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Introducción


A comienzos del siglo XIX, España era la primera nación feudal del globo. A continuación venían Rusia y Austria. Los Países Bajos e Inglaterra habían hecho su revolución burguesa en el siglo XVII; Estados Unidos y Francia, en el último tercio del siglo XVIII.

El sistema económico-político de España se apoyaba en la Monarquía absoluta, la Iglesia y la nobleza. Esta triple alianza de fuerzas, conservadoras, primero, y reaccionarias, después, empezó a formarse en la Edad Media, y llegó a su cúspide durante la época del Imperio : siglos XVI, XVII y XVIII.

Las revoluciones burguesas de los Países Bajos e Inglaterra estremecieron las bases del Imperio español. Las revoluciones norteamericana y francesa las minaron.

Al iniciarse el siglo XIX, España tenía unos diez millones y medio de habitantes. Los nobles ascendían a 400 000, y el clero a 160 000. Hidalgos, curas y frailes sumaban 560 000; es decir, 5,3 % de la población frente a 94,7 %.

La tierra estaba distribuida así: nobleza, 28 306 700 fanegas (una fanega equivale a 64,56 áreas); Iglesia, 9 093 400; clase plebeya, 1 759 9000. Porcentaje: nobleza, 51,5; Iglesia, 16,5, plebeyos, 32.

Nobleza e Iglesia juntas, esto es, el 5,3 % de la población poseían el 68 % del patrimonio nacional.

La nobleza era explotadora, claro está; pero las formas de explotación de la Edad Media habían ido evolucionando, y la servidumbre apenas existía en España al empezar el siglo XIX. Los campesinos eran aparceros, arrendatarios o jornaleros. Y eso hacía que la explotación de la tierra tuviese un carácter relativamente moderado. Por eso la protesta del liberalismo durante el siglo XIX no se dirigió nunca, o muy raramente, contra la nobleza.

La explotadora por excelencia, la gran explotadora, era la Iglesia que, además de ser potencia feudal poderosísima (poseía el 16,5 % de la tierra), aprovechaba su condición de Estado dentro del Estado para exprimir a España hasta la última gota de su jugo. Rafael Altamira, historiador altamente responsable dice: "Puede acogerse como muy aproximada la cifra de 1 101 753 430 reales, designativa del total de las rentas de que disfrutaba el clero a principios del siglo XIX. Procedían estas rentas de las propiedades inmuebles, ganados y censos (que daban 564 621 400 reales), los diezmos y primicias, los derechos de misas, matrimonios, entierros, funerales, etc., las limosnas a las órdenes mendicantes, los derechos señorales (según el censo de 1787, eran de señorío eclesiástico 3 148 entre ciudades, villas, pueblos, aldeas, etc.), los donativos y otros ingresos"; (Historia de España y la civilización española, vol. 4, p. 236).

La Iglesia, directora, instructora y explotadora, era proteica y estaba presente en todas partes, desde que el hombre nacía hasta que moría, y siempre dominadora y haciéndose pagar.

Así se explica el odio del pueblo español, no a la religión católica, sino a la Iglesia. Durante el siglo XIX, el liberalismo haciéndose eco de ese sentimiento nacional, enfocó sus baterías contra la Iglesia, sin disparar apenas contra la nobleza que acaparaba el 51,2 % de la tierra.

Esta era, en líneas generales, la situación de España cuando en 1808, los ejércitos de Napoleón invadieron la Península. Los reyes, muy diplomáticamente, fueron hechos prisioneros y, de un golpe, se hundió la Monarquía absoluta, y con ella el Estado, del que era la clave de bóveda. Quedaron, sin embargo, intactos los otros dos sillares del régimen: la Iglesia y la nobleza.

La Iglesia fue, en los primeros tiempos, el estimulante en la lucha contra Napoleón, dando a la guerra un carácter de independencia nacional, cuando lo que en realidad se discutía era la liberación histórica de las clases oprimidas y explotadas o el mantenimiento del status quo tradicional. Los que estaban vinculados a un pasado multisecular, la Iglesia y la nobleza desde su punto de vista, tenían razón al oponerse a Francia que entonces encarnaba la revolución burguesa, esto es el fin de la Monarquía absoluta, del poder de la Iglesia y del feudalismo. Pero mirando adelante, hacia una España nueva la lucha contra Bonaparte y lo que él representaba era una equivocación histórica. Así lo comprendió una minoría de intelectuales, que despectivamente fueron llamados los afrancesados.

Un siglo atrás, a comienzos del XVIII, España estuvo en duda si aceptaba un rey extranjero de la dinastía de los Borbones u otro de la de los Austrias. Se decidió, después de una guerra en la que perdió a Gibraltar, por el Borbón francés. Cien años más tarde, se levantó en masa contra otro rey francés, José Bonaparte, porque éste era plebeyo y progresista. Y es que en e1 fondo no se trataba de independencia o dependencia, sino de significado político-social. Felipe V, el nieto de Luis XIV venía a continuar la historia de España; José Bonaparte a cambiar su rumbo, enterrando para siempre el Antiguo Régimen.

La guerra de la Independencia, aunque históricamente equivocada, fue, sin embargo, revolucionaria. Sacudió al pueblo español, lo sacó de su anquilosamiento y lo puso en movimiento. Por primera vez en la historia, el pueblo podía armarse, adquiría conciencia de su fuerza y manifestaba su espíritu creador. Las Juntas, creación espontánea y popular, aparecieron un siglo antes que los Soviets rusos, de las que éstos fueron una imitación.

En la lucha, que duró seis años, el pueblo, intuitivamente, comprendía dónde estaba su estrella polar. Si, por un lado, combatía a los franceses, por el otro, se iba haciendo suyo lo que Francia representaba. En lo inextricable de la guerra, iba descubriendo a tientas cuál era su camino.

La burguesía naciente, comprimida hasta entonces por el Estado absolutista, pulverizado ahora, empezó a manifestarse y adquirió bríos. Simbólicamente, el hombre que inicialmente representaba a la burguesía liberal, Jovellanos, salía de la prisión, en donde el absolutismo lo había tenido encerrado siete años.

En 1810, la burguesía, sintiéndose fuerte y avizorando el porvenir, cristalizó políticamente en las Cortes de Cádiz, en las que convergían la burguesía liberal, la nobleza y la Iglesia. Ahora bien, la primera superaba a las otras dos en ideas e impulsos. De hecho, Iglesia y nobleza iban a remolque de la burguesía liberal. La relación de fuerzas entre los tres estamentos se puso de manifiesto cuando se discutió y votó, en noviembre de 1810, la cuestión de la libertad de imprenta: en favor, 70 votos; en contra, 32. Las fuerzas progresivas eran dos veces superiores a las reaccionarias.

La Constitución de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, era el eco de la Constitución de Estados Unidos y de la Constitución francesa de 1791. Sentaba el principio de la soberanía nacional, abolía el absolutismo, estableciendo la triple división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. La potestad de hacer las leyes residía en las Cortes con el rey. Establecía como derechos de ciudadanía: la seguridad corporal, la inviolabilidad de domicilio, la propiedad y la libertad de imprenta. Aunque moderada, pues era el resultado de un compromiso entre la corriente liberal y la conservadora, fue un mojón, el primero, en el proceso de la transformación política de España. Abolida y restablecida repetidamente, se peleó por ella y fue un faro luminoso que guió a la burguesía avanzada durante toda una generación.

"La Constitución de Cádiz -la ciudad donde nació la palabra liberal en su sentido moderno- gozaba en la Europa continental de un prestigio, que ningún otro código llegó a igualar a no ser el norteamericano. Frente a la Constitución francesa contaminada irremisiblemente por el imperialismo napoleónico y la no escrita de los ingleses, que nada podía decir a los demás pueblos, la española se había convertido, por las heroicas circunstancias que acompañaron su aparición, en un símbolo de patriotismo". (Vicente Llorens Castillo: Liberales y Románticos, p. 12, Fondo de Cultura, México, 1954).

Terminada la guerra de la Independencia, y vencido Napoleón, el rey -lo llamaban "El Deseado"- regresó a España, en marzo de 1814. Con el apoyo de la Iglesia, se apresuró a restablecer el absolutismo. La Constitución fue abolida; las Cortes, que ya funcionaban en Madrid, fueron disueltas, y los constitucionalistas que habían hecho posible el retorno del rey, perseguidos sañudamente, fueron encarcelados o tuvieron que emigrar.

Fernando VII "El Deseado" polarizaba e1 espíritu conservador que había triunfado en Europa al caer el régimen napoleónico y el tradicional sentido reaccionario español, que había presenciado con temor los progresos liberales durante la guerra de la independencia. Para el rey, el paradigma no eran Francia y Austria, conservadoras, sino el zarismo ruso, archiabsolutista; no Chateaubriand y Metternich, sino el zar Alejandro I. Por primera vez en la historia, Rusia ejerció una gran influencia en la política de España.

Fernando VII, para fortalecer los lazos entre España y Rusia proyectó casarse con la Gran Duquesa Ana, hermana de Alejandro I, no siendo posible a causa de la diferencia de religión. El ministro de Rusia en Madrid, Tatischeff, fue el inspirador de la política exterior de Fernando VII, que aspiraba a que Rusia le ayudase eficazmente en la tarea de someter las colonias hispanoamericanas sublevadas. Rusia, en efecto, ayudó a España... "El tan cacareado apoyo de Rusia se redujo a la escandalosa venta a nuestro gobierno de cinco navíos y tres fragatas casi inservibles". (Pío Zabala: Historia de España, vol. V de la Historia de Rafael Altamira).

Ahora bien, si el rey, en 1814, era el mismo que el de 1808 la España de después de la guerra de Independencia era muy diferente de la de antes de la guerra. Había tenido lugar una profunda revolución nacional. El viejo aparato del Estado absolutista estaba desarticulado. Las provincias se habían acostumbrado a actuar por su cuenta, descentralizando el poder, y ya no dependían de Madrid como antes. Por otra parte el ejército que se formó para combatir a los franceses tenía una base popular, y muchos de sus jefes y oficiales ni remotamente se sentían atraídos por el absolutismo. En 1814, la corriente liberal, formada por la burguesía, la intelectualidad e incluso un sector de la nobleza, era ya una fuerza positiva. Indirectamente, la ayudaba la insurrección de las colonias americanas que contribuía a disminuir el poder del Estado.

Inmediatamente, empezó la lucha contra el absolutismo restaurado, cristalizando en un rosario de conspiraciones y sublevaciones que, aunque fracasadas como movimientos tácticos, tuvieron finalmente un resultado estratégico favorable. La sublevación del comandante Riego, al frente de 1500 soldados, en Cabezas de San Juan, el 1 de enero de 1820, determinó una reacción en cadena -Galicia, Asturias, Zaragoza, Barcelona y Pamplona-, y el régimen absolutista se derrumbó, siendo restablecida la Constitución de Cádiz.

La sublevación militar-liberal de 1820 fue labor de una minoría. El pueblo no intervino. "Ramón Mesonero Romanos, un testigo ocular de esos acontecimientos, dice que la satisfacción se manifestaba en la burguesía y la aristocracia, pero no en el pueblo trabajador en general, que demostraba escaso interés por el gobierno constitucional, ya fuese por la ignorancia de su naturaleza o por la adhesión a la tradición absolutista. El carácter intelectual de la revolución, en parte aristocrático y en parte burgués, fue evidente en Madrid, en la concentración del 7 de marzo cuando fue elegido por aclamación un nuevo Ayuntamiento". (Rafael Altamira: A History of Spain, p. 541, Macmillan, Londres 1949).

Los seis años de lucha infatigable por el régimen constitucional, 1814-1820, son uno de los capítulos más gloriosos de la historia moderna de España. En la coordinación de esfuerzos y en el señalamiento de los objetivos jugó un papel importantísimo la francmasonería, joven y heroica entonces.

Los militares que se sublevaron repetidamente entre 1814 y 1820 -Espoz y Mina, Porlier, Richard, Lazy, Torrijos, Vidal, Riego, Quiroga- se habían formado durante la guerra de la Independencia.

