“No sé si hay un ecologismo infantil pero sí creo que hay un desarrollismo senil”

Entrevista con Joan Martinez Alier

Marc Saint-Upéry

Autor de la obra clásica Economía ecológica (1987), que ha
influenciado a toda una corriente de investigadores y militantes
ambientalistas y ecosocialistas, el catalán Joan Martínez Alier
explora desde hace cuatro décadas la dialéctica entre las necesidades
humanas, los conflictos sociales y las condiciones ecológicas en unos
estudios donde convergen la critica de la economía política, la
antropología social, las leyes de la termodinámica y las ciencias de
la vida.

Esta entrevista recorre las pistas de un pionero fundamental en estos
tiempos en los que los modelos de desarrollo vuelven a ser parte de la
discusión central en América Latina.

¿En sus trabajos de campo en Cuba y en Perú, en los años 70, las
referencias sobre la cuestión campesina apelan al debate de un
marxismo abierto, pero todavía clásico, y de la antropología social:
Chayanov, Eric Wolf, etc. Pero usted cita también a Karl Polanyi.
Concretamente, ¿cual ha sido el puente entre este tipo de debates, de
economía agraria, y el discurso ecológico?

En esa época yo vivía con una antropóloga, Verena Stolcke. Por otro
lado, en Perú entre en contacto con gente que hacia antropología
ecológica, como el gran especialista de las culturas andinas John
Murra, antropólogo estadounidense de origen rumano que participó en la
Guerra Civil española en las filas republicanas. Él se preguntaba
sobre el funcionamiento de los intercambios en sociedades sin mercado
o con mercados periféricos, como después de la conquista española.
Estos intercambios eran absolutamente necesarios desde el punto de
vista ecológico en cualquier sistema montañoso, porque una comunidad
no puede vivir de los productos de un solo piso ecológico. En 1971-72,
en Perú estuvo un antropólogo estadounidense de Amherst, Brooke
Thomas, quien estudiaba las calorías que circulaban entre estos
distintos pisos ecológicos. Me interesé mucho por ese tema y además
había hecho cursos en economía de la alimentación. Así fue como me
convertí en uno de los pocos economistas capaces de contar calorías y
proteínas, porque hay muchos economistas que se dedican a lo
metafísico y no hablan de este tipo de cosas. Así es como accedí a la
antropología ecológica, leyendo también los textos clásicos, el libro
de Roy Rappaport, Pigs for the Ancestors (Cerdos para los antepasado.
El ritual en la ecología de un pueblo en Nueva guinea) y justo
coincidió con la crisis petrolera de 1973. Recuerdo que daba unos
cursos de antropología económica en la universidad de Campinhas, en
Brasil, y todo el mundo empezaba a hablar de energía.

Es interesante, porque su trayectoria hacia la economía ecológica no
pasa directamente por una critica de tipo epistemológico de los
modelos económicos ortodoxos o marxistas, sino más bien por el camino
de una antropología ecológica muy concreta…

Sí, yo además tenia una cierta sensibilidad política por el tema de la
autonomía de las comunidades campesinas, una sensibilidad de tipo
populista en el sentido ruso, de los “narodniki”. En esa época Eric
Hobsbawm estuvo en Perú y yo había leído sus escritos sobre Andalucía,
un capitulo de Rebeldes primitivos con el que yo no estaba del todo de
acuerdo. Hobsbawm pensaba que los campesinos eran un tipo de “rebeldes
primitivos” y que la verdadera vanguardia era el proletariado
industrial y el partido de los proletarios. Yo no era estrictamente
anarquista pero estaba muy influenciado por la historia de Cataluña y
también por la gente de Ruedo Ibérico, que estaba dirigido desde Paris
por un anarquista exiliado, Pepe Martínez. Así que estaba muy abierto
a una sensibilidad, por así decirlo, antileninista. Además, en esa
época en Perú había una fuerte influencia del gran intelectual
comunista José Carlos Mariátegui, quien en el momento más estalinista
de la Internacional Comunista había sido acusado de populista, también
en el sentido ruso del término. Hubo, entonces, en mi experiencia en
los Andes, además del tema de la antropología ecológica el de la
resistencia “antimoderna” de las comunidades indígenas, como los
huasipungueros en Ecuador o los huacchilleros en Perú, que vivían
dentro del sistema de hacienda pero que no eran siervos de tipo
feudal, sino campesinos que se resistían a la modernización
capitalista, que no querían dejar la hacienda.

