una delegación del Partido Comunista español presidida por la Pasionaria al séptimo congreso de la Komintern no fue una peregrinación para recibir consignas de los dialécticos de Moscú. Fue en realidad para presentar ante el inquieto santuario de los seguidores de Lenin las lecciones de la experiencia española: que sólo la más amplia coalición de partidos de la clase obrera y de todos los demás grupos políticos amenazados por la oleada del fascismo podría conservar las bases políticas para una futura redención proletaria.

Que esta política aplicada en España y Francia coincidiera con las necesidades políticomilitares de la Unión Soviética fue mera casualidad. Para todos los españoles, excepto para una minoría, se planteaba el problema de avanzar hasta el siglo XX o de regresar a la noche negra del obscurantismo medieval hecha infinitamente horrible gracias a las técnicas modernas para infligir sempiterno dolor y humillación.

Como bien se sabe, la coalición del Frente Popular ganó las elecciones de febrero de 1936 -las ganó principalmente con su promesa de amnistiar a los presos políticos y de reavivar las promesas de la constitución de 1931. Que la derecha española, apoyada por la contrarrevolución mundial, fuera capaz de abortar esta modesta esperanza, es uno de los grandes crímenes del siglo XX -parcialmente redimido por los cincuenta millones de muertos de la segunda guerra mundial.


(1) Ver a este propósito Escritos sobre España de León Trotski, publicados en 1971 por Ruedo ibérico