La necesidad histórica de abatir al absolutismo, resucitado, inició la intervención del elemento militar en la política, que dará carácter a la historia de España durante los siglos XIX y XX. Primeramente, el ejército fue fundamentalmente progresista : esa etapa duró aproximadamente medio siglo. Empezó en 1814 con la sublevación de Espoz y Mina en Navarra, fracasada, y terminó con la sublevación, victoriosa, de Prim, Serrano y Topete en 1868. Durante ese medio siglo, la corriente liberal fue apoyada por el ejército. Sin los militares progresistas, la burguesía española no se hubiese podido manifestar durante el siglo XIX. El ejército español, -más tarde conservador y reaccionario- tiene un pasado romántico y libertador.

La revolución liberal de 1820-1823, saludada por Shelley en su "Oda a la Libertad", tuvo inmediatamente una repercusión internacional. Siguiendo el ejemplo de España, el régimen constitucional triunfó en Nápoles, en el Piamonte y en Portugal. En América dio un impulso al movimiento independentista de las colonias.

En el interior del país no supo encontrar su verdadero cauce y se enmarañó en detalles marginales. Los liberales eran una minoría intelectual, henchidos de ideologías, pero poco prácticos. Era la primera vez que tomaban el poder e iban un poco a tientas. Apuntaron con acierto hacia la desamortización. Hacían el aprendizaje. Daban la impresión de encontrarse en un laberinto del que no hallaban la salida. En esa situación de titubeos e incertidumbre se fraccionaron en una serie de grupos rivales.

Las circunstancias internacionales no eran nada propicias a una revolución liberal en España. Pero Portugal había abrazado su causa, y la España liberal contaba con el apoyo moral de Inglaterra. Si los liberales hubiesen sabido ligar los intereses generales del país a la causa revolucionaria, quizás hubieran triunfado, y el destino de España hubiese sido otro.

La revolución pudo haberse nacionalizado mediante la ejecución del rey, felón y canalla. Menos culpables que Fernando VII fueron Carlos I de Inglaterra y Luis XVI, y subieron al patíbulo. La ejecución de un rey es siempre de un dramatismo histórico convincente. Los liberales sentían por Fernando VII un respeto que bordeaba la estupidez. Le dejaron alentar la guerra civil y conspirar internacionalmente para que la intervención extranjera acabara con la Constitución y los constitucionalistas. En España faltó un Cromwell.

La Europa conservadora y reaccionaria estaba asustada, sobre todo Rusia. Bajo su presión, principalmente, la Santa Alianza, integrada por Rusia, Austria, Francia y Prusia, decidió en el Congreso de Verona (22 de noviembre de 1822) intervenir en España para acabar con una revolución que amenazaba con prender el fuego en toda Europa. Le fue confiada a Francia la misión de acabar con la revolución española. Los Cien Mil Hijos de San Luis invadieron a España en abril de 1823, y coronaron su tarea en septiembre, al tomar el último baluarte de los liberales, el Trocadero, en Cádiz. Con la "liberación" del rey se dio por terminada la primera parte de la misión; la segunda fue la ocupación de España durante cinco años para impedir que rebrotara el liberalismo.

Si España, en 1808, se había levantado en masa contra el ejército francés revolucionario, esa misma España, quince años más tarde, recibía al nuevo ejército francés, reaccionario ahora, con pasiva indiferencia o con los brazos abiertos.

Hay un paralelismo sorprendente entre el período 1814-1823 y el de un siglo más tarde, 1923-1936. Durante seis años (1814-1820), en el primer caso, y otros seis (1923-1930), en el segundo, en España fue abolido el régimen constitucional por una fuerza reaccionaria, que finalmente fue abatida. Siguió una etapa liberal.

Las dos situaciones, la del siglo XIX y la del siglo XX, produjeron una gran conmoción en la política mundial, determinando la intervención de Rusia en la cuestión española. Finalmente, las potencias reaccionarias impusieron con su intervención militar el desenlace.

En los dos casos, España quedó sumergida en las tinieblas del obscurantismo, en las que triunfan el crimen, la ruindad y la ignominia.

El pronunciamiento del comandante Riego, que el 1 de enero de 1820 inició la revolución liberal de 1820-1823, fue llevado a cabo por el ejército que el absolutismo había concentrado en Cabezas de San Juan, pequeña población de la provincia de Sevilla, para ser enviado a ultramar a combatir el movimiento libertador de las colonias. La España liberal respaldaba, pues, la insurrección americana. En la perspectiva histórica coincidían los intereses materiales y espirituales de España y los de América. Simbólicamente, Riego era a un tiempo el abanderado de una nueva España y de una nueva América. Indirectamente, Riego luchaba por la libertad de Hispanoamérica, del mismo modo que Bolívar y San Martín luchaban por la libertad de España.

Hispanoamérica fue despertada de su sueño colonial y lanzada a su liberación, en primer lugar, por la Revolución de Estados Unidos; en segundo, por la Revolución Francesa, y, en tercero, por el movimiento libertador en el interior de España. Sin la invasión de la Península por Napoleón y el derrumbamiento del Antiguo Régimen, que fue la consecuencia, y sin la revolución liberal de 1820-1823, la liberación de Hispanoamérica hubiese sido más lenta y más difícil. Probablemente hubiera ocupado todo el siglo XIX, con las correspondientes contribuciones en sangre, esfuerzos y riqueza.

Cuando la revolución liberal española fue estrangulada por la Santa Alianza en septiembre de 1823, Hispanoamérica, prácticamente, ya había ganado la partida.

La Doctrina Monroe, en virtud de la cual los Estados Unidos cerraban el paso a la intervención europea en Sudamérica, fue formulada el 2 de diciembre de 1823, cuando la restauración del absolutismo en España entrañaba el peligro de un nuevo intento de Fernando VII, ayudado por Rusia, de reconquistar las colonias. En 1824, la Hispanoamérica continental quedó completamente liberada.

Al estrangulamiento de la revolución liberal siguieron diez años de brutalidad absolutista superior a la de 1814. Fue famosa la organización del Ángel Exterminador, inventada por un obispo, angélicamente consagrada al exterminio de los liberales. El absolutismo seguía en pie sostenido por la Santa Alianza -España estuvo ocupada por las tropas francesas hasta 1828-, y sus crímenes fueron monstruosos. Pero la separación de Hispanoamérica había roto su espina dorsal, privándole de su fuente principal de ingresos. Hasta 1808, el absolutismo era una fuerza incontrastable en equilibrio estable. Desde 1823, más que una fuerza real era una inercia histórica en equilibrio inestable. Podía caer por un accidente casual e inesperado. En efecto, bastó que se produjera un hecho trivial, la muerte de Fernando VII en 1833, para que se quebrantara el equilibrio. La España de 1833 no era la misma de 1808. En veinticinco años, la nación había vivido políticamente más que en los tres siglos transcurridos desde que hizo su unidad y se lanzó a la aventura imperial.

De un golpe, la España de 1833 se escindió y surgieron dos Españas frente a frente: la absolutista y la constitucional. La primera la integraban una parte de la corte, la Iglesia, y un sector reducido de la nobleza y del ejército. Este bloque reaccionario fue conocido con el nombre de carlismo. La otra España la formaban la burguesía, la intelectualidad liberal, una parte de la corte y la mayoría de la nobleza y del ejército. El centro de convergencia del primer bloque era la Iglesia absolutista; el eje del segundo, la burguesía liberal.

Estalló la guerra entre esas dos Españas antagónicas. La guerra civil de 1833-1840 fue, como la guerra de la Independencia, profundamente revolucionaria. Fueron muy distintas, sin embargo. En la de la Independencia, la Iglesia formaba parte del bloque nacional, del que era, de hecho, el alcaloide, mientras que en la guerra civil, la Iglesia, abierta o solapadamente, era el alma del grupo beligerante contrarrevolucionario. El instante histórico era propicio para asestar a la Iglesia un golpe definitivo, que no había podido propinarle la revolución de 1820-1823.

Las circunstancias crean a los hombres, y los hombres crean las circunstancias. Inesperadamente, apareció en la escena política un hombre, que no era un político profesional, y fue el político más grande que produjo España en el siglo XIX: Juan Alvarez Mendizábal.

La guerra civil en 1835-1837 se desarrollaba en sentido favorable al carlismo. Las arcas del tesoro estaban completamente vacías y las finanzas se encontraban en plena bancarrota. Sólo un milagro podía cambiar el curso de los acontecimientos.

Mendizábal, que fue quien operó el milagro, no era un abogado parlanchín, ni un literato trocado en político diletante, sino un financiero salido de la nada, que, dotado de gran perspicacia, vio en seguida claramente cómo estaba planteado el problema y cómo podía solucionarse. El genio del político consiste en ver el problema en toda su simplicidad, al margen de la fronda que lo complica o trata de presentarlo como insoluble. No hay nudo gordiano que no se pueda desatar.

En 1835, el problema, desnudo, se planteaba así: España estaba enzarzada en una inextricable guerra civil. ¿Cuál era el eje del sector beligerante absolutista? La Iglesia. Pues bien, la guerra civil había que ganarla políticamente acabando con el poder de la Iglesia.

Así vio el problema Mendizábal, primero ministro de Hacienda, en el gobierno moderado del Conde de Toreno, y luego, a partir del 15 de septiembre de 1835, presidente del Consejo de Ministros. Cuatro semanas después, el 11 de octubre, daba a conocer cuáles eran sus proyectos: incautación de los bienes de la Iglesia y abolición de las congregaciones religiosas. La reacción que se desencadenó contra ese programa de gobierno fue tal que se vio obligado a dejar el gobierno el 14 de mayo de 1836, quedando en suspenso la labor iniciada.

Inesperadamante, tres meses más tarde, se produjo un acontecimiento revolucionario que iba a imprimir un giro nuevo a la marcha de los acontecimientos.

La Reina Gobernadora se encontraba veraneando en el palacio de La Granja (oficialmente, San Ildefonso). La familia real estaba protegida por una guarnición compuesta de ocho compañías de la Guardia Real, dos de Granaderos, dos escuadrones de Guardias de Corps y un destacamento de salvaguardias.

El 12 de agosto, los sargentos de la guarnición se sublevaron y acordaron exigir a la Reina Gobernadora el restablecimiento de la Constitución de Cádiz. La reina, sin fuerzas para resistir, capituló ante la petición de los sargentos. Y a las dos de la madrugada del día 13, decretó: "Como Reina Gobernadora de España, ordeno y mando que se publique la Constitución de 1812... En San Ildefonso, a 13 de agosto de 1836. Yo, la Reina Gobernadora".

Al día siguiente, se procedió a la jura de la Constitución, y en el nuevo gobierno, presidido por Calatrava, veterano liberal doceañista, Mendizábal volvió a ser ministro de Hacienda.

En general, los historiadores han comentado con sorna y desdén el pronunciamiento de los sargentos en La Granja. Y, sin embargo, fue uno de los acontecimientos más importantes en la lucha por las ideas liberales. Demostró que la base del ejército estaba intensamente politizada. Los sargentos de la Granja fueron el primer Soviet de soldados que aparece en las páginas de la historia.

Al calor y a la luz de la Constitución de Cádiz resucitada -unos meses después se promulgó la Constitución de 1837-, Mendizábal, en esta segunda etapa ministerial (1836-1837), llevó a efecto la desamortización de los bienes de la Iglesia.

Los historiadores reaccionarios y conservadores e incluso algún liberal despistado han criticado el golpe revolucionario de Mendizábal, diciendo que las tierras de la Iglesia debían haber sido repartidas equitativamente, creando una amplia capa de pequeños propietarios, como ocurrió en Francia al efectuarse la expropiación revolucionaria de fines del siglo XVIII. Una tal interpretación, situando las cosas en la España de 1835-1837, es completamente simplista.

Pérez Galdós, que es quien ha hecho la mejor semblanza política de Mendizábal en los Episodios Nacionales, presenta a Mendizábal, oscilando entre el corazón y la cabeza: si hacía a un reparto general para todos, o si limitado, favoreciendo sólo a una minoría. Triunfó en él la cabeza, el razonamiento político. Mendizábal no era un socialista, sino un representante esclarecido de la burguesía liberal. Y procedió como tal.

Lo que Mendizábal buscaba era: primero, arrebatar a la Iglesia su base económica; segundo, domesticarla, haciéndola dependiente del Estado; tercero, comprometer a la capa más rica del país haciendo que participara en el "sacrilegio" que representaba la venta a pública subasta de los bienes raíces de la Iglesia; cuarto, poner en circulación una cantidad enorme de riquezas hasta entonces inmovilizada por su vinculación; quinto, obtener rápidamente dinero para hacer la guerra y ganarla.