Cuando llegaron ideas de modernización, por ejemplo con el presidente
Galo Plaza en Ecuador, a inicios de los años 60, se trato de
“emanciparlos” de las haciendas para racionalizar el explotación de la
tierra y los campesinos indígenas se resistían a eso en nombre de sus
derechos de propiedad ancestrales, de su derecho a la autosubsistencia
y a su propia cultura. En los años 70, la izquierda marxista peruana
(y latinoamericana en general) era antiindígena y percibía todo en
términos de clases sociales, de campesinos y no de indígenas. Las
cosas comenzaron a cambiar con autores como Alberto Flores Galindo
–todo esto está en mi libro Los huacchilleros del Perú– y creo ello
está ligado al hecho de que soy catalán, porque me emocioné cuando
encontré estas personas que hablaban su propio idioma y luchaban por
conservarlo.

A partir de esto, ¿cómo vuelve a los problemas mas teóricos de la
critica ecológica de la economía política?, ¿Cómo descubre a autores
como Georgescu-Roegen, por ejemplo?

Georgescu-Roegen es muy importante. Publicó, en 1971, su gran libro La
ley de la entropía y la evolución económica
, y un gran amigo mío, el
entonces joven economista José Manuel Naredo, me lo recomendó.
Nosotros conocíamos un poco del autor porque también era un
especialista en economía agraria y había publicado un articulo
importante en 1960 sobre la economía campesina en Europa del Este (es
de origen rumano). Lo empezamos a leer, era difícil pero es uno de los
textos pioneros y fundamentales de la economía ecológica.

También con Naredo publicó en 1982 su artículo pionero sobre Serguei
Podolinsky, que es un poco el precursor ucraniano de la crítica
ecosocialista de la economía política. ¿Cómo lo descubrió?

En realidad, el articulo se publico en catalán y en castellano en
1979. A finales de los años 70 Naredo ya había publicado mucho sobre
flujos de energía en la agricultura española, un poco lo mismo que
había hecho Jean-Paul Deléage en Francia, siguiendo los trabajos
pioneros de David Pimentel, un autor estadounidense que había
demostrado en 1973 que la agricultura moderna era menos eficaz desde
el punto de vista energético que la agricultura tradicional. Entonces,
con Naredo, escuchamos por primera vez hablar de Podolinsky en un
libro publicado entonces en francés y que es una selección de la
correspondencia entre Marx y Engels sobre ciencias naturales. Estaban
ahí las cartas de Engels que hablaban de este socialismo ucraniano;
entonces comencé a buscar los textos de este autor que escribía en
ucraniano, en ruso, en alemán y en francés. Él había estudiado
medicina en Zurich con esas mujeres fascinantes, las primeras
pasionarias del Partido Socialista Revolucionario ruso y de Narodnaya
Volia, con la gente que había participado del atentado contra el Zar
Alejandro II. Terminó exiliado en Montpellier y escribió sobre la
agricultura considerada como un flujo de energía. Envió sus textos a
Marx, quien se los remitió a Engels para consultarle su opinión, pero
no suscitaron su interés. Quien sí comprendió los aportes de
Podolinsky fue el ecólogo ruso Vernadsky. En un libro publicado en
Francia en 1924-1925, llamado La geoquímica, Vernadsky elogiaba al
trabajo de Podolinsky resumiéndolo así: “Podolinsky estudio la
dinámica energética de la vida y aplicó este conocimiento al estudio
de la economía”. Es decir, que a partir de un análisis de la entropía
en los procesos biológicos, él estudió la economía como un sistema
abierto a los flujos de energía. Eso hizo de él un precursor
importante, entre otros, de la economía ecológica. Es precisamente el
tema de mi libro de 1987, Economía ecológica, que trata de esos
precursores que generalmente no eran economistas.

En cuanto a Georgescu-Roegen, tenía 74 años y estaba jubilado de la
Universidad de Vanderbilt, en Tennessee, y supe en 1980 que estaba en
Estrasburgo. Lo invité para que diera unas conferencias en Barcelona.
Él no conocía a Podolinsky, pero se interesó mucho y continuamos
escribiéndonos desde 1980 hasta que terminé mi libro. En esa época
fundamos la Asociación Internacional de Economía Ecológica.