Mendizábal logró los cinco objetivos. A la Iglesia le fue rota la espina dorsal; quedó económicamente supeditada al Estado, y a partir de entonces dejó de ser la segunda potencia feudal que había en España. La Iglesia perdió de un golpe lo que había atesorado desde que en el siglo VIII empezó la Reconquista.

La burguesía y aun una parte de la misma nobleza acudieron presurosas a la almoneda de las propiedades de la Iglesia, lo que dio como resultado una separación de intereses entre esa capa social enriquecida y la Iglesia expropiada.

Salvador de Madariaga ha sintetizado admirablemente la Operación Mendizábal: "Secularizó las vastas haciendas de la Iglesia y las puso en venta a precios tan tentadores que las clases adineradas tenían ante sí dos mundos para escoger. Tomaron las tierras y se hicieron liberales". (Spain: A Modern History, p. 62, Frederick A. Praeger, New York, 1958).

El tesoro del Estado empezó a recibir ingresos, y con ese dinero fue posible continuar la guerra. Desde que empezaron a palparse los resultados de la desamortización, el carlismo fue batiéndose en retirada, y en 1840 terminó la guerra civil con el triunfo constitucionalista. Militarmente, la guerra la ganó Espartero, un general liberal de genio salido del pueblo; pero quien políticamente decidió el resultado fue Mendizábal.

La primera parte de la batalla liberal había durado unos treinta años. Empezó en 1808-1810 y terminó en 1840. La Monarquía absoluta y el poder de la Iglesia habían sido abatidos.

Los treinta años siguientes -hasta 1868-1870- España vivirá un período turbulento en busca del equilibrio y la adaptación a la nueva realidad. Un régimen varias veces secular caído tiene raíces muy profundas, y, aunque cortado el tronco, abajo, en el subsuelo de la historia, sigue viviendo, tratando de rebrotar. En ese período, la burguesía triunfante va polarizándose en dos corrientes: una liberal, progresista, y otra moderada, conservadora. El rey (reina) ya no es absoluto; la Iglesia pesa mucho todavía moralmente, pero ya no es un factor determinante. La dualidad liberal-conservadora se encuentra en el siglo XIX en todos los sistemas políticos que tratan de estabilizarse sobre una base democrática.

España estuvo en fermentación política, económica y espiritual durante esa etapa. Intelectualmente, era la fase del romanticismo, y las letras españolas, apagadas en gran parte después del Siglo de Oro, brillaron ahora intensamente. El periodismo -educador político- alcanzó una altura que no volvió a tener después. El pueblo iba sacudiendo la modorra embrutecedora en que le habían tenido durante largos siglos el absolutismo y la Iglesia. La burguesía se sentía optimista y desbordaba de satisfacción.

En la pugna entre la corriente progresista y la moderada de la burguesía, unas veces se recorría a los pronunciamientos, y otras, a las veleidades y caprichos de Isabel II -la reina castiza-, influenciada por la camarilla y sobre todo por las intrigas de alcoba. No obstante, España seguía adelante.

En 1843, las fuerzas conservadoras desplazaron del poder a los liberales, que lo habían usufructuado desde 1836. Los moderados interrumpieron la desamortización; pero ya era tarde para volver atrás. La burguesía y la nobleza empezaban a digerir, con no poca satisfacción, las tierras de la Iglesia -alrededor de 1 300 000 hectáreas. Era mucha y muy buena tierra para que los nuevos dueños, que la habían adquirido por una bicoca, se dispusieran a devolverla a su antiguo dueño.

Después de una década reaccionaria (1843-1854), los liberales volvieron al poder por medio de un golpe militar. Durante la revolución de 1854-1856, los liberales -Espartero-Madoz- reanudaron la labor desamortizadora, interrumpida en 1843.

Ahora, sin los apremios de la guerra civil, y con una clase burguesa ya formada, el enfoque de la desamortización tenía un sentido más liberal, más equitativo. Pascual Madoz, ministro de Hacienda, a diferencia de Mendizábal, veinte años antes, buscaba que el labrador pobre se convirtiera en propietario. Naturalmente, a las clases conservadoras ese tipo de desamortización no les interesaba, y por medio de otro golpe militar desplazaron a los liberales del poder en 1856. Y aquí terminó, de hecho, la transformación de la estructura agraria nacional.

La desamortización, empezada por José Bonaparte, cuando fue rey, seguida, aunque tímidamente, por las Cortes de Cádiz, continuada con mayor énfasis durante la revolución liberal de 1820-1823, intensificada en el período liberal de 1836-1843, reemprendida durante la revolución de 1845-1856, cambió fundamentalmente la base económica del país, con las correspondientes implicaciones políticas y sociales.

Según una estadística del ministerio de Hacienda, el resultado de la desamortización civil y eclesiástica fue el siguiente : fincas pertenecientes a la Iglesia desamortizadas entre 1836-1856, 143 526; fincas pertenecientes al Estado desamortizadas durante el mismo período, 5 074; fincas pertenecientes a los Ayuntamientos y otras corporaciones, 21 993. Total: 165 459 fincas.

Vicens Vives, el excelente historiador contemporáneo del proceso económico español, dice: "Para la burguesía, la desamortización fue una bandera de combate, que compartieron progresistas y liberales. Ella se benefició de este proceso y lo alentó hasta el máximo. Compró tierras desvinculadas de la nobleza, concurrió a las subastas y puso en marcha las explotaciones agrícolas abandonadas por monasterios y conventos. Católicos fueron los grandes compradores de bienes nacionales; moderados y conservadores, quienes entre 1833 y 1868, sostuvieron públicamente la necesidad de la obra desamortizadora". (Historia Económica de España, p. 569, Editorial Teide, Barcelona, 1959).

Así, el balance de la actuación liberal durante cerca de medio siglo fue positivo, aunque no definitivo. Había acabado con el absolutismo del Antiguo Régimen y con el poder material de la Iglesia. Pero dejó casi intacta la base económica de la nobleza, que usufructuaba aproximadamente el 50 % del patrimonio nacional. La burguesía española no se enfrentó con la nobleza, expropiándola, como había hecho la francesa a fines del siglo XVIII.

Ahora bien, vistas las cosas con una perspectiva histórica, la burguesía liberal, durante los sesenta años que median entre 1808 y 1868, en líneas generales, actuó bien. Su esfuerzo fue enorme, heroico a veces. Se trataba de una pequeña minoría que tenía enfrente tres gigantes: tres fuerzas poderosísimas de origen feudal: la Monarquía absoluta, la Iglesia y la nobleza. Si hubiera presentado al mismo tiempo la batalla a los tres estamentos reaccionarios, como hizo la burguesía francesa, no hubiese podido ganar. Dada la relación de fuerzas, neutralizó, e incluso atrajo en parte, a la nobleza. De ese modo, pudo enfrentarse con el absolutismo monárquico y la Iglesia, derrotándolos.

Mientras las finanzas del Estado fueron recibiendo el dinero que produjo la desamortización de Madoz, el continuador de Mendizábal, todo fue bien para la nueva burguesía. Pero interrumpida la desamortización, que fue la gallina de los huevos de oro de la burguesía española en la fase de su cristalización político-social, la Hacienda se encontró en dificultades, y el partido progresista de Mendizábal-Espartero, acaudillado ahora por el general Juan Prim, se hizo eco del descontento general.

La grave crisis económica que se produjo en 1866 sirvió de fondo para acentuar el desprestigio personal de la reina, ninfómana incorregible, aconsejada por favoritos de turno, confesores indulgentes y monjas milagrosas.

La burguesía liberal, estabilizada económicamente, quería una estabilización política. El Poder Ejecutivo necesitaba un decoro y una responsabilidad que no tenía con Isabel II, chulona de los barrios bajos asentada en el trono de Isabel la Católica.

Prim, que dirigió la ofensiva contra la reina, fue genial como táctico y estratega revolucionario.

Gracias a Prim, Cataluña entraba por primera vez, en una escala importante, en la lucha liberal.

Hasta Prim (nacido en Reus), formado, de simple soldado, en la guerra civil de 1833-1840, Cataluña no había dado personalidades de relieve a la causa constitucional. Las Cortes de Cádiz, la revolución liberal de 1820-1823, el proceso revolucionario de 1833-1843 y la revolución de 1854-1856 fueron obra principalmente de hombres de Asturias (Jovellanos, Martínez Marina, Argüelles, Riego, Flórez Estrada, el conde de Toreno), de Navarra (Espoz y Mina, Pascual Madoz), de Castilla (Juan Martín El Empecinado, Torrijos, Espartero), de Extremadura (Muñoz Torrero, Calatrava), de Andalucía (Lacy, Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa, Mendizábal). Prim absolvió a Cataluña de su ausencia, relativa, en el proceso histórico constitucionalista, y la colocó en el primer plano.

En los años que precedieron a la caída de Isabel II, Prim repitió, aproximadamente, en el orden conspirativo, lo que en la etapa 1814-1830 hicieron Espoz y Mina, Porlier, Vidal, Lacy, Torrijos y Riego. Igual que en 1814-1820, los movimientos tácticos, aparentemente fracasados, dieron como resultado un éxito estratégico.

A fines de septiembre de 1868, Prim, que se encontraba en Gibraltar, pasó a Cádiz, y se inició la revolución que produjo el derrumbamiento de la Monarquía.

Ahora bien, Prim, que como revolucionario-conspirador fue genial, carecía de genio político, y no supo comprender los problemas que la historia planteaba en 1868-1870.

Los grandes generales acostumbran ser malos políticos. Si un gran general, dándose cuenta de sus limitaciones, se deja guiar por un político de altura, su paso por la historia puede ser fructífero. Es lo que ocurrió en la generación anterior, con Espartero y Mendizábal. Espartero era un gran general y un mediano político. Mendizábal era un político genial. La combinación Mendizábal-Espartero fue magnífica.

Cuando Prim fue asesinado, a fines de diciembre de 1870, hacía ya más de dos años que la revolución giraba alrededor suyo, y políticamente era un fracaso. A Prim le faltó un Mendizábal.

Los problemas que la historia planteaba en la revolución de 1868-1870 eran tres, e inseparables: la forma de gobierno, la expropiación de la nobleza y la estructuración del Estado.

En 1868-1870, caída y desprestigiada la Monarquía, las circunstancias eran francamente republicanas. Querer restablecer la Monarquía, y con un rey extranjero por contera, como hizo Prim, era navegar contra la corriente histórica.

La revolución agraria sólo se había hecho en parte -la que concernía a la Iglesia; pero quedaba casi intacta la gran propiedad de la nobleza.

Había sido justa la posición adoptada por la burguesía de las dos generaciones anteriores, al contemporizar con la nobleza, neutralizándola, para poder enfrentarse con el absolutismo monárquico y la Iglesia. Pero en 1868-1870, esos dos adversarios históricos estaban derrotados, y la burguesía, triunfante, disponía de fuerzas suficientes para hacer la segunda revolución, expropiando las tierras de la nobleza (el 51 % del patrimonio nacional) y repartirlas ampliamente creando la clase de los pequeños propietarios, que hubiese sido la base firme del nuevo régimen.

Y, finalmente, se planteaba la cuestión de la estructuración del Estado.

Los liberales españoles, influenciados por el jacobinismo francés, eran decididamente unitarios, cuando España, por razones de geopolítica, sentía la necesidad de una estructuración, no provincial -las provincias inventadas por los liberales de 1820-1823 eran una creación artificiosa, falsa-, sino regional, adaptada aproximadamente a las características históricas: Asturias, Galicia, Castilla, Vasconia, Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, Andalucía...

Al no solucionar estos tres problemas básicos, la revolución de 1868-1870 carecía de meta histórica y estaba condenada al fracaso.

El programa de la revolución tenía estos objetivos: sufragio universal, libertad de cultos, libertad de enseñanza, libertad de reunión y asociación, libertad de imprenta, descentralización administrativa, juicio por jurado en materia criminal, unidad en todos los ramos de la administración de justicia e inamovilidad judicial.

Todo eso estaba muy bien, pero era superestructura. Para afianzar esa superestructura precisaba crear una estructura básica, o lo que es lo mismo, la solución de los tres problemas fundamentales antes mencionados.

Las fuerzas que representaban la necesidad histórica -republicanos, federales-cantonalistas y campesinos hambrientos de tierra- se enfrentaron con una revolución de simple superestructura, y se produjo la disgregación y el caos.

Después de la fuga del rey Amadeo (febrero de 1873), el poder pasó a manos de la pequeña burguesía, muy retórica, muy grandielocuente y muy incapaz. La República de 1873 fue un episodio lamentable. Los generales, que en nombre de la República ametrallaban a los federales-cantonalistas y a los campesinos que querían tierra, acabaron con la República.

El 3 de enero de 1874, fracasada la República, las cosas volvieron a como estaban a fines de septiembre de 1868. Los mismos hombres, que encabezaron la revolución de 1868 -el general Serrano y Sagasta (Prim ya no existía)- encabezaban ahora la contrarrevolución. La revolución había sido un fracaso porque no solucionó los tres problemas básicos que la historia planteaba.

La revolución de 1868-1874 demostró que la burguesía había dejado de ser revolucionaria.

La llamada Restauración (1874-1900) significó la consolidación del poder de la burguesía enriquecida con la desamortización de los bienes vinculados -los de la Iglesia y los de las corporaciones. La nobleza perdió las formas exteriores de su pasado poderío feudal y quedó convertida en simple latifundista. Burguesía agraria y nobleza latifundista formaron un bloque y marcharon juntas.

Esa oligarquía feudal-burguesa, de base agraria, para un mejor usufructo del poder, eliminando los pronunciamientos, se dividió políticamente en dos partidos políticos: conservador y liberal, ya esbozados en la generación anterior, en los moderados y progresistas.

"Las tres grandes regiones agrarias en las cuales predomina de una manera más absoluta el sistema feudal -Andalucía, Castilla y Galicia- constituyeron una especie de frente único para no perder nunca la dirección administrativa. El partido conservador era predominantemente andaluz, es decir, el representante típico de la aristocracia latifundista. La propiedad castellana constituía la base del partido liberal. Galicia se repartía entre uno y otro bando. El turno pacífico en el Poder del partido liberal y partido conservador era, en suma, la dictadura permanente de la gran propiedad. Políticamente, no había diferencia alguna, ya que ambos tenían la misma base social. El partido liberal era esencialmente el representante de los trigueros castellanos. El partido conservador, el de los latifundistas y cosecheros de aceite de Andalucía. Mantener la gran propiedad, exportar aceite e impedir la importación de trigo: he ahí toda la dinámica político-económica de la Restauración". (Del libro del autor, La Revolución española, pág. 41 y 42, Cénit, Madrid, 1932.)

A los partidos agrarios, la industrialización del país no les interesaba; es más : la frenaban. Hacían concesiones al capital extranjero en minas y transportes, y mantenían la raquítica industria nacional por medio de un sistema superproteccionista.

La estructura económico-política intuitivamente sabía que un desenvolvimiento industrial del país determinaría el derrumbamiento del sistema.

En España había minas de hierro que hacían posible el desarrollo de la industria siderúrgica, base de la industrialización general. Pero la oligarquía agraria prefería exportar el mineral. "Durante mucho tiempo, y al compás de la legislación foral, había sido prohibida la exportación del mineral de hierro de Vizcaya. La inclusión del País Vasco en el régimen aduanero español (ley de 21 de julio de 1876) hizo factible una mayor movilidad del mineral. Importantes compañías extranjeras participaron en esta tarea: la Orconera Iron Ore Co. Ltd. (1874) y la Société Franco-Belge des Mines de Somorrostro (1876), las cuales apoyaron al grupo de propietarios vascos presidido por Ybarra. Entre ambas reunían lo mejor de los capitales siderúrgicos: las empresas Geuschin y Krupp, alemanas; la Consett, inglesa; la Cockerill, belga, y la Denain, francesa. Se trataba de fuertes inversiones de capital extranjero para la exportación de mineral de hierro. En estas condiciones, la producción de las minas españolas aumentó rápidamente desde 1875, de acuerdo con el ritmo de las demandas extranjeras. He aquí los datos:


AÑOPRODUCCIÓNEXPORTACIÓN
 (En millares de Tm)
185669-
1860173-
1870436253
1875520336
18803 5652 932
18906 5464 795
19008 6757 800

"E1 señor Lequerica afirma que a partir de 1865 se sacaron de Vasconia 225 000 000 de toneladas de mineral de hierro. Ahora bien, ¿qué ventaja positiva representó esta exportación? Para la totalidad de España, relativamente escasa." (J. Vicens Vives, op. cit., p. 593 y 594)

A falta de un proceso de industrialización que absorbiera la fuerza de trabajo existente, quedaron flotando en el país, como almas en pena, de dos a tres millones de jornaleros agrícolas, sin tierras y sin pan que, ocasionalmente, en las épocas de la recolección de los frutos, vendían su fuerza de trabajo por una peseta diaria o menos todavía. Durante las etapas de descanso forzoso soñaban con un reparto general de tierras, y, a veces, en Andalucía, que es donde este proletariado agrícola abundaba más, se sublevaban románticamente, aunque en vano. Los jefes eran ahorcados o cazados a tiros por la guardia civil, y los sobrevivientes seguían soñando con poseer un día la tierra. Su consigna era: Tierra y Libertad. Estos campesinos andaluces heroicos y desgraciados fueron el fermento del anarquismo español.

La burguesía, que en las dos generaciones anteriores había sido idealista, romántica, combatiente, heroica y progresiva, ahora se encontraba en el polo opuesto. De Jovellanos y Mendizábal a Cánovas y Sagasta mediaba un abismo.

La burguesía liberal, en su etapa heroica, había ayudado a la emancipación de Hispanoamérica, e Hispanoamérica, a su vez, le había ayudado a ella. Simbólicamente, el general Díaz Porlier, héroe liberal fusilado en 1815 por Fernando VII, había nacido en Cartagena de Indias, Colombia. En cambio, ahora, la burguesía seguía la política del Antiguo Régimen, en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Las barbaridades de Weyler (general liberal) en Cuba y la ejecución de José Rizal en Filipinas eran manifestaciones de una política que Fernando VII no hubiese podido superar.

Fueron los llamados años bobos de la Restauración. Todo, con la honrosa excepción de una minoría, era bobo, pequeño, mezquino y achatado en la España finisecular.

Sin embargo, la estabilidad económico-política del sistema era tan firme que al derrumbarse (1898) los últimos restos del imperio colonial -Cuba, Filipinas y Puerto Rico-, en España no pasó nada. Madrid se divertía presenciando una corrida de toros cuando llegaron las noticias del desastre de Cavite. ¡Toros! ¡Toros!

El poeta portugués Guerra Junqueiro dijo que Lagartijo (torero famoso entonces) había sido derrotado por Edison.

La pérdida de los residuos del imperio, en el que en un tiempo "nunca se ponía el sol", fue altamente saludable para España. Por un lado, las colonias, materialmente, costaban más de lo que rendían, y la nación quedó considerablemente aliviada. Por otro, por primera vez, al cabo de cuatro siglos, España se veía obligada a enfocar el porvenir de una manera realista, sin espejismos. Don Quijote regresaba a su aldea molido y derrotado, pero curado de su locura producida por los libros de caballería. En España, ahora, se ponía el sol, desde luego; pero las horas de luz eran completamente suyas y podía aprovecharlas.

Una minoría intelectual se planteó la cuestión candente de la "decadencia de España". ¿Qué había pasado? ¿Por qué, después de haber sido la primera nación del globo y el eje de la historia durante un par de siglos, ahora, al alborear el siglo XX, España era un fracaso histórico, menos importante como nación que Inglaterra, Francia, Alemania, Austria-Hungría, Rusia, Italia, Estados Unidos y Japón?

Los estudiosos del problema -Costa, Picavea, Unamuno, en primer lugar- verían, sí, los efectos; pero no lograban descubrir las causas. Y, sin embargo, la historia estaba allí, delante, desnuda, palpitante. Bastaba limpiarla de los embelecos pseudopatrióticos acumulados durante siglos para ver las cosas claramente.

España, durante la Edad Media, se había formado de una manera torcida, a contrapelo de la historia. Lo que se ha llamado la Reconquista, que duró cerca de ocho siglos, fue una pugna entre el pueblo pastor y ganadero de las cordilleras -España es, geográficamente, un país montañoso- y el pueblo agricultor de los valles. Los pastores y ganaderos se hicieron guerreros y salteadores -el Cid, héroe legendario del medievo, era un genial salteador-, y, finalmente, triunfaron. Los que históricamente tenían razón eran los árabes, agricultores, y no los cristianos, pastores y ganaderos. En el siglo XIII, el espíritu de la Reconquista -económico más que religioso- cristalizó en el Concejo de la Mesta, auténtico sindicato de ganaderos castellanos, que dirigió pro domo sua la economía nacional durante más de cinco siglos, desde 1273 hasta comienzos del siglo XIX. No deja de ser sorprendente que los estudiosos españoles de las causas del atraso nacional no mencionen nunca la actuación del Concejo de la Mesta que, por cierto, investigó a fondo, no un español, sino un norteamericano, Julius Klein.

Si, en la Edad Media, los árabes eran la fuerza económica progresiva en el dominio agrícola, los judíos en las ciudades nacientes constituían la base de la clase urbana y comerciante, es decir, la burguesía. Pues expulsión -y, de hecho, expropiación- de los judíos.

Y luego, como broche final, el Santo Oficio, la Inquisición, que puso trabas enormes al progreso político y al desarrollo intelectual.

Si no se hubiese producido, casualmente, el descubrimiento de América, España, durante la Edad Moderna, históricamente hubiese sido un paisaje lunar, como Rusia, hasta el siglo XIX. Los ocho siglos de la Reconquista, esto es, de expropiaciones manu militari, con la bendición de la Iglesia, formaron a España, dotándola de un complejo salteador. Terminada la Reconquista y expulsados los judíos, la nueva España estaba en forma para continuar los asaltos y las expropiaciones. Es más: necesitaba continuar su historia. Mas, ¿cómo, dónde? En ese instante crucial, un iluminado, no español, probablemente un judío converso, Cristóbal Colón, propuso lo que parecía una locura: establecer contacto con las Indias navegando hacia el Oeste. La reina Isabel se agarró a la idea con mano firme -y ése es su mérito. Isabel, intuitivamente, sentía la necesidad de continuar lo que había sido la característica de la Edad Media española: conquistar, saltear, expropiar y, naturalmente, "civilizar". Y España hizo el descubrimiento de América.

Lo ocurrido el 12 de octubre de 1492 cambió los goznes de la historia. España pudo haber sido el eje alrededor del cual girara el mundo durante varios siglos si no se hubiese enzarzado en aventuras imperiales en Europa. América fue esquilmada para sostener guerras contra los Países Bajos, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia. La misión civilizadora de los conquistadores era arrebañar oro y plata para que España pudiera seguir combatiendo en Europa. Finalmente, España perdió, en primer lugar, todas sus posiciones en Europa, y luego, todo su imperio colonial. El fracaso no podía ser más completo.

Al comenzar el siglo XX, España estaba curada de delirios imperiales, y ya no tenía planteados los problemas del absolutismo monárquico y el poder material de la Iglesia. Esos dos problemas habían sido solucionados por la revolución liberal que, con ascensos y descensos, duró, en el siglo pasado, desde 1808 a 1874.

La Monarquía subsistía, pero era una monarquía constitucional, subordinada a los intereses de la oligarquía agraria. Durante la Regencia de María Cristina (1885-1902), la reina, aunque temperamentalmente conservadora, no trató nunca de imponer su voluntad personal. Tenía ella menos poder que su coetánea la reina Victoria de Inglaterra. No existía, pues, un problema inmediato de régimen.

La Iglesia subsistía, sin duda, aunque domesticada, subordinada al Estado que le daba de comer. Buscaba influir espiritualmente; pero era un vencido histórico, y, lejos de hacer progresos, perdía posiciones. No había tampoco un problema importante de Iglesia.

El único gran problema que la revolución liberal no había sido capaz de solucionar en el siglo pasado, la liquidación de la gran propiedad, ocupaba históricamente el lugar preeminente.