La “huella ecológica”

Pero, ¿usted tenia un publico mas allá de los especialistas? No creo
que los grupos marxistas prestaban mucha atención a esos temas. Al
mismo tiempo, era la época del surgimiento masivo de los movimientos
sociales ecológicos pero con un nivel de cultura política y teórica
bastante heterogéneo y una visión un poco mística y romántica.

Primero, entre los economistas universitarios había un sector muy
hostil a la ecología, y eso todavía sucede. Cuando volví a Barcelona,
en 1975, entré en un departamento de economía donde hice buenas
relaciones con los historiadores económicos, por ejemplo. Pero para
los economistas más neoclásicos, incluso algunos muy competentes, la
ecología es algo que simplemente no existe. Entre los marxistas, y en
medio del gran desierto que fue la universidad española durante el
franquismo, estaba Manuel Sacristán, un hombre extraordinario.

Era uno de esos pocos marxistas europeos con una verdadera cultura científica…

Sí, pero era totalmente autodidacta. Conocía la filosofía analítica y
cuando teníamos 17 ó 18 años, en la Universidad de Barcelona, nos
explicó sobre el Círculo de Viena, y su discurso antimetafísico era un
aire fresco dentro del ambiente intelectual de la España franquista.
Me sorprendía como podía juntar su rigurosidad en la explicación de
tipo lógica matemática y su adhesión al marxismo. Cometió algunos
errores políticos, metió a muchísima gente dentro del PSUC (el Partido
Comunista catalán) y hubiese sido sin duda mucho mas interesante que
hubiera un partido menos ortodoxo, del tipo del Partido de los
Trabajadores (PT) brasileño en la resistencia contra Franco. Cuando
salió del PSUC, en 1976-77, fundó el grupo Mientras Tanto, que al
principio se llamo Materiales, que reunía a un grupo de gente de
izquierda muy interesada en la problemática ecológica. Gente que al
mismo tiempo se sentía un poco excluida por esa transición a la
democracia negociada con el franquismo: mis mejores amigos de la época
universitaria entraron en el su mayoría al PSOE (Partido Socialista
Obrero Español) y participaron con entusiasmo de esa transición, pero
todos los del grupo Ruedo Ibérico por ejemplo, quedaron fuera. En esa
época, me fui a enseñar a Berlín; fue una especie de consuelo. Era la
época de la emergencia del movimiento alternativo, el comienzo de los
Verdes, y en ese contexto escribí mi libro Economía ecológica con el
apoyo del físico alemán Klaus Schlüpmann, quien me ayudo a refrescar
cosas que había aprendido en el bachillerato sin prestarles mucha
atención en cuanto economista, como por ejemplo la segunda ley de la
termodinámica.

¿Por qué es importante la segunda ley de la termodinámica desde el
punto de vista de la economía ecológica?

Porque no existe modo de reciclar la energía. La teoría neoclásica
describe la economía como un sistema cerrado donde las mercancías se
intercambian a través de un sistema de precios regulados por el
mecanismo de la oferta y la demanda. Las empresas compran la fuerza de
trabajo, pagan los salarios (o la renta de la tierra), todo ello
dentro de un sistema cerrado. Esta visión tiene cierta utilidad en la
medida en que permite elaborar cierto número de ideas relativamente
interesantes. Pero es una visión ontológicamente falsa, aunque pudiera
ser metodológicamente productiva. La economía es un sistema abierto
que no puede funcionar sin un cierto volumen de insumos energéticos y
materiales, desde la energía solar, en la fotosíntesis, hasta el
petróleo o el carbón.

Ese sistema produce desechos, residuos. En volumen, el residuo mas
importante es el dióxido de carbono, pero también están el cadmio o
los residuos radioactivos, que son prácticamente imposibles de
reciclar. Existen gráficos para ilustrar este tipo de sistema abierto
de la economía como los que ha publicado René Passet en su libro
L’économie et le vivant (La economía y los seres vivos) en 1979, y que
todos nosotros copiamos y tratamos de mejorar –o solamente hicimos una
mala imitación– en nuestros cursos de economía ecológica. Creo que
Passet fue el primero que describió gráficamente la economía como
subsistema de un sistema más amplio. Entonces, dentro de ese sistema
no todo es reciclable. A eso la economía neoclásica llama
“externalidades”, y pretende “internalizarlas” a través del sistema de
precios, como si fuera un simple detalle.