La nobleza, que a comienzos del siglo XIX detentaba la mitad de la tierra cultivable de la nación, a principios del siglo XX seguía poseyendo aproximadamente la misma extensión territorial. Como institución de tipo feudal había desaparecido. El siervo se había transformado en peón. Como casta social se había aburguesado. Sus representantes ocupaban posiciones importantes en el ejército, en la diplomacia, en los puestos representativos, desde donde defendían la intangibilidad de sus intereses y su base, el latifundio.

La estructura económico-política de la nación estaba basada en la gran propiedad, con todas sus implicaciones negativas. Ese era el problema básico, fundamental, que precisaba solucionar. En una palabra, había que terminar la revolución burguesa.

Ahora bien, los estudiosos de la crisis nacional, a comienzos de siglo, lo vieron todo, menos lo que era la base de todo: la gran propiedad, el 50 % de la tierra acaparada por una minoría explotadora. Cuando Costa hablaba de oligarquía y caciquismo que había que destruir, no se daba cuenta de que la oligarquía y el caciquismo eran el resultado de la permanencia de la gran propiedad. Y cuando pedía la europeización de España, no comprendía que para europeizar a España había que hacer una revolución agraria que distribuyera los latifundios entre tres o cuatro millones de campesinos sin tierra. A la revolución agraria hubiese sucedido la revolución industrial, y España se hubiera europeizado.

Restañada la hemorragia de las guerras coloniales, y al amparo de la semirevolución burguesa efectuada durante el siglo XIX, España ascendía económicamente. Y, como consecuencia, crecían la clase trabajadora y la pequeña burguesía.

Esos dos sectores -clase trabajadora y pequeña burguesía- comprendían que la oligarquía agraria no representaba sus intereses económico-políticos y espirituales. En el seno de la nación había dos Españas distintas, divergentes, antagónicas: la España conservadora y perezosa, representada por la oligarquía agraria, y la España nueva, en formación, que ansiaba romper la costra de un orden económico-social anquilosado.

El movimiento obrero, que había empezado a organizarse a mediados del siglo pasado, pero sobre todo a raíz de la revolución de 1868-1874, iba lentamente adquiriendo conciencia de su potencial transformador. Con mayor visión histórica que la pequeña burguesía, le interesaban de una manera secundaria la cuestión de la Iglesia, de la que se sentía emancipado, y la de la forma de gobierno -república o monarquía-, y ponía el acento en la cuestión económico-social. Por desgracia, el movimiento obrero español heredó la división que en 1864-1873 crearon Marx y Bakunin en la ideología socialista, y no fue capaz de superarla, quedando escindido: socialismo y anarquismo.

El Partido Socialista español -como el socialismo marxista europeo en general- no supo comprender la cuestión de la tierra. Creía en una "socialización", cuando de lo que se trataba no era de socializar, sino de repartir. La experiencia ha demostrado que la tierra, en la fase actual de la historia, no debe ser socializada. Rusia ha pagado duramente -y sigue pagando- la socialización del campo efectuada por Stalin.

El anarquismo, hijo natural del campo andaluz, intuía vagamente el problema. Su consigna Tierra y Libertad, copiada de los narodniki rusos del siglo pasado, era justa. Ahora bien, el anarquismo, si planteaba acertadamente el problema, era incapaz de encontrar la solución, ya que la solución, el reparto de la tierra, daba como resultado la creación de una clase agraria propietaria, en contradicción con el espíritu del anarquismo.

La incomprensión del problema agrario por parte del movimiento obrero fue fatal para los destinos de España en el siglo XX. Socialistas y anarquistas no supieron comprender que la terminación de la revolución burguesa era la condición indispensable para iniciar la revolución socialista.

La pequeña burguesía, descontenta políticamente, era republicana.

El republicanismo, durante el último cuarto del siglo pasado, llevó una vida vegetativa. Arrastraba penosamente el recuerdo de su fracaso espectacular en 1873, y compartía la bobería nacional. De hecho, colaboraba con la oligarquía agraria, prestándose a ser su oposición legal.

Como cuestión de principio, el republicanismo no vio nunca que el problema capital planteado nacionalmente era la revolución agraria. Soslayándolo -por torpeza o cobardía, o quizá por ambas a la vez-, trató, para justificarse, de dar relieve a dos problemas secundarios: la cuestión clerical y la forma de gobierno. El republicanismo pequeño burgués estaba fosilizado : vivía de la tradición anterior a Mendizábal. Era retórico y tangencial.

El republicanismo no jugó ningún papel positivo en el proceso político-social que vivió España desde 1898 a 1930. El ala izquierdista, acaudillada por un personaje mezcla de pícaro y caballero de industria, estuvo al servicio, directa o indirectamente, de la oligarquía agraria, y contribuyó a que una parte del movimiento obrero, por desquite, evolucionara hacia el apoliticismo anarquista, acentuando más aún la división obrera.

El ala derecha, de la que formaba parte un sector apreciable de la intelectualidad, evolucionó hacia la Monarquía. A comienzos de la tercera década del siglo, el republicanismo era un cadáver insepulto.

Para bien y para mal, la España del siglo XIX giró alrededor del ejército que, gradualmente se fue convirtiendo en la milicia de la gran propiedad.

Mientras subsistieron los residuos del imperio colonial, había, teóricamente al menos, una justificación del ejército. La pérdida de Cuba y Filipinas no acreció, desde luego, su prestigio. Pero siguió vegetando, parasitario e hipertrofiado. España resultaba pequeña para tantos generales.

A comienzos de siglo se planteaba la disyuntiva de reducir el ejército a las proporciones nacionales necesarias, lo cual hubiese significado una reducción de tres cuartas partes, o inventar una justificación del mismo. La oligarquía agraria, por razones de prestigio, arrastrada por la inercia y estimulada por el joven monarca -un mequetrefe de dieciséis años (1902)-, optó por la segunda.

Con esa intuición que una clase que usufructúa el poder tiene para ver lejos los peligros que pueden amenazarla, la oligarquía agraria, dándose cuenta de su debilidad política, sentía la necesidad de preparar su rueda de recambio. Si un día, los dos partidos políticos por medio de los cuales la oligarquía disfrutaba del poder, fallaban, cosa posible ya que su existencia estaba basada en un artificioso sistema electoral, el régimen debía disponer de un tercer partido, situado en la reserva. Esa era para la oligarquía agraria la misión del ejército. Un cuerpo armado, no para defender a España, que no estaba amenazada por nadie, sino para proteger las bases del régimen: la gran propiedad.

Después de estudiar cuál podía ser la razón que justificara la existencia de un ejército, nacionalmente innecesario, la oligarquía agraria, dándose una palmada en la frente, un día pudo exclamar: "¡Eureka!" Sí, el ejército serviría para proteger el noroeste de África, con lo cual saldría protegida por España la ocupación de Gibraltar por Inglaterra...

Sin embargo, se daba el caso de que el noroeste de África ya estaba protegido por Francia, con el asentimiento de Inglaterra, sobre la base del acuerdo franco-británico de 1904.

Madrid rogó, suplicó, mendigó en Londres, e Inglaterra como dote de la nieta de la reina Victoria que iba a ser reina de España, logró, bajo su presión, que Francia aceptara ceder a España una estrecha franja de terreno, Tánger excluido, en la parte septentrional de Marruecos. La zona marroquí cedida a España, el Rif, era fragosa y estéril, sin valor económico apreciable. La cesión histórica tuvo lugar en abril de 1906 (Conferencia de Algeciras), unas semanas antes del casamiento de Alfonso XIII con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg.

El papanatismo patriotero exultaba. España ya tenía una misión histórica que cumplir; proteger las chumberas que crecían en las breñas del Rif. Se habló, claro está, del testamento de Isabel la Católica... Clarines, cornetas, tambores, banderas... Y, naturalmente, ascensos y condecoraciones.

Mientras se hilvanaba la Conferencia de Algeciras, en noviembre de 1905, un grupo de oficiales de la guarnición de Barcelona, mortificados por una caricatura, asaltó las oficinas de un periódico catalanista satírico, y libró una batalla, destruyendo mesas, ficheros, máquinas de escribir. Era el segundo chispazo de tipo fascista -el primero tuvo lugar en Madrid, a fines de siglo, con el asalto de dos periódicos- que se manifestó en el ejército. El capitán general de Cataluña apoyó a los asaltantes, y los capitanes generales de Madrid y Sevilla se solidarizaron con la guarnición de Barcelona. El gobierno no sólo no hizo nada para imponer el poder civil sobre el militar, sino que el general que en Sevilla se había adherido al asalto efectuado en Barcelona fue premiado, siendo ascendido a ministro de Guerra. El ejército se apuntó el primer "éxito" político, que puede ser considerado como el precursor del golpe de estado de Primo de Rivera, dieciocho años más tarde.

A continuación (1906), presentada por un gobierno liberal, las Cortes aprobaron la llamada Ley de Jurisdicciones, que convertía al ejército en una entidad sagrada, intocable, sometiendo a la jurisdicción castrense las supuestas ofensas al ejército, que desde entonces quedó transformado en una casta privilegiada, como había sido la Iglesia durante el período de la Inquisición. La bobería nacional desbordaba de entusiasmo patriótico.

La euforia duró poco, sin embargo. En el verano de 1909, los campesinos y pastores rifeños, habiendo ya experimentado las excelencias de la protección española, mal armados, pero enfurecidos, humillaron aparatosamente al ejército español.

La derrota militar de 1909 sacudió a todo el país, y el pueblo se manifestó contra la aventura africana. España, que había permanecido apática y resignada, al producirse el desastre de Cuba y Filipinas, ahora, por primera vez, expresaba su indignada protesta. La capa social de la pequeña burguesía republicana simpatizaba con la protesta; pero quien la expresó de una manera vehemente, sobre todo en Barcelona, fue la clase trabajadora.

La movilización de julio de 1909 fue la primera gran manifestación política obrera nacional. Hubo equivocaciones lamentables, como la quema, innecesaria y contraproducente, de iglesias y conventos, eco retardado de lo ocurrido en 1835; faltó coordinación nacional, con objetivos precisos. Pero en tanto que movilización, como un primer ensayo, la protesta fue magnífica.

El movimiento había sido espontáneo, sin planes previos, ni jefes orientadores, cosa que conservadores y reaccionarios eran incapaces de comprender. Se necesitaba un cabecilla, una cabeza de turco, para sacrificarlo -atavismo ancestral de los sacrificios humanos- ante el altar de la patria. Se inventó uno: Francisco Ferrer. Educador, más que hombre de acción, Ferrer no había participado de una manera directa en la semana roja de julio. Sin embargo, fue detenido, inculpado, juzgado por un consejo de guerra -la Inquisición en otra forma- y condenado a muerte. Fue fusilado en el castillo de Montjuich el 13 de octubre de 1909. La reacción hizo de Ferrer un mártir y un héroe -su muerte fue ejemplar, heroica-, dando con ello al anarquismo una bandera que contribuyó a infundirle un impulso formidable.

Con la huelga general de julio de 1909, el movimiento obrero había llegado a su mayoría de edad. A partir de entonces, su presencia será permanente, y decisiva, por acción u omisión, en el proceso social y político del país. Por un fenómeno típicamente español, nuestro movimiento obrero entró en el siglo XX sin haber superado las divergencias que crearon Marx y Bakunin en los tiempos de la Primera Internacional. Dos personalidades memorables contribuyeron de una manera especial a este lamentable desdoblamiento.

A comienzos de la década de los años setenta, se encontraron en Madrid dos jóvenes tipógrafos: el uno procedía de El Ferrol y el otro de Toledo. Se llamaban Pablo Iglesias y Anselmo Lorenzo. Temperamental e ideológicamente, esos dos obreros no convergían, y siguieron caminos diferentes. Iglesias se quedó en Madrid, y Lorenzo se fue a Barcelona. Alrededor de Iglesias se formó y fue creciendo el movimiento socialista, y en torno a Lorenzo, el anarquista. El primero tenía a Marx como inspirador, y el segundo a Bakunin. Marx, el germano, y Bakunin, el ruso, iban a influir poderosamente en la historia de España.

Pablo Iglesias, con grandes dotes de organizador y propagandista, vio el problema del movimiento obrero desde el ángulo de Madrid. Anselmo Lorenzo, pensador más que organizador, lo enfocó desde el ángulo de Barcelona.