Naredo me contaba que en un congreso internacional de economía no se
habló de externalidades sino de cuentas satélites, un término de jerga
de la contabilidad nacional francesa: se calcula primero el PIB y
después se le anexan contabilidades satélites físicas: la contabilidad
del agua, de la fertilidad del suelo, etc. Una idea muy bienintencionada,
pero como les dijo Naredo: “Yo creo que en ese casolos satélites son
más grandes que el planeta madre, las externalidades más importantes
que el PIB, como si la Luna fuera más grande que la Tierra”.

¿Qué piensa usted de la noción de “huella ecológica”?

Es precisamente una idea que se presentó en un congreso de economía
ecológica en 1992. Su iniciador fue William Rees, un ecólogo que había
trabajado en una región llamada La Raya, entre Cuzco y Puno, en el
altiplano peruano. Luego fue profesor de ecología urbana en Vancouver
e inventó un indicador que sintetiza cuatro criterios: la cantidad de
tierra necesaria para producir una cantidad dada de alimentos, la
cantidad de tierra necesaria para producir madera para construcción o
papel, la cantidad de tierra pavimentada o cubierta de construcciones
y el cuarto sumando consistía en cuánta tierra virtual haría falta
para absorber el dióxido de carbono que produce la actividad humana. A
partir de esos cuatro criterios, Rees calculó que un habitante de
Vancouver utiliza de promedio cuatro hectáreas de tierra para su
reproducción económica, mientras un habitante de la India utiliza
media hectárea. Esto quiere decir que desde el punto de vista
ecológico, la superficie de Vancouver es mucho más grande de lo que
parece a primera vista. Yo creo que Rees concibió la huella ecológica
como un concepto interesante para tener una idea del impacto de la
actividad humana pero nunca pensó que su idea tendría tanto éxito.
Tenía un estudiante suizo de doctorado llamado Mathis Wackernagel,
quien difundió la idea y la convirtió en una verdadera industria
académica.

El lado bueno de esa enorme difusión es el carácter pedagógico de esa
representación espacial, que impacta mucho a la gente. Pero el lado
mas discutible es que la noción de huella ecológica mezcla dos cosas:
el consumo real de espacio destinado a la producción de alimentos o de
madera para la construcción (un carnívoro consume más espacio que un
vegetariano, por ejemplo) y el consumo virtual de un espacio que
hipotéticamente podría absorber el dióxido de carbono. El problema es
que el dióxido de carbono se acumula en la atmósfera y no es absorbido
por una superficie vegetal virtual.

El verdadero problema es el cambio climático. No es que necesitemos
otro planeta porque no hay otro planeta. La idea de utilizar dos
planetas es una metáfora que tiene límites. Nuestro consumo excesivo
de carbón, petróleo y gas es un problema de tiempo, de un uso
demasiado intensivo en un periodo de tiempo muy corto, más que de
espacio. La metáfora espacial puede ser muy atractiva para la gente,
pero técnicamente a mi no me convence.

Tampoco me convence la idea de que se pueda expresar todo el impacto
ecológico en una sola cifra, creo que necesitaríamos de al menos tres
o cuatro cifras distintas. Por ejemplo, el cálculo de los flujos de
materiales. En Ecuador son cuatro toneladas por persona al año, lo
calculó Maria Cristina Vallejo en una tesis publicada por la Flacso.
En la Unión Europea estamos a 16 toneladas por persona al año.

En términos de intercambio, Ecuador exporta 1,8 toneladas de
materiales por persona al año e importa 0,3 toneladas. En la Unión
Europea es exactamente al revés, importamos casi cuatro veces más de
lo que exportamos. Es un buen indicador del intercambio desigual entre
Norte y Sur.

Otro indicador interesante es el de la apropiación humana de la
biomasa, que en ingles se llama HANPP (Human Appropriation of Net
Primary Production). Se trata de la proporción entre la biomasa usada
por los seres humanos y la cantidad potencial de biomasa que seria
generada si no hubiera humanos.

Es un indicador de pérdida de biodiversidad, pero también se puede
usar para analizar conflictos relacionados con recursos. Por ejemplo,
en Ecuador, el conflicto entre los habitantes del ecosistema de
manglares y las empresas camaroneras que producen larvas para la
exportación. Cuando el manglar se conserva hay mucha biomasa y los
humanos aprovechan una pequeña cantidad de ésta, un poco de conchas,
de cangrejos y de madera. Pero cuando la camaronera destruye el
manglar, consume mucha biomasa sin reponerla. Lo mismo ocurre con el
bosque amazónico cuando lo sustituyen por cultivos de palma africana
para producir aceite.

¿O sea que la noción de huella ecológica no es bastante multidimensional?

Es importante porque es un indicador físico que le quita el monopolio
a los indicadores económicos y sociales tradicionales, incluso los más
sofisticados como el Índice de Desarrollo Humano (IDH), en ese sentido
es un progreso. Pero efectivamente, no es multidimensional. Ahora
bien, desde el punto de vista pedagógico y político no sería bueno que
existan cincuenta indicadores porque el cerebro humano no podría
procesarlo, pero sí se pueden considerar unos siete u ocho números a
la vez. Cuando juzgamos a una persona no nos fijamos solamente en su
talla o su peso, o si baila salsa o no, más bien podemos definir ocho
o diez cualidades que nos gustan y dos que no, así funcionamos los
humanos.

La ecología de los pobres

Otro de sus grandes temas es la ecología de los pobres, sobre todo en
los países del Sur. Por ejemplo el caso de las mujeres que luchan por
defender el manglar.

Sí, las mujeres han sido muy importantes en las luchas ecologistas
populares. Y volviendo a su pregunta sobre el público de nuestros
trabajos, en los 80 nuestra primera audiencia era la corriente verde
europea, los ecomarxistas como Sacristán, y un sector de economistas
universitarios disidentes de Estados Unidos, como Herman Daly, Robert
Costanza, personas que fundaron conmigo la Asociación Internacional de
Economía Ecológica en 1986-1987.

En 1987 hubo una reunión en Barcelona donde se fundó la revista
Ecological Economics. Mi idea era que la economía ecológica sirve
sobre todo a los movimientos sociales del Sur que luchan contra la
degradación ecológica de sus hábitats. Por ejemplo, los militantes de
Vía Campesina retoman temas de la economía ecológica como la
eficiencia energética, la pérdida de biodiversidad, la polución
química, etc., no importa si no se conocen todos los presupuestos
teóricos de esta disciplina. Esta emergencia de un importante grupo de
militantes ecologistas populares es lo que me ha mantenido activo
políticamente, con una serie de viajes a América Latina, India, etc.

¿Usted dice que la ecología de los pobres existe desde hace dos siglos?

Es un tema de historia social bastante complejo. Por supuesto, no hay
que caer en el anacronismo y buscar el ecologismo en el Imperio romano
pero hay ejemplos interesantes desde al menos el final del siglo XIX.
Hay un caso español bastante conocido sobre la compañía Río Tinto que
explotaba una mina en Andalucía, cerca de Huelva, donde se había
sacado cobre desde hacía dos mil años. La firma británica llegó a la
región en 1880 y ese mismo año hubo ya una manifestación de mineros,
de sus familias y los campesinos locales contra los “humos”. Existen
reportes de la época que describen esos humos como emanaciones de
dióxido de azufre o de anhídrido sulfuroso, lo que ahora se da en las
lluvias ácidas. Con un estilo típicamente español, el gobierno envió
al ejercito a detener las protestas y mataron a 100 ó 200 personas. No
lo sé exactamente. Hubo un debate en el Parlamento pero sin ninguna
consecuencia política o judicial. Uno de los principales líderes del
movimiento era un sindicalista anarquista, Maximiliano Tornet. Tenemos
ahí un movimiento protoambientalista aunque la palabra no existía en
ese entonces.

Otro ejemplo se produjo en la misma época en Japón, un caso muy
conocido de un líder campesino llamado Tanaka Shozo que dirigió todo
un movimiento de resistencia contra la contaminación del río Watarase,
cerca de Tokio, en manos de una empresa que todavía existe y se llama
Furukawa. Esta empresa producía cobre para exportación, porque en esa
época Japón exportaba cobre, mientras que ahora es un gran importador.

Conocemos el conflicto que hay ahora en Ecuador en la mina de cobre de
Intag que Mitsubishi quiere explotar, por ejemplo. En los años 70 del
siglo XX, Tanaka Shozo, que en su tiempo llego a ser diputado de la
Dieta, fue redescubierto por los primeros ecologistas japoneses y
considerado como un precursor. Podríamos mencionar muchos otros
ejemplos históricos.

Pero no podríamos decir que este ecologismo o protoecologismo popular
expresa dos fenómenos que no siempre están articulados: por un lado la
lucha de comunidades locales contra lo que los economistas llaman
“externalidades negativas”, como por ejemplo daños a la salud, y por
otro lado una defensa mas global de formas de vida autónomas, una
cierta resistencia a la modernización. En el fondo, lo que usted llama
“populismo ecológico”, seria más una lucha de la economía sustantiva
contra la economía formal, según los términos de Polanyi. ¿Cómo se
articulan estos dos niveles?