El Madrid de Pablo Iglesias tenía una indiscutible ventaja exterior: Madrid, siendo el centro geográfico de la Península, facilitaba la relación con la periferia. Ahora bien, adolecía, en cambio, de un grave inconveniente: Madrid no era un centro industrial, con una base proletaria. El movimiento socialista en sus comienzos fue obra de un grupo de tipógrafos: Pablo Iglesias, Antonio García Quejido, Matías Gómez Latorre, Juan José Morato.

La Barcelona de Anselmo Lorenzo era la provincia, desde luego. Pero esa provincia, desde un punto de vista proletario, tenía mucho más peso específico que el Madrid burocrático y artesano. Pablo Iglesias y sus colaboradores tenían que salir de Madrid e ir a Vizcaya y Asturias para ponerse en contacto con el proletariado propiamente dicho -los trabajadores de las fábricas y las minas. Anselmo Lorenzo vivía en un medio proletario. Por otra parte, siendo Barcelona el centro industrial más importante del país, existía una corriente continua de inmigración, básicamente de origen campesino, procedente principalmente del sur de la Península, que iba a Barcelona en busca de trabajo. Esa inmigración campesina comprendía más fácilmente La Conquista del Pan de Kropotkin que El Capital de Marx, y se hacía anarquista. Si el influjo del proletariado de Vizcaya y Asturias era apenas perceptible en el obrerismo artesano de Madrid, el de la clase obrera de Barcelona era constante en el campo andaluz por medio de la corriente inmigratoria que regularmente llegaba a Barcelona. Espiritualmente, Cataluña, industrial, y Andalucía, campesina, quedaban unidas por una diagonal que no pasaba por Madrid. La labor que el grupo de Anselmo Lorenzo realizaba en Barcelona, en Andalucía la llevaba a cabo Fermín Salvochea, una de las figuras más brillantes del anarquismo español.

A comienzos de siglo, el movimiento anarquista de Barcelona, espiritualmente, estaba más cerca de París que de Madrid. Ferrer, que llegó a Barcelona en 1901, procedente de París, en donde se había formado ideológicamente, influyó considerablemente en ese sentido. Su Escuela Moderna, la escuela propiamente dicha y las ediciones, uno de cuyos principales colaboradores era Anselmo Lorenzo, contribuyó a intensificar la relación entre el anarquismo francés y el español.

En Francia tenía lugar entonces una transformación del anarquismo. El movimiento obrero francés, rehecho de la bárbara represión que siguió a la Commune de 1871, iba elaborando una teoría nueva, que se apartaba por igual del anarquismo negativo y del neomarxismo parlamentario: el sindicalismo revolucionario. La defensa del sindicato como instrumento de lucha y como base de organización económico-social, al margen del partido político, y la exaltación de la Huelga General como movilización revolucionaria eran algo nuevo en la historia del movimiento obrero.

La teoría y la práctica del sindicalismo revolucionario, al que Georges Sorel, con sus Reflexiones sobre la violencia, infundió prestigio doctrinal, trascendió a otros países. En España, su teorizante más valioso fue José Prat. El anciano Anselmo Lorenzo, si no lo propagó de una manera directa, lo favoreció. Pero como el pasado anarquista era muy poderoso, y, además, el anarquismo, psicológicamente, reflejaba el modo de ser del campo español, la evolución no fue completa. Desde el comienzo se manifestaron dos tendencias: anarcosindicalista y sindicalista propiamente dicha, que rivalizaron, subrepticiamente unas veces, abiertamente otras, en busca de la preponderancia y hegemonía.

En 1911 fue fundada, en Barcelona, la Confederación Nacional del Trabajo, modelada, en líneas generales, con arreglo a la CGT, sindicalista, de Francia. Al constituirse, la CNT contaba con un número reducido de adherentes -no llegaban a treinta mil.

A partir de entonces, hubo en España dos organizaciones sindicales que se disputaban el terreno, intensificando y agrandando la división obrera: la Unión General de Trabajadores, socialista, UGT, fundada en 1888, y la Confederación Nacional del Trabajo, CNT, anarcosindicalista. De momento, cada una de ellas tenía su radio de acción, sin que chocaran: la UGT, por Castilla, Vizcaya y Asturias; la CNT, Cataluña, con núcleos en Andalucía, Valencia, Zaragoza, Gijón y La Coruña.

La primera guerra mundial (1914-1918) destruyó el equilibrio político-social de España, basado, desde 1874, en la hegemonía de los terratenientes.

De repente, se alteraron las normas habituales del mercado internacional, y el grupo de las naciones aliadas, Francia e Inglaterra, principalmente, compraban a España a alto precio todo lo que la economía española podía ofrecerles: productos industriales, materias primas, productos agrícolas y ganado. La economía nacional salió de su ritmo tradicional y se desarrolló vertiginosamente. Sobre todo, logró un desarrollo enorme la industria textil, con base principal en Cataluña. La burguesía catalana conoció una fase de fabulosa prosperidad.

Este desarrollo industrial rápido produjo un cambio en la relación de fuerzas. Antes de 1914, el predominio de los terratenientes castellanos y andaluces era definitivo e indiscutible; la industria ligera catalana y la pesada vascoasturiana vivían bajo el imperio de su autoridad. Súbitamente, la burguesía industrial creció rápidamente y, sintiéndose mayor de edad, comenzó a manifestar el deseo de emanciparse de la tutela ejercida por la gran propiedad.

En 1917, definitivamente, el capitalismo industrial empezó a expresar ostensiblemente su descontento y sus apetencias de poder.

Por otra parte, la Revolución rusa, iniciada en marzo de 1917, produjo una gran sacudida psicológica en el movimiento obrero, tanto en el socialista como en el anarcosindicalista.

Coincidían en la crítica, aunque no en los objetivos, tres fuerzas sociales distintas: la burguesía industrial, la pequeña burguesía y la clase trabajadora.

La burguesía industrial quería, simplemente, quebrantar el monopolio del poder ejercido por los terratenientes. No desea ir más allá. Una revolución político-social no le interesaba. Es más : le aterraba.

La pequeña burguesía, siempre vocinglera y superficial, deseaba una revolución de fachada: un cambio de forma de gobierno, pero dejando intacta la estructura económico-social. El movimiento obrero, que por primera vez en su historia, aparecía como una fuerza importante, estaba dividido, y no siendo aún un factor decisivo, jugaba, políticamente, un papel secundario.

Durante un momento, esas tres fuerzas marcharon juntas; mas en el instante de la confrontación definitiva, la burguesía industrial hizo marcha atrás, la pequeña burguesía quedó paralizada por el miedo, y sólo se presentó en el campo de batalla el movimiento obrero. Socialistas y sindicalistas convergieron, llevando a cabo la primera acción de conjunto. La huelga general de agosto de 1917 graduó a la clase trabajadora, colocándola en el primer plano como fuerza de oposición. Las repercusiones no se hicieron esperar.

Unas semanas después, a comienzos de noviembre, el monopolio del poder de la oligarquía agraria quedaba roto al pasar a formar parte del gobierno representantes de la burguesía industrial catalana y asturiana. Por entonces hizo su aparición en Madrid un diario, El Sol, portavoz del capitalismo vasco. El nuevo diario rompía el status quo de la prensa madrileña, al servicio de la oligarquía terrateniente.

El movimiento obrero no tardó en cosechar los frutos de su actuación:

En las elecciones celebradas en febrero de 1918, el Partido Socialista obtuvo seis diputados, en vez de uno solo que había tenido desde 1910. La minoría socialista -Pablo Iglesias, Julián Besteiro, Largo Caballero, Indalecio Prieto, Andrés Saborit y Daniel Anguiano- desplazó, como oposición parlamentaria, a la pequeña burguesía republicana. El Partido Socialista fue entonces el grupo político más responsable y autorizado en el tablero político nacional. El sindicalismo, asimismo, realizó progresos considerables en 1918. Puso en marcha el sindicato de industria (Sindicato Único) que revolucionó la organización sindical, haciendo de la CNT la organización obrera más poderosa. En el movimiento sindicalista adquirieron especial relieve dos líderes: Salvador Seguí y Ángel Pestaña.

Ahora bien, si por un lado, el movimiento obrero crecía en organización y en conciencia político-social, por otro lado, su división tradicional fue intensificándose.

En diciembre de 1919, la Confederación Nacional del Trabajo, en su segundo congreso, celebrado en Madrid, embriagada por su fuerza desbordante -unos 700 000 afiliados- se propuso nada menos que absorber a la Unión General de Trabajadores, dándole un plazo perentorio para que se sometiera a los dictados de la CNT o, de lo contrario, quedar considerada como amarilla. La CNT había perdido la cabeza. La tendencia anarcosindicalista se había impuesto a la sindicalista.

A partir de entonces, la perspectiva de unificar el movimiento obrero -la única fuerza progresiva nacional- quedó esfumada, con las implicaciones negativas consiguientes.

En la corriente de oposición al régimen manifestada por la burguesía catalana en 1917 convergían dos fuerzas: una material, ponderable -el conflicto de intereses entre la industria y los terratenientes- y otra espiritual, imponderable, el catalanismo.

La unidad nacional española fue siempre exterior. La soldadura de los antiguos reinos de la Edad Media no se hizo nunca de una manera completa, y la periferia de la Península quedó siempre espiritualmente distanciada del centro, con una tendencia centrífuga latente más o menos acentuada. Portugal, separándose de España (1640-1668), era un ejemplo estimulante que invitaba a ser imitado. Mientras Castilla pudo hablar de su "misión histórica" fue relativamente fácil mantener unidas regiones tan distintas como Castilla, Cataluña, Vasconia y Galicia. Pero cuando esa "misión histórica" quedó reducida a proteger desde el noroeste de África la ocupación de Gibraltar por Inglaterra, el drama se transformaba en sainete. En 1906, al mismo tiempo que Inglaterra y Francia, en la Conferencia de Algeciras, otorgaban a España la "misión histórica" de conquistar las chumberas del Rif, cristalizaba en Cataluña el movimiento de Solidaridad Catalana, la corriente política más trascendente de comienzos de siglo. Solidaridad Catalana, bloque de la burguesía y pequeña burguesía -el movimiento obrero se mantuvo ausente- independizó a Cataluña de los partidos agrarios dueños del poder.

La ausencia de la clase trabajadora -desorientada entonces por la demagogia radical de Lerroux, al servicio de los partidos agrarios- hizo que el movimiento catalanista, henchido de fuerza política y emoción histórica, quedara en manos de la burguesía, que lo desespiritualizó, convirtiéndolo en simple ganzúa para sus chalaneos con el Estrado agrario.

Cuando la burguesía catalana -gracias en gran parte a la huelga general de agosto-representada por dos ministros, uno de ellos republicano hasta la víspera, logró romper, en noviembre de 1917, el monopolio del poder de los terratenientes, el viento de la historia hinchaba sus velas. Pudo haber empuñado el timón, convirtiéndose en el adalid de la industrialización de España, propugnando como primer paso, indispensable, la reforma agraria para crear un amplio mercado nacional. Sin embargo, miope, políticamente, perdió la oportunidad, como la perdió, en 1868-1870, Prim, otro catalán.

Hay una divertida comedia italiana, titulada Boccacio 70, en la que el héroe, un joven conquistador de corazones femeninos, cada vez que una apetitosa mujer se pone a tiro, el Don Juan de vía estrecha huye despavorido... Mutatis mutandis, ese fue el comportamiento político de la burguesía catalana en 1917-1920. Se le abrieron las puertas del poder. Enriquecida, con motivo de la guerra mundial, tenía la posibilidad de invertir fuera de Cataluña el capital atesorado convirtiéndose en una fuerza económico-política nacional. Mas como el Don Juan de la comedia italiana, en el momento álgido, saltó por la ventana... El sector beocio de la burguesía catalana invirtió una gran parte de lo que había ganado durante la guerra en la compra de marcos, creyendo que el papel moneda alemán se revalorizaría, y el negocio sería redondo. El colapso posterior del marco se tragó millones y millones de pesetas. El sector más inteligente se lanzó a la aventura de exportar capitales a la República Argentina (Compañía Hispano Americana de Electricidad - CHADE). La crisis posterior de la economía argentina se tragó la otra parte del capital que la burguesía catalana había amontonado en los años 1914-1918.