Justamente, desde ese punto de vista el libro de Ramachandra Guha
sobre el movimiento Chipko es muy importante. Él lo ve como un
movimiento campesino muy similar a los movimientos de la región del
Himalaya o de la India contra la estatización de los bosques iniciada
por los colonizadores británicos bajo pretexto de implantar una
administración racional. La gente local protestaba entonces contra la
perdida de acceso a los bosques donde habitaban. También luchaban
contra las plantaciones porque preferían tener árboles nativos
tradicionales, como el roble, que especies introducidas de crecimiento
rápido como el pino. Aunque la lucha correspondía al interés por su
subsistencia, era ya una forma de lucha ecológica por la
biodiversidad. El movimiento Chipko de 1973 es un gran ejemplo de eso.
Chipko quiere decir “abrazarse a los árboles”, y los militantes del
movimiento se abrazaban a los árboles para impedir que las empresas
madereras los corten. Cuando lo estudias ves que los militantes
locales tenían una inspiración gandhiana. Hay otro caso similar en
Brasil con Chico Mendes, un ecologista-sindicalista que había
aprendido a leer con un sobreviviente de la Columna Prestes, la
guerrilla comunista de los años 20 refugiada en la Amazonia de la
frontera con Bolivia. Chico Mendes, afiliado al PT, también fue
influenciado por la Teología de la Liberación y expresaba una especie
de gandhismo espontáneo con sus formas de lucha, como el “empate”,
donde los activistas se sientan en grupo frente a la policía o a las
maquinas de cortar árboles, siempre de manera pacifica.

¿Pero cuál es el potencial hegemónico del ecologismo popular?

Existen estudios que demuestran que ciertas civilizaciones precolombinas han
destruido su propia base re reproducción medioambiental (por ejemplo
los Mayas). Por otro lado, vemos que los sectores populares de países
del Sur que han pasado por procesos importantes de urbanización han
adquirido el modelo de consumo del Norte, con variaciones más o menos
degradadas. Si escucha a Evo Morales, que por fuera de Bolivia es
percibido como un dirigente indígena involucrado con una realidad
comunitaria milenaria, pero que tiene en realidad un imaginario
modernizador muy fuerte, él declara que quiere que su país sea como
China o Suiza, y que la explotación del gas boliviano debe servir para
la industrialización del país, etc. Y el argumento habitual de los
liberales es: ¿con qué derecho ustedes quieren impedir a cientos de
millones de chinos e indios en pleno boom económico de salir de la
pobreza y tener sus automóviles y sus refrigeradoras?

La teoría del ecologismo popular no afirma que todos los pobres son
ecologistas porque eso sería falso. Lo que afirma es que en muchos
conflictos ecológicos los pobres se ponen del lado de la preservación
de los recursos naturales, no debido a una ideología ambientalista
sino en virtud de sus necesidades de subsistencia, las que muchas
veces se expresan en lenguajes culturales propios como, por ejemplo,
la idea del carácter sagrado de las fuerzas naturales en algunos
grupos indígenas.

Y por cada conflicto que se vuelve conocido a nivel mundial gracias a
la cobertura de los medios de comunicación, hay probablemente decenas
de casos que no aparecen en los medios.

Actualmente, en América Latina, hay decenas de conflictos por
explotación minera y aumentarán cada vez más porque el metabolismo de
la sociedad, la cantidad de energía y de materiales que entran en el
circuito aumenta cada vez más. No hay crecimiento económico
desmaterializando, la idea de un crecimiento económico angelical, como
dice irónicamente Herman Daly, es una utopía. Es posible que en los
países ricos baje un poco la intensidad material del crecimiento, pero
esta sigue creciendo en términos absolutos. En Europa por ejemplo, no
producimos aluminio ni acero sino que lo importamos, como lo hacemos
con el petróleo y el gas. Las economías aparentemente mas “limpias”
funcionan en base a la importación de productos “sucios”.

Justamente, vemos que mucho de la voluntad de redistribución de los
nuevos gobiernos de izquierda latinoamericanos depende de lo que los
economistas llaman una “reprimarización extractivista” –petróleo,
cobre, soya (a menudo transgénica), etc.– favorecida no solo por la
demanda de los países del Norte, sino cada vez mas por un gigante
industrial como China.

De hecho, nunca ha habido un boom de las materias primas tan
importante como el actual en América Latina. Eso crea un clima muy
diferente al que puede emerger en Europa con la idea de “decrecimiento
sostenible”, de acuerdo a la cual nosotros podríamos vivir bien sin
crecimiento, como sostiene Georgescu-Roegen y lo explicó Jacques
Grinevald en 1979 en Demain la décroissance (Mañana el decrecimiento)

Si le dice eso al presidente ecuatoriano Rafael Correa contestaría que
usted esta loco

No. Diría que soy un “ecologista infantil”, que es como ha calificado
a algunos ecologistas ecuatorianos, incluso miembros de su propio
gobierno que quieren limitar la explotación petrolera en la Amazonia.
Él, como buena parte de la izquierda latinoamericana, o como el
Partido Comunista indio, comparte la idea de que es necesario
desarrollar a cualquier coste las fuerzas productivas y crecer, crecer
y crecer.

Yo no sé si hay un ecologismo infantil, pero sí creo que hay un
desarrollismo senil. Correa ha leído mis trabajos y me trata con mucha
simpatía, pero no los ha asimilado completamente. Una vez estuve
invitado a una reunión de su gabinete donde se hablo del dilema de
evitar la explotación petrolera en el Parque Yasuní ITT y me dijo:
“profesor, usted sabe que yo he vivido en las montañas con los
indígenas, gente muy pobre, y cuando ellos ven un cóndor no piensan en
salvarlo, ellos piensan: ‘esta noche podremos comer cóndor’”. Sin
embargo, le contesté, en Ecuador son los recolectores de conchas en
esmeraldas quienes defienden los manglares, los campesinos de Intag
que luchan contra la explotación minera a cielo abierto, los indígenas
de Sarayacu, en la Amazonia, los que luchan contra las empresas
petroleras.

Pero Correa tiene una angustia sincera por la miseria de las grandes
masas urbanas y la idea de que aumentando las ganancias petroleras y
el PIB se puede redistribuir más. Entonces podemos comprender las
resistencias locales a un modelo de desarrollo antiecológico, ¿pero en
el nivel nacional, o continental, cómo satisfacer a toda esa gente con
hambre, cómo cubrir sus necesidades?

Correa es una persona sinceramente angustiada por el problema de la
pobreza. Pero en Ecuador mismo, hubo importantes intentos de teorizar
la perspectiva de un modelo pospetrolero por parte de algunos de sus
propios amigos y aliados políticos. También está la propuesta de que
el país renuncie a explotar alrededor del 25% de sus reservas de
petróleo del campo Yasuni ITT a cambio de una compensación de 350
millones de dólares anuales durante diez o quince años financiada por
la comunidad internacional (equivalente a la mitad de las potenciales
ganancias de la extracción). Se sabe que el presidente ecuatoriano
apoya ese proyecto bajo ciertas condiciones y sin duda no con el mismo
entusiasmo que algunos de sus colaboradores. Pero por otro lado, él
mismo hizo una propuesta audaz a la OPEP en noviembre pasado.
Inspirado en un artículo de Herman Daly, propuso un impuesto sobre las
exportaciones de petróleo destinado a financiar la lucha contra la
pobreza y la promoción de energías alternativas con miras a combatir
el cambio climático.

¿A quién se cobraría este impuesto?

A los grandes importadores, Europa y Estados Unidos que importan 10
millones de barriles diarios. En Europa nosotros ya pagamos una tasa
sobre el gas que importamos, también sobre el petróleo, 1 euro por
litro, seis o siete dólares por galón. La mitad son impuestos pero que
no benefician a los países exportadores. Sería mas lógico que los
países exportadores definan y reciban estos impuestos –siempre y
cuando éstos no se destinen a la compra de armas, por supuesto-. Con
tres dólares por barril, Ecuador tendría los 350 millones por año que
pide en compensación por la no explotación del petróleo en Yasuní.

Yo no sé si Correa entiende que si el proyecto del ITT fracasa, si
empieza a surgir una serie de conflictos medioambientales en el sector
minero, petrolero, eso perjudicará la imagen del país, mientras que
una buena imagen podría favorecer el turismo o el ecoturismo– que
ciertamente no es del todo inocente ecológicamente, porque los
turistas no llegan en barcos de vela, pero seria bastante interesante.