Política y económicamente, la burguesía industrial catalana fue un monumental fracaso. Acabó renqueando detrás de los partidos agrarios, en espera de algo tan "providencial" como un golpe militar que la sacara del atolladero.

El ejército, era nacionalmente innecesario en el siglo XX. España, vencida históricamente, ya no tenía colonias que defender, y sus fronteras no estaban amenazadas por nadie. De hecho, vivía a la sombra de la protección británica. En tales circunstancias, mantener en pie un ejército o, lo que era aún más grave, cultivarlo con esmero, sólo podía obedecer a un sentimiento de inseguridad, no de la nación, sino de la oligarquía que disfrutaba del poder. Es sobre esa base, en el fondo negativa, que el ejército se transformó en guardián de la gran propiedad.

"En 1909, que es cuando la cuestión de Marruecos adquiere ya de una manera definitiva carta de naturaleza, el ejército español contaba con 11 700 oficiales y 80 000 soldados, lo que suponía un oficial por cada siete soldados. En la misma época, las proporciones del ejército francés eran: 545 185 soldados y 28 052 oficiales; esto es, un oficial por cada 19 soldados. El ejército alemán se mantenía poco más o menos a la misma altura: 589 185 soldados y 31 977 oficiales; es decir, 18,3 soldados por cada oficial... En 1915, el ejército español usufructuaba el 27 % del presupuesto nacional; en 1921, el 37 %, y en 1922, el 51%. El ejército había pasado, pues, a ser la mayoría absoluta en los negocios del Estado, S.A." (Del libro del autor, Los Hombres de la Dictadura, p. 22 y 23, Cénit, Madrid, 1930).

En 1917, el ejército organizó sus Juntas de Defensa y se convirtió en un poderoso grupo de presión. A partir de 1918, el ejército hizo y deshizo gobiernos. Los partidos agrarios, en fase de descomposición, se dejaban maniobrar por el ejército, directamente, o por medio de su abanderado, el rey.

En 1921, se repitió en el Rif, aunque con caracteres más graves, lo que había ocurrido en 1909. Los rifeños derrotaron aparatosamente al ejército español. De un golpe, bajo el ataque de un puñado de campesinos y pastores, se derrumbó todo lo que España había organizado durante quince años. Si Abd-el-Krim, el jefe de los insurrectos, no arrojó al mar a los españoles es porque no se dio cuenta de cuál había sido su victoria inicial.

Esta vez, sin embargo, no se produjo por parte del movimiento obrero una manifestación de protesta como en 1909. Y se explica. El sector obrero anarcosindicalista había sido puesto fuera de combate en Cataluña por el terrorismo combinado de la policía y de la clase patronal.

En 1920, la burguesía industrial catalana, encontrándose en una fase de depresión económica y teniendo en frente un movimiento obrero combativo y organizado, mientras, por un lado, jugaba a la ruleta de los marcos alemanes y aligeraba sus depósitos bancarios exportando capital, por el otro, capitulaba ante el gobierno de Madrid, a cambio del exterminio del movimiento sindicalista. Así, en el otoño de 1920 fue nombrado gobernador civil de Barcelona el general Martínez Anido, con carta blanca para asesinar sindicalistas. Lo que ocurrió en Cataluña, particularmente en Barcelona, en los dos últimos meses de 1920 y durante 1921 fue monstruoso. La policía y la banda patronal llamada "Sindicato Libre" practicaban el deporte de asesinar a los militantes obreros. Raro era el día o la noche en que no se aplicaba a uno o varios sindicalistas lo que se llamó la "ley de fuga". A veces, para llevar la acción al pináculo más alto del crimen, los jefes sindicalistas que estaban presos eran puestos en libertad a altas horas de la noche, para caer luego bajo las balas de la policía a un centenar de metros de la prisión.

El sindicalismo replicó apuntando alto. Y fue ejecutado (marzo de 1921) Eduardo Dato, presidente del Consejo de Ministros, con cuya aprobación el general Martínez Anido asesinaba en Barcelona al por mayor. La repercusión de esta ejecución, eminentemente política, fue tal, que un año más tarde (abril de 1922) se produjo una variación ministerial importante. Sánchez Guerra, nuevo presidente del Consejo de Ministros, restableció las garantías constitucionales, puso en libertad a los sindicalistas que quedaban con vida y, unos meses más tarde, destituía a Martínez Anido.

En la primavera de 1923 el sector liberal de la oligarquía agraria subió al Poder. El ministro de Estado del nuevo gobierno, Santiago Alba, era la bestia negra de los industriales catalanes, que veían en él al representante de los intereses agrarios, en antagonismo, en cuestiones de aranceles, con los de la burguesía catalana en crisis.

Era capitán general de Cataluña Miguel Primo de Rivera, más impulsivo que racional, más fanfarrón que persona sensata. Iba y venía de Barcelona el general Martínez Anido, verdugo de la clase trabajadora en 1920-1922, y como tal venerado por la burguesía catalana. Martínez Anido sirvió de intermediario entre el sector industrial catalán y Primo de Rivera. La burguesía catalana quería disipar una doble pesadilla: la sindicalista abajo y la del ministro de Estado arriba. Martínez Anido recogía ideas e impresiones que transmitía a Primo de Rivera.

El 13 de septiembre de 1923, Primo de Rivera, empujado ostensiblemente por la burguesía catalana, se pronunció a la manera clásica del siglo pasado. Habían transcurrido cuarenta y nueve años sin que hubiera pronunciamientos. El último, el de Martínez Campos que restableció la Monarquía, tuvo lugar en diciembre de 1874. En el pronunciamiento de Primo de Rivera, en última instancia, todo dependía del rey. Y el rey se solidarizó con él, triunfando el golpe de Estado.

Terminaba una fase de la historia de España, basada en la oligarquía de los terratenientes, bajo la protección, no desinteresada, de Inglaterra. Durante medio siglo, el régimen estuvo representado por una patulea de políticos profesionales, mezcla confusa de trapisondistas, charlatanes y traficantes, con alguna rara excepción. Fue el freno que se opuso a la industrialización del país en una fase histórica de industrialización general. España lo pagó caro. Regularmente, con la excepción del período de la primera guerra mundial, el comercio exterior se saldaba con déficit. El país exportaba minerales y productos agrícolas, e importaba a precios caros mercancías y máquinas. Este déficit crónico en la balanza de pagos determinaba una hemorragia permanente que contribuía a debilitar la economía nacional. La peseta era pobre al lado de la libra esterlina, el dólar, el franco y el marco. Un tal status convenía a las naciones industriales, Inglaterra, Francia y Alemania principalmente, y la pandilla política de la oligarquía agraria se esforzaba en sostenerlo puesto que era su razón de ser.

Durante el medio siglo de relativa estabilidad política que medió entre 1874 y 1923, a pesar del régimen retardatario predominante, España hizo progresos indiscutibles. Aumentó la población, y en 1923 había menos miseria que medio siglo antes.

Políticamente, la oligarquía agraria mantenía un régimen de democracia limitada -en 1890 fue aprobado el sufragio universal-; pero aun limitada, como los acontecimientos demostraron posteriormente, era incomparablemente mejor que la supresión total de la democracia.

Con una democracia limitada, pudo organizarse la clase trabajadora, y lo que no fue menos importante: floreció un movimiento intelectual y artístico como España no había conocido desde el Siglo de Oro. En todos los dominios de la cultura, la España de 1874-1923 brilló a gran altura. No surgieron genios como Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Velázquez, Goya, porque el ambiente histórico no propiciaba su aparición. Pero que en la época gris que va de Cánovas a Romanones, apareciera una constelación de pensadores, escritores, literatos, artistas y educadores, como la que va de Menéndez Pelayo y Pérez Galdós a Juan Ramón Jiménez, y Pablo Picasso, parece un milagro. A pesar de la mediocridad del régimen económico-político, en España había formidables energías interiores de creación espiritual.

El capital auténtico de España estaba representado por el pueblo, la clase trabajadora y la intelectualidad.

Lo que Primo de Rivera encarnaba era la antítesis de ese capital.

En el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que iba a alterar el ritmo de la historia de España, influyeron, determinándolo, una serie de fuerzas históricas y circunstancias político-sociales:

1. La oligarquía agraria estaba gastada y era un obstáculo para salir del estancamiento económico.

2. La burguesía industrial, más fuerte ahora que a comienzos de siglo, ejercía una presión que no coincidía con los intereses de la gran propiedad.

3. El ejército, hipertrofiado por la aventura rifeña, aspiraba a tener el poder de hecho y de derecho para administrar patrióticamente el presupuesto.

4. El rey se encontraba en una situación difícil a causa de su intervención personal en la actuación militar en el Rif que condujo al desastre de 1921; el Expediente Picasso que iba a discutirse en las Cortes lo dejaba malparado.

5. El ejército había fracasado en el noroeste de África, conocía su debilidad y presentía que se aproximaba una repetición del desastre de 1921, con las implicaciones que esto pudiera tener para su porvenir.

6. El movimiento obrero estaba debilitado por su división y por sus luchas internas: a) el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores tenían que hacer frente a una doble ofensiva: la de los comunistas y la de los anarcosindicalistas; b) el anarcosindicalismo se debatía en una crisis interna a causa de la lucha entre la fracción sindicalista y la anarquista.

7. La serie de atentados y atracos llevados a cabo por el sector aventurero del anarcosindicalismo, contribuía a disminuir el prestigio del gobierno que no lograba hacer respetar el principio de autoridad.

8. El fascismo italiano, triunfante -Mussolini había asaltado el poder en octubre de 1922- era una invitación a la aventura política.

9. Inglaterra, que, de hecho, dirigió la política internacional de España desde comienzos del siglo XIX, había perdido la hegemonía en el tablero mundial: el mundo empezaba a dejar de considerarla como guía. En España, el sector reaccionario fue en el siglo pasado y seguía siéndolo ahora profundamente antibritánico.

El general Primo de Rivera intuitivamente polarizó ese conjunto de fuerzas históricas y circunstancias determinantes, y pasó el Llobregat.

Ahora bien, esas fuerzas históricas y circunstancias determinantes eran negativas y contradictorias, y en manera alguna podían dar una base estable al nuevo régimen.

La destrucción de la oligarquía agraria sólo hubiese tenido sentido progresivo, señalando como objetivo la industrialización del país. Mas la industrialización, como condición previa, requiere la transformación de la base agraria para aumentar el número y la potencialidad de los consumidores. Y la Dictadura estaba más pegada aún a la gran propiedad que los partidos agrarios destituidos. Paradójicamente, todo el enfoque industrial de la Dictadura se redujo, en fin de cuentas, a mejorar las carreteras para una mejor circulación de los automóviles y camiones que España compraba a Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia.

La Dictadura destruyó con facilidad las bases políticas de la oligarquía agraria: el caciquismo. Pero los partidos agrarios, desacreditados y deshechos en tanto que partidos, tenían una tradición de medio siglo de poder, y una parte de sus figuras representativas, indignadas por lo que ellas consideraban una usurpación, reaccionaron, enfrentándose con el régimen. Simbólicamente, Sánchez Guerra, ex-presidente del Consejo de Ministros y jefe del partido conservador, emigró, como protesta, al extranjero, repitiendo, en cierto modo, lo que hizo Prim en los últimos tiempos de la Monarquía de Isabel II.

Bajo la Dictadura, España seguía siendo una Monarquía, de la que el rey, naturalmente, era la clave de bóveda. La identificación del rey con la Dictadura socavó rápidamente las bases de la Monarquía. La Dictadura redujo al rey a las dimensiones de un fantoche. No pintaba nada. Y como no sabía qué hacer, mataba el tiempo en el tiro de pichón y en la agradable compañía de su amante. El rey era infiel a todo lo que representaba a Inglaterra.

En 1924 se produjo en el Rif un nuevo desastre militar, y la Dictadura tuvo que pedir la ayuda de Francia. El hecho de que el ejército francés ganara una guerra que el ejército español había perdido, no fue para la Dictadura una victoria, sino una derrota moral. A partir de entonces, el ejército empezó a desintegrarse políticamente, con un fermento creciente de oposición al régimen.