«Neomalthusianismo» popular

A propósito de las compensaciones, usted habla también del problema de
la “deuda ecológica”.

Hay una gran injusticia en el mundo, el Norte tiene una deuda
ecológica con el Sur. Hay una deuda de carbono, además de todas las
deudas coloniales y poscoloniales que contrajeron los europeos con el
Tercer Mundo. Habría que evaluar los montos de esas deudas y podría
ser la vía para eliminar gran parte o toda la deuda externa de los
países del Sur, por ejemplo. Se podrían elaborar mecanismos
institucionales para garantizar la reinversión de esos dineros en
programas de lucha contra la pobreza y promoción de energías
alternativas en el Sur. Y volviendo al tema de las grandes masas de
miserables, yo quisiera hacer una alusión al tema demográfico.

Hay un error de apreciación en los representantes de la izquierda
tercermundista, en India, en América Latina, que piensan que la idea
de controlar el crecimiento demográfico es una conspiración
neomalthusiana del Norte contra el Sur. Se menciona a menudo algunos
programas de esterilización de las mujeres de los países pobres, por
ejemplo. Por supuesto, algo así existió en los años 70, 80, y 90, y en
China el neomalthusianismo es todavía una política de Estado. Pero si
revisamos la historia de la baja de la natalidad europea constatamos
otro fenómeno. Hay también un neomalthusianismo popular y progresista
que se manifiesta desde inicios del siglo XX en Francia con el
movimiento de “la grève des ventres” (la huelga de vientres), un
movimiento de inspiración anarquista y radical que suscitó la
oposición escandalizada no sólo de la Iglesia católica, sino también
de los capitalistas –que querían más trabajadores– y del Estado, que
quería más soldados para luchar contra los alemanes y en sus guerras
coloniales. Uno de los líderes de este movimiento era Paul Robin, un
pedagogo libertario, antiguo miembro de la Primera Internacional, que
fundó en 1896 la Liga por la Regeneración Humana. Decía más o menos
que se definía como neomalthusiano porque Malthus pensaba que no había
remedio para la catástrofe demográfica, mientras que él pensaba que el
remedio lo tenia el proletariado, en particular si las mujeres fueran
libres de decidir cuantos hijos quieren tener. Sólo así la natalidad
bajaría, lo que sería bueno para las mujeres, bueno para los salarios
y bueno para el medio ambiente.

Estos activistas hacían cálculos y estaban preocupados por el nivel de
población que podría soportar el planeta. Bueno, no todos, porque
Kropotkin era muy optimista, por ejemplo, pero el dirigente
anarquista Sébastien Faure era neomalthusiano.

Cuando yo hice mis investigaciones en Andalucía, Verena Stolcke y yo
teníamos 25 años, y las mujeres nos preguntaban por qué nosotros no
teníamos hijos, y los viejos campesinos anarquistas les explicaban:
“ellos han leído a ‘Sebastián Fauré’”, y ante mi asombro ellos me
preguntaban: “¿cómo, usted estudió en la universidad y no sabe quien
es “Sebastián Fauré”?” Todos esos textos neomalthusianos escritos por
autores anarquistas habían sido traducidos al comienzo del siglo y
difundidos en los medios populares libertarios y radicales, no sólo en
España, sino en Italia, Argentina, Uruguay, Cuba, etc. En Francia, en
1920, el Estado prohibió la propaganda neomalthusiana, sin hablar del
«natalismo» ulterior de Pétain, de Franco o de Mussolini.

Entonces creo que existe una tradición neomalthusiana popular de
sensibilidad feminista, libertaria y protoecologista. También hay otro
ejemplo en el sur de India, con Peritar, un activista anticasta, ateo
y anticlerical, que profesaba la liberación de las mujeres. De hecho,
en esta región la transición demográfica ya esta muy avanzada,
mientras que las tasas de fecundidad no bajaron mucho en el norte de
India. He aquí una tradición radical que tiene un siglo de existencia
y que no ha sido tomada en cuenta por la izquierda marxista, con el
pretexto de que Marx había criticado a Malthus. El desinterés total de
la mayoría de la izquierda por la demografía es un grave error,
dejando el campo libre a las políticas de control de la natalidad
desde el Estado o el Banco Mundial, etc. A menudo, las mismas
feministas no conocen la existencia de estas ideas en su propia
tradición. Entre el feminismo y el ecologismo, hay una alianza
necesaria también desde este punto de vista, y eso a veces no se
percibe.

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