Administrativamente, la Dictadura, sin control ni fiscalización, fue manirrota. Mientras la renta nacional crecía a un ritmo insignificante, el presupuesto de gastos subía verticalmente y la deuda del Estado adquiría proporciones enormes. La Dictadura era una merienda de negros. Por contraste, hacía buenos y honrados a los partidos destituidos.

El eje de la economía experimentó una variación inclinándose sensiblemente hacia el capital bancario. La agricultura y la industria estaban prácticamente estancadas; pero los bancos hacían negocios fabulosos.

Los intelectuales se enfrentaron abiertamente con el régimen contribuyendo a su desprestigio. Unamuno, que hasta poco antes del golpe de Estado había sido un amigo personal del rey, comunicó interés dramático y resonancia mundial a la oposición intelectual al régimen.

La política internacional de la oligarquía agraria había sido consecuente, ligada a Inglaterra. Para bien y para mal, dadas las circunstancias históricas y geopolíticas, no cabía otra entonces. España dependía de Inglaterra. La protección británica le daba, en cambio, estabilidad, lo cual no dejaba de ser un factor positivo. La Dictadura, como un caballo loco en una cacharrería, se creyó con derecho para alterar la brújula de las relaciones internacionales. Inglaterra se puso en guardia, y la City londinense, de la que dependía la estabilidad de la peseta, llegado el momento, emprendió la ofensiva.

Cuando al cabo de un par de años de embrollos y trapisondas, el Directorio Militar, completamente desacreditado, quiso remozarse con la cooperación de valores civiles, se transformó en un gobierno mitad militar y mitad civil (diciembre de 1925). Una parte de los generales que habían formado el Directorio Militar regresaron a sus cuarteles honorarios, y pasaron a ocupar los puestos que quedaban nominalmente vacantes unos cuantos figurones sin estrellas ni entorchados ni caletre. El gran caricaturista de la época, Bagaría, hizo una caricatura genial que la censura dejó publicar porque no comprendió su sentido esotérico. El título era: El nuevo gobierno. Y sin otra leyenda, el dibujo representaba cuatro sables desenfundados, con las vainas al lado de los sables. El nuevo gobierno estaba, pues, integrado por cuatro sables y cuatro vainas... Uno de esos vainas, Calvo Sotelo, ministro de Hacienda, con el atrevimiento que comunica la ignorancia, creyendo que España podía hacer lo que le viniese en gana en el campo de sus relaciones internacionales, enfocó la economía del régimen hacia un choque con Inglaterra, choque que habría de costarle la vida, primero al régimen, y a continuación a la misma Monarquía.

Después de la primera guerra mundial, con una motorización creciente, el petróleo pasó a ocupar un lugar primordial en la economía de las naciones. Por extensión, las compañías petrolíferas comenzaron a jugar un papel cada vez más importante en las relaciones internacionales. En el mundo de entonces había dos centros petrolíferos: Inglaterra y Estados Unidos, es decir, la Shell y la Standard. Inesperadamente, hacia 1925-1926, hizo su aparición en la escena petrolífera mundial un rival de la Shell y la Standard: la Nafta rusa. Con una mano de obra baratísima, Rusia podía ofrecer el petróleo a precio de dumping. Automáticamente, Rusia se convirtió en un competidor que minaba el monopolio ejercido por la Shell y la Standard.

En 1927, España, bajo la inspiración de su ministro de Hacienda, el fascista Calvo Sotelo, creó un monopolio de Estado, (Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos, S.A. (CAMPSA), y se entendió con Rusia, eliminando a España de la zona petrolífera inglesa. Deterding, presidente de la Shell hizo un viaje a Madrid, y Primo de Rivera lo trató despectivamente. La Shell rogó, maniobró, prometió para no perder el mercado de España, mas todo en vano : lo perdió.

Moscú acababa de ganar una importante batalla a Inglaterra, gracias al régimen semifascista de Primo de Rivera. Era la segunda vez -la primera tuvo lugar durante el reinado de Fernando VII, en la segunda década del siglo XIX- que Rusia intervenía de una manera activa en los negocios de España.

Inmediatamente, empezó la ofensiva de la City contra la peseta. La primera baja fue Calvo Sotelo, que tuvo que dejar de ser ministro de Hacienda. No obstante, siguió la ofensiva escalonadamente, con intermitencias de guerra psicológica.

En el otoño de 1929 tuvo lugar el crash de Wall Street que, naturalmente, repercutió en la economía española.

La coyuntura creada por la crisis originada por el crash americano y la ofensiva financiera de la City determinó la caída de Primo de Rivera.

Sancho Panza, como gobernador de la Isla Barataría lo había hecho mucho mejor.

Al lado de Primo de Rivera, Martínez Anido, Calvo Sotelo y demás compinches, los políticos de la oligarquía agraria eran unos verdaderos angelitos. Desde los tiempos de Fernando VII, España no había visto nunca en el gobierno tanta corrupción, tanta impudicia, tanta presunción y tanta incapacidad.

La caída de la Dictadura (enero de 1930) abrió las puertas a una situación revolucionaria.

La clase trabajadora se había mantenido quieta durante los años de la Dictadura. Los socialistas, de hecho, colaboraron con el régimen. La actitud del Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores se explica, aunque no se justifique. La organización socialista, política y sindical, había quedado considerablemente debilitada en los años 1919-1923, debido a la doble ofensiva desplegada contra ella por el anarcosindicalismo, por un lado, y por el comunismo, por el otro. En 1922-1923, el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores, atacados intensamente por los flancos sindical y político, por la Confederación Nacional del Trabajo y el Partido Comunista, se encontraban asediados, en fase de descenso y con una perspectiva francamente sombría.

La Dictadura, atacando a anarcosindicalistas y comunistas, indirectamente favorecía a los socialistas que, inesperadamente, acababan de entrar en un oasis de paz que les permitía rehacerse de los descalabros experimentados en la etapa anterior. Largo Caballero, secretario de la Unión General de Trabajadores, nombrado miembro del Consejo de Estado, subrayaba el lazo de unión establecido entre el socialismo y la Dictadura.

Al derrumbarse la Dictadura, el movimiento socialista había cicatrizado las heridas recibidas en 1919-1923, pero estaba desprestigiado. Lo salvaron Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, que durante la Dictadura fueron disidentes, en desacuerdo con la actitud colaboracionista de Largo Caballero-Besteiro-Saborit.

El movimiento anarcosindicalista, perseguido con saña en 1920-1921, no encontró diferencia fundamental alguna entre la nueva situación política y la que había existido antes. En cierto sentido, representaba una mejora, ya que desapareció el terrorismo policiaco-patronal.

Desde que se fundó la Confederación Nacional del Trabajo (1911), en el seno de la organización se fue esbozando una lucha de tendencias: la anarcosindicalista y la sindicalista pura. El gran ascenso del movimiento sindicalista (1917-1919) tuvo lugar cuando la tendencia sindicalista se sobrepuso a la anarcosindicalista. En la fase de descenso sindicalista, 1921-1923, la corriente anarcosindicalista reconquistó posiciones perdidas. El asesinato, en marzo de 1923, de Salvador Seguí, por la banda terrorista de la clase patronal, privó a la tendencia sindicalista de su líder más capaz e influyente, y a partir de entonces, los anarcosindicalistas pudieron moverse con mayor facilidad. A los anarquistas les iba bien la clandestinidad a que les obligaba la Dictadura. Y cosa sorprendente: mientras la prensa sindicalista no podía publicarse, aparecía en Barcelona, regularmente, sin mayores dificultades, la Revista Blanca, con amplia difusión nacional. En 1927 se constituyó la Federación Anarquista Ibérica (FAI). Durante la Dictadura el anarcosindicalismo rebrotó e hizo considerables progresos frente a la tendencia sindicalista representada, después de la desaparición de Seguí, por Ángel Pestaña y Juan Peiró.

La Confederación Nacional del Trabajo salió de la etapa de la Dictadura destrozada sindicalmente, pero con un gran prestigio.

Los comunistas, aunque el más pequeño de los tres, fue el único sector del movimiento obrero que se enfrentó, doctrinalmente, claro está, con la Dictadura. Como consecuencia, sus dirigentes fueron encarcelados y sus periódicos, suprimidos. Cuando el gobierno de Madrid y el de Moscú concertaron el acuerdo petrolífero (1927), la Dictadura aflojó la represión comunista. Desde entonces, el Partido Comunista, más nominal que efectivo -sus afiliados no pasaban de 500- bajo la dirección paternal de Moscú, fue extremadamente prudente con respecto a la Dictadura hasta el extremo de que su líder más destacado. Oscar Pérez Solís, dejó el partido para pasar a desempeñar un alto puesto en la CAMPSA, el monopolio petrolífero. Se había iniciado la etapa de la petrolización del comunismo.

Al caer Primo de Rivera, el movimiento obrero en conjunto era un gigante dormido. Fue despertándose paulatinamente, y unos meses después empezó a dar fe de vida por medio de movimientos huelguísticos. Las huelgas, de carácter económico, primero, fueron adquiriendo cada vez una mayor amplitud e intensidad, hasta culminar, a mediados de diciembre de 1930, en una huelga general política, relacionada con la insurrección de la guarnición de Jaca, encabezada por los capitanes Fermín Galán y García Hernández.

En la segunda mitad de 1930 y primeros meses de 1931, el movimiento obrero, aunque dividido, tácitamente llegó a un acuerdo e hizo la unidad de acción. El Partido Socialista buscaba hacer borrar su actitud durante la Dictadura, adoptando la tesis oposicionista activa de Indalecio Prieto. La Confederación Nacional del Trabajo, todavía bajo la dirección sindicalista, (fue desplazada por la tendencia anarcosindicalista después de la proclamación de la República) adquirió gran brío y supo comprender el momento histórico. El Partido Comunista, ahogado, entre otras razones, por la política petrolífera de Moscú, era en 1930 menos que un cero a la izquierda.

Mientras el movimiento obrero se movilizaba, dando cada vez una mayor sensación de fuerza, en la City de Londres seguía la ofensiva contra la peseta, que llegó a perder el 40 % de su valor. Primo de Rivera había apartado a España de la tradicional cooperación con Inglaterra, e Inglaterra, aun caído Primo de Rivera, seguía tratando a España como enemiga. Por lo demás, durante la etapa del general Berenguer, posterior a la Dictadura, los barcos seguían cargando petróleo en los puertos rusos del Mar Negro y descargándolo en los puertos españoles. Sir Henry Deterding, el magnate de la Shell, continuaba moviendo su indignada batuta en la City.

El movimiento republicano estaba en lo más bajo de su marea a comienzos de 1930. Los republicanos históricos no jugaron ningún papel en la lucha contra la Dictadura. La adhesión a la causa republicana de significados monárquicos como Alcalá Zamora, Miguel Maura, Sánchez Guerra, hijo, y, con un matiz especial, Ossorio y Gallardo, dio vigor al republicanismo. Desprestigiada la Monarquía, la República pasó a ser una esperanza política. En 1923 en España apenas había republicanos. En 1930 apenas había monárquicos.

Paralelamente al movimiento obrero, actuó de una manera brillante la juventud estudiantil. La nueva generación universitaria se daba cuenta de que el porvenir inmediato de España había que forjarlo, no sólo en las aulas, sino también en la lucha contra el régimen. Los estudiantes, cuya organización, Federación Universitaria Estudiantil (FUE) ya había combatido valientemente durante la Dictadura, reflejaban el espíritu heroico y renovador de la nueva generación.

La intelectualidad, situada en una posición independiente, teniendo como centro el Ateneo de Madrid, al adoptar una actitud beligerante, se convirtió, de hecho, en un partido. Que personalidades del relieve intelectual de Unamuno, Ortega y Gasset y Marañón se pronunciaran por la República, tenía que ejercer una poderosa influencia en todos los medios intelectuales.

¿Qué quedaba a la Monarquía para sostenerla? ¿Los viejos partidos agrarios que habían sido sus puntales desde la Restauración hasta 1923? Los había destrozado la Dictadura. ¿El ejército? Lo había humillado y desprestigiado la Dictadura, y se sentía impotente ante la irresistible marea nacional.

Se asistía al final de un largo proceso histórico cuyo acelerador era más el peso de un régimen muerto que la esperanza incierta del que iba a sustituirle. Así, el 14 de abril de 1931 se proclamó la República porque la Monarquía se había desplomado, dejando de existir.


Joaquín Maurín
